Bristol Cream
—Prefiero Sigurd.
—Lástima que no sea tan fácil cambiar de nombre como de apellido —dijo Harry, y se inclinó entre los asientos—. Cuando me dijiste que te habías cambiado el apellido, no pensé que la ese de Ole S. Hanse podía ser de Sigurd. Pero dime, Sigurd, ¿te sirvió de algo? ¿Te convirtió el nuevo nombre en una persona distinta de la que lo perdió todo en esta explanada de grava?
Sigurd se encogió de hombros.
—Huimos tan lejos como podemos. El nuevo nombre me permitió avanzar un poco en el camino.
—Ya. Hoy he estado comprobando una serie de cosas. Cuando te mudaste de aquí a Oslo, empezaste a estudiar enfermería. ¿Por qué no medicina? Tenías la máxima nota de todo el instituto.
—Yo solo pensaba en no tener que hablar demasiado delante de la gente —dijo Sigurd medio sonriendo—. Supuse que, como enfermero, me sería más fácil librarme.
—Hoy he estado hablando con un logopeda y, según él, depende de cuáles sean los músculos dañados; que, en teoría, una lengua incompleta también puede entrenarse hasta conseguir otra vez una pronunciación casi perfecta.
—Las eses son difíciles si te falta la punta de la lengua. ¿Fue eso lo que me delató?
Harry bajó la ventanilla y encendió el cigarro. Dio una calada tan fuerte que crujió el papel.
—Fue una de las razones. Pero, por un tiempo, nos vimos desviados en el sentido equivocado. El logopeda me dijo que la gente tiene tendencia a relacionar ese ceceo con la homosexualidad masculina. En inglés se llama gay lisp, que no es ceceo en términos de logopedia, sino solamente otra forma de pronunciar la ese. Los maricas suelen exagerar o atenuar el gay lisp, lo utilizan como una especie de código. Y funciona. Según el logopeda, en una universidad americana llevaron a cabo un estudio para averiguar si la gente detectaba la orientación sexual de otras personas simplemente escuchando grabaciones de su forma de hablar. Y atinaban con mucha frecuencia. Pero el estudio demostró que el gay lisp, cuando lo oían, era una señal tan clara que pasaban por alto otras características lingüísticas propias de los heterosexuales. Cuando el recepcionista del hotel Bristol me dijo que el hombre que había preguntado por Iska Peller hablaba con un deje femenino, fue víctima de esa forma de pensar estereotipada. Solo cuando imitó el modo de hablar del individuo en cuestión comprendí que se había fijado en el detalle del ceceo.
—Tuvo que ser algo más.
—Pues claro. Bristol. Es un barrio de Sidney, Australia. Veo que ahora has caído en la conexión.
—Espera —dijo Bjørn—. Yo no la veo.
Harry echó el humo por la ventanilla.
—El Muñeco de Nieve me dijo una cosa. Que al asesino le gustaba estar cerca, que había pasado discretamente por mi campo de visión. Que me había rozado. Y en el momento en que una botella de Bristol Cream entró en mi campo de visión, lo relacioné enseguida. Yo había visto un letrero con ese nombre poco antes. Y le conté algo a una persona. Una persona que me había rozado. Y comprendí de repente que había malinterpretado lo que dije. Me referí a Bristol a propósito de la mujer australiana, Iska Peller. Pero la persona en cuestión creyó que me refería al hotel Bristol de Oslo. Te lo dije a ti, Sigurd. En el hospital, después de la avalancha.
—Tienes buena memoria.
—Para ciertas cosas. Cuando empecé a sospechar de ti, vi la evidencia de otros detalles. Por ejemplo, lo que tú mismo dijiste de la ketamina, que en Noruega solo la consiguen las personas que trabajan con anestésicos. O lo que me dijo un amigo, que uno desea lo que ve a diario, es decir, que el que tiene como fantasía sexual a una mujer vestida de enfermera, quizá trabaje en un hospital. O el que el nombre de usuario del ordenador de la fábrica Kadok fuera Nashville, tomado del título de la película. Dirigida por…
—Robert Altman, 1975 —dijo Sigurd—. Una obra maestra que no ha recibido la atención que merecía.
—Y que la silla plegable del cuartel general fuera una silla de director de cine, naturalmente. Para el gran maestro Sigurd Altman.
Sigurd no respondió.
—Pero seguía sin saber cuál era el móvil —continuó Harry—. El Muñeco de Nieve me dijo que era el odio lo que movía al asesino. Y que ese odio dependía de un único suceso, algo que hubiera ocurrido en un pasado remoto. Es posible que empezara a intuirlo ya. La lengua. El ceceo. Le pedí a una mujer, una enferma mental de Bergen, que buscase información sobre Sigurd Altman. Le llevó unos treinta segundos encontrar el cambio de nombre en el registro civil y relacionar el nombre antiguo con la condena por agresión de Tony Leike.
Un cigarrillo salió despedido por la ventanilla del Cherokee y fue dejando una estela de chispas por el aire.
—Así que no quedaba más que la cuestión de la línea temporal —dijo Harry—. Comprobamos el horario de turnos del Rikshospitalet. A primera vista, te proporciona coartada para los dos primeros asesinatos. Tenías guardia cuando mataron a Marit Olsen y a Borgny Stem-Myhre. Pero los dos asesinatos tuvieron lugar en Oslo, y nadie en todo el hospital recuerda haberte visto en las horas en cuestión. Y dado que te mueves entre varias secciones, nadie te echa en falta si no te ve durante unas horas. O mucho me equivoco, o me vas a decir que pasas gran parte de tu tiempo libre solo. Y en casa.
