Transpiración
—¿Qué coño se supone que significa esto?
Eran las siete, el edificio de Kripos estaba despertando a la vida y en la puerta de Harry se había plantado un Mikael Bellman furibundo, con el maletín en una mano y el Aftenposten en la otra.
—Si te refieres al Aftenposten…
—Me refiero a esto, ¡sí!
Bellman dio un palmetazo con el periódico en la mesa, delante de sus narices.
El titular ocupaba la mitad de la primera página. «EL CABALLERO» DETENIDO ANOCHE. El apodo de «el Caballero» había llegado a oídos de la prensa el mismo día que lo bautizaron en la sala de conferencias Odin. Lo de «detenido anoche» no era del todo cierto, fue más bien por la tarde. El comisario Skai no había tenido tiempo de mandar la nota de prensa antes de medianoche, después de las últimas noticias de los canales de televisión y poco antes del cierre de los periódicos. Era concisa y no especificaba ni la hora ni las circunstancias, solo que, después de un trabajo intenso por parte de la policía comarcal, habían detenido al Caballero delante de la Casa del Pueblo de Ytre Enebakk.
—¿Qué se supone que significa esto? —repitió Bellman.
—Pues digo yo que significa que la policía ha metido entre rejas a uno de los asesinos más peligrosos de la historia de Noruega —dijo Harry, tratando de echar hacia atrás el alto respaldo de la silla.
—¿La policía? —dijo Bellman echando espuma por la boca—. ¿La policía comarcal de…? —Tuvo que consultar el Aftenposten—. ¿Ytre Enebakk?
—¿Qué más da quién lo resuelva, mientras quede resuelto? —dijo Harry, sin dejar de buscar la palanca en el lateral de la silla—. ¿Cómo va esto?
Bellman retrocedió unos pasos y cerró la puerta.
—Mira, Hole.
—¿Se acabó llamarme Harry?
—Cierra el pico y escúchame bien. Sé perfectamente lo que ha pasado. Has hablado con Hagen, él te ha dicho que no podías confiarles la detención a él y a Delitos Violentos, que corría un riesgo demasiado grande. Y al ver que no podías ganar, has apostado por el empate. Le has regalado el honor y la gloria a un paleto que no sabe distinguir el derecho del revés en una investigación de asesinato.
—¿Yo, jefe? —dijo Harry mirando dolido a Bellman—. Uno de los cadáveres apareció en su distrito, y era lógico que investigaran en la zona. Luego, supongo que lo relacionó con aquella historia de Tony Leike. Un trabajo policial de puta madre, a mi entender.
Era como si a las pecas de la frente de Bellman aflorasen todos los colores del arco iris.
—¿Sabes cómo lo verán en el Ministerio de Justicia? Me encomiendan la investigación a mí, yo me dedico de lleno semanas y semanas, resultado cero. Y de pronto llega un tío que no ha salido de su pueblo y se nos adelanta en el transcurso de unos días.
—Hombre. —Harry tiró de la palanca y el respaldo se disparó hacia atrás—. Dicho así no suena nada bien, jefe.
Bellman apoyó las manos en la mesa, se inclinó y, salpicándolo de pequeñas gotas de saliva, le dijo:
—Espero que esto tampoco te suene nada bien, Hole. La bola que encontramos en tu casa sale esta tarde para el laboratorio, donde llegarán a la conclusión de que es opio. Estás perdido, Hole.
—¿Y luego qué, jefe?
Harry se mecía en la silla sin dejar de tirar de la palanca arriba y abajo.
Bellman frunció el ceño.
—¿Qué coño quieres decir?
—¿Qué le vas a decir a la prensa y al Ministerio de Justicia? Me refiero a cuando vean la orden de registro, la que expidieron a tu nombre, y pregunten cómo es posible que, al día siguiente de haber encontrado opio en casa de un policía, le dieras un puesto destacado en tu grupo de investigación. La gente podría pensar que, con una dirección así en Kripos, no es de extrañar que a un policía comarcal con un único calabozo y con su mujer de cocinera se le dé mejor encontrar asesinos.
Bellman parpadeaba boquiabierto.
—¡Ahora!
