Detención
Eran las seis y cinco cuando el Volvo Amazon de Bjørn Holm se detuvo ante la parada del tranvía del Rikshospitalet. Sigurd Altman estaba esperando con las manos en los bolsillos de la trenca. Desde el asiento trasero, Harry le indicó que se sentara delante. Sigurd y Bjørn se presentaron y luego tomaron Ringveien y continuaron hacia el este en dirección al cruce de Sinsen.
Harry se inclinó entre los dos asientos.
—Fue como uno de esos experimentos que hacíamos en el colegio. En realidad, tienes todos los ingredientes necesarios para que se produzca una reacción, pero te falta el catalizador, el componente externo, la chispa que pone en marcha el proceso. Tenía la información, solo necesitaba algo que me permitiera relacionarla de la forma adecuada. Mi catalizador ha sido un hombre enfermo, un asesino llamado el Muñeco de Nieve. Y una botella en el estante de un bar. ¿Te importa que me fume un cigarro?
Silencio.
—Vale, o sea…
Cruzaron el túnel de Bryn, en dirección al cruce de Ryen y Manglerud.
Truls Berntsen estaba en el viejo solar desierto mirando hacia arriba, hacia la casa de Bellman.
Resultaba extraño que él, que tantas veces había comido, jugado y dormido allí cuando eran pequeños, no hubiese vuelto a entrar ni una sola vez desde que Bellman y Ulla se quedaron con la casa.
La razón era muy sencilla: nunca lo habían invitado.
En ocasiones iba allí a observar la casa en la oscuridad de la noche para atisbarla de lejos. A ella, la inalcanzable, aquella que nadie podía tener. Nadie, salvo él, el príncipe Mikael. A veces se preguntaba si Mikael lo sabía. Si lo sabía, y por eso no lo invitaban. ¿O era ella la que lo sabía? Y era ella la que le daba a entender que con ese tal Beavis al que conocía desde niño no tenían por qué relacionarse fuera del trabajo. Por lo menos ahora, que por fin había despegado en su carrera y era más importante moverse en los círculos sociales adecuados, relacionarse con la gente adecuada, enviar las señales adecuadas. Ya no era sensato, desde el punto de vista táctico, rodearse de fantasmas de un pasado de recuerdos que interesaba dejar en el olvido.
Claro, lo comprendía. Pero no comprendía por qué ella no comprendía que él jamás haría nada que pudiera perjudicarle. Al contrario, ¿no había dedicado todos aquellos años a protegerlos a ella y a Mikael? Pues claro. Él vigilaba, estaba ahí, se encargaba de recoger la basura. Se preocupaba por su felicidad. Así era su amor.
Esa noche se veía luz en las ventanas. ¿Tendrían invitados? ¿Estarían comiendo y riendo, bebiendo vinos que jamás habían tenido en el Monopolet de Manglerud, y hablando como hablaban ahora? ¿Le brillarían a ella al sonreír aquellos ojos tan bonitos que te herían cuando te miraban? ¿Le prestaría más atención si tuviera dinero, si fuera rico? ¿Sería eso? ¿Así de sencillo?
Se quedó allí abajo, en el fondo del hoyo del solar. Luego, echó a andar camino a casa.
El Amazon de Bjørn Holm se ladeaba majestuoso por la rotonda de Ryen.
Un letrero indicaba la salida de Manglerud.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sigurd Altman, apoyándose en la puerta.
—Vamos a donde dijo el Muñeco de Nieve que debíamos ir: al pasado remoto.
Dejaron atrás la salida.
—Aquí —dijo Harry, y Bjørn giró.
—¿La E6?
—Pues sí, vamos hacia el este. En dirección a Lyseren. ¿Conoces la zona, Sigurd?
—Es bonito aquello, sí, pero ¿qué…?