Sigurd Altman se encogió de hombros.
—Seguramente.
—Pues ahí lo tenemos —concluyó Harry con una palmada.
—Espera un poco —dijo Altman—. La historia que acabas de contar es pura ficción. No hay una sola prueba consistente.
—Ah, sí, se me había olvidado —dijo Harry—. ¿Recuerdas las fotos que te he enseñado antes? ¿Las que te di para que les echaras un vistazo y que te parecieron un poco pegajosas?
—¿Qué pasa con ellas?
—Pues que al tocarlas quedan unas huellas dactilares estupendas. Y las tuyas coinciden con las que encontramos en el escritorio de la casa de Tony Leike.
La expresión de Sigurd Altman fue cambiando lentamente a medida que empezaba a comprender.
—¿Me las enseñaste solo para… para que las tocara?
Altman miró a Harry como petrificado unos segundos. Luego se tapó la cara con las manos. Y de ellas surgió un sonido. Risa.
—Habías pensado en casi todo —dijo Harry—. ¿Cómo es que no se te ocurrió buscarte algo parecido a una coartada?
—No se me pasó por la cabeza que fuera a necesitarla —rió Altman—. Y además, la habrías descubierto, ¿verdad, Harry?
Tenía la mirada llorosa detrás de las gafas, pero no triste. Resignación. Harry lo había visto en otras ocasiones. El alivio de verse descubierto. De poder contarlo todo por fin.
—Seguramente —dijo Harry—. Bueno, de forma oficial no he sido yo quien ha descubierto el asunto. Sino el hombre que está sentado en ese coche. Por eso te va a detener él.
Sigurd se quitó las gafas y se secó las lágrimas provocadas por la risa.
—Vamos, que me has mentido cuando has dicho que me necesitabas para comprobar la ketamina, ¿no?
—Sí, pero no te he mentido al decir que formarás parte de la historia del crimen de Noruega.
Harry le hizo una señal a Bjørn, que lanzó unos destellos con los faros.
Un hombre salió del Cherokee.
—Un viejo conocido tuyo —dijo Harry—. O, al menos, de su hija.
El hombre se les acercó caminando con las piernas un tanto arqueadas, se subió los pantalones tirando del cinturón. Como el viejo policía que era.
—Hay una última cosa que me gustaría saber —dijo Harry—. El Muñeco de Nieve dijo que el asesino quería acercárseme a hurtadillas, inadvertido, quizá mientras me encuentra débil. ¿Cómo lo hiciste?
Sigurd se puso las gafas.
—Todos los pacientes que ingresan en el hospital tienen que indicar el nombre del pariente más cercano. Supongo que tu padre dio el tuyo, porque una de las enfermeras comentó en el comedor que habían ingresado en su sección al padre del mismísimo Harry Hole, el policía que había atrapado al Muñeco de Nieve. Di por hecho que habían involucrado en el caso a alguien con tu fama. En realidad, yo trabajaba entonces en otra sección, pero le pedí al jefe de servicio que me permitiera incluir a tu padre en un proyecto de anestesia sobre el que estaba escribiendo. Le dije que encajaba perfectamente en el grupo. Pensé que, si te conocía a través de él, sabría cómo se iba desarrollando el caso.
—Quieres decir que podrías estar cerca. Ir tomándole el pulso al caso y confirmar tu superioridad.
—Cuando por fin apareciste, tuve que contenerme para no preguntarte directamente por la investigación. —Sigurd Altman respiró hondo—. No podía despertar sospechas. Tenía que ser paciente, esperar hasta haberme ganado tu confianza.
—Y lo conseguiste.
Sigurd Altman asintió despacio.
—Gracias, me gusta pensar que soy una persona que inspira confianza. Por lo demás, la habitación de la fábrica Kadok era para mí la sala de recortes. Cuando entrasteis, perdí la razón por completo. Era mi hogar. Estaba tan furioso que casi le apago el respirador a tu padre, Harry. Pero no lo hice. Solo quería que lo supieras.
Harry no dijo nada.
—Tan solo tengo una duda —dijo Sigurd—. ¿Cómo averiguasteis lo de la cabaña turística cerrada?
Harry se encogió de hombros.
—Por casualidad. Un colega y yo tuvimos que entrar. Parecía que hubiera habido allí alguien recientemente. Y en la chimenea vi restos de lo que yo pensé que era tocino quemado. Me llevó un rato relacionarlo con el brazo que sobresalía de debajo de la motonieve. Parecía una salchicha requemada. El inspector de la zona ha estado en la cabaña, ha reunido los restos y los ha enviado para que analicen el ADN. Tendremos la respuesta dentro de unos días. Tony conservaba allí objetos personales. Por ejemplo, encontré una fotografía familiar en un cajón. Tony de niño. No te molestaste mucho en eliminar el rastro de tu paso por allí, Sigurd.
El policía se detuvo ante la ventanilla del conductor, y Bjørn la bajó. Se agachó y observó a Sigurd Altman.
—Hola, Ole —dijo el comisario Skai—. Estás detenido por el asesinato de un motón de gente cuyos nombres debería decir, pero ya lo haremos luego. Antes de que rodee el coche y abra la puerta, quiero que pongas las manos en el salpicadero para que pueda verlas. Te voy a poner unas esposas, y te llevaré a una celda estupenda que acaban de limpiar. Mi mujer ha hecho hamburguesitas con col en salsa blanca, creo que te gustaba. ¿Te parece bien, Ole?