Harry se retrepó sobre el respaldo ya fijo con una sonrisa de satisfacción. Y cerró los ojos cuando notó la presión del aire de la puerta al cerrarse.
El sol se deslizaba por la cima de las montañas cuando Krongli paró la motonieve, se bajó y se encaminó hacia Roy Stille, que estaba junto a un bastón de esquí hundido en la nieve.
—¿Hay algo?
—Yo diría que lo hemos encontrado —dijo Stille—. Me parece que este es el bastón con el que el tal Hole marcó el lugar del hallazgo.
El policía, que estaba a punto de jubilarse, nunca había tenido más ambición que la de llegar a inspector, pero el pelo blanco y abundante, la firmeza de la mirada y la serenidad al hablar hacían que la gente pensara que el comisario era él y no Krongli.
—¿No me digas?
Siguió a Stille hasta el borde del precipicio. Stille señaló. Y allí, al fondo de la pendiente, estaba la motonieve. Enfocó con los prismáticos. Vio el brazo desnudo y carbonizado que sobresalía. Masculló casi a voces:
—Cojones. Por fin. O las dos cosas.
La gente ya empezaba a marcharse del Stopp Pressen! después del desayuno cuando Bent Nordbø oyó un carraspeo, apartó la vista del New York Times, se quitó las gafas, entornó los ojos y exhibió lo más parecido que sabía a una sonrisa.
—Gunnar.
—Bent.
Ese modo de saludarse diciendo solamente el nombre de pila era una costumbre de la logia, y siempre hacía pensar a Gunnar en hormigas que intercambiaban sustancias aromáticas al cruzarse en el camino. El jefe de grupo se sentó, pero no se quitó el abrigo.
—Me decías por teléfono que tenías algo.
—Uno de mis periodistas ha averiguado esto. —Nordbø empujó sobre la mesa un sobre marrón—. Parece que Bellman protegió a su mujer en un asunto de drogas. Es un caso antiguo, así que desde un punto de vista jurídico quedan libres, pero en la prensa…
—… no se librarán ni de lejos —dijo Hagen, y cogió el sobre.
—Creo que puedes considerar a Mikael Bellman como un peligro neutralizado.
—Bueno, o por lo menos hemos alcanzado un equilibrio en las amenazas. Él también tiene cosas contra mí. Además, no es seguro que esta información me sirva: acaba de humillarlo un comisario comarcal de Ytre Enebakk.
—Ya lo he leído. Y el Ministerio de Justicia lo habrá leído también, ¿verdad?
—Ahí arriba leen el periódico y, además, pegan la oreja. Pero gracias de todos modos.
—Faltaría más, de nada. Nos ayudamos mutuamente, ¿no?
—Quién sabe si esto me será útil algún día.
Gunnar Hagen cogió el sobre y se lo guardó en el bolsillo interior del abrigo.
Bent Nordø no le respondió, porque ya había reanudado la lectura sobre un joven senador negro americano que se llamaba Barack Obama; el autor del artículo aseguraba muy en serio que un día podría convertirse en presidente de los Estados Unidos de América.
Cuando Krongli llegó al final de la pendiente, les gritó a los demás que ya estaba abajo y se soltó de la cuerda.
La motonieve era de la marca Arctic Cat y tenía los patines boca arriba. Recorrió los tres metros que lo separaban del vehículo, atento a dónde ponía los pies y las manos. Como si estuviera en la escena de un crimen. Se agachó. Un brazo sobresalía de debajo de la motonieve. La tanteó un poco, estaba apoyada en dos piedras. Luego, respiró hondo y la empujó a un lado.
El muerto estaba boca arriba. El primer pensamiento de Krongli fue que, seguramente, sería un hombre. Tenía la cara y la cabeza aplastadas entre la motonieve y las piedras, y el resultado se parecía a la montaña de desperdicios que quedaba después de celebrar la fiesta del cangrejo. No tenía que tocar el cadáver aplastado para saber que parecería gelatina, como un trozo de carne tierna sin huesos; que el torso estaba machacado, las caderas y las rótulas, pulverizadas. Krongli no habría podido identificar el cadáver de no haber sido por la camisa roja. Y por el único diente podrido de color amarillento que aún se mantenía en la mandíbula inferior.