—Allí es donde empieza la historia —dijo Harry—. Hace muchos años, delante de un local de baile. Tony Leike, el dueño del dedo que te he mostrado antes, está en el lindero del bosque besándose con Mia, la hija del comisario Skai. Ole, que está enamorado de Mia, ha salido a buscarla y los sorprende. Furioso y destrozado, se abalanza sobre el intruso, Tony, el robacorazones. Pero de repente, este muestra otra faceta. Desaparece la sonrisa del conquistador que a todos cae bien. Y queda el depredador. Y, como todo depredador que se siente amenazado, ataca con una furia y una brutalidad que paralizan tanto a Ole como a Mia y a todos los que se acercan. Cegado por una bruma de sangre, saca una navaja y, antes de que Ole pueda apartarlo, le corta la lengua por la mitad. Y aunque Ole es inocente, la vergüenza recae sobre él. La vergüenza de que su amor no correspondido se haya visto descubierto a los ojos de todos, de la humillación en el juego ritual del emparejamiento de los pueblos noruegos y de que la mudez sea por siempre testimonio de su derrota. Así que huye, se muda a otro lugar. ¿Me sigues?
Altman asintió.
—Pasan los años. Ole se ha instalado en otro lugar, tiene un trabajo donde lo aprecian y lo respetan por lo eficaz que es. Tiene amigos, no muchos, pero suficientes, lo más importante es que ninguno conoce su pasado. En su vida solo falta una mujer. Ha conocido a algunas, a través de páginas de internet, anuncios de contactos personales, rara vez en un bar. Pero apenas duran. No porque no le funcione bien la lengua, sino porque lleva consigo la derrota como una mochila llena de mierda. De frases manidas con las que se minusvalora, de rechazos a los que se anticipa y de desconfianza de las mujeres que se comportan como si de verdad les interesara. Lo de siempre. El hedor a derrota del que todos huyen. Hasta que un día pasa algo. Conoce a una mujer que no se va corriendo, que no es la primera vez que sale de noche en invierno; que incluso le permite poner en práctica sus fantasías sexuales, y mantienen relaciones en una fábrica abandonada. Él la invita a esquiar en la montaña, como primera señal de que va en serio. La mujer se llama Adele Vetlesen, y lo acompaña con cierta reserva.
Bjørn giró a la altura de Grønmo, donde el humo de los incineradores de basura ascendía por los aires.
—Dan una vuelta esquiando por la montaña. Quizá. O quizá Adele se aburre, es un espíritu inquieto. Llegan a la cabaña Håvass, donde ya hay otras cinco personas. Marit Olsen, Elias Skog, Borgny Stem-Myhre, Charlotte Lolles e Iska Peller, que está enferma con fiebre durmiendo en la habitación. Después de la cena, encienden la chimenea y alguien abre una botella de vino, mientras que otros se van a dormir. Como Charlotte Lolles. Y Ole, que está en su habitación, en el saco de dormir, esperando a su Adele. Pero Adele prefiere estar despierta. Puede que por fin haya empezado a olfatear el hedor. Pero entonces ocurre algo. Al caer la noche, llega la última persona. Se oyen muy bien los ruidos, Ole oye la voz de otro hombre en la cabaña. Se queda petrificado. Es la voz de su peor pesadilla, la de sus mejores fantasías de venganza. Pero no puede ser él, no puede ser. Ole aguza el oído. La voz habla con Marit Olsen. Un rato. Luego, habla con Adele. La oye reír. Pero al cabo de unos minutos, empiezan a hablar más bajo. Oye que los demás se acuestan en la habitación contigua. Pero no Adele. Y tampoco el hombre de la voz que tan bien conoce. Luego, no se oye nada más. Hasta que le llega el ruido de fuera. Se acerca sigilosamente a la ventana, los ve, ve la cara de placer de Adele, reconoce sus gemidos. Y sabe que está sucediendo lo imposible: la historia se repite. Porque ha reconocido al hombre que está detrás de Adele, que está a punto de poseerla. Es él. Tony Leike.
Bjørn Holm subió la calefacción. Harry se retrepó en el asiento.
—Cuando los demás se levantan al día siguiente, Tony se ha marchado. Ole disimula, porque ahora es más fuerte, se ha endurecido después de tantos años de odio. Sabe que los demás han visto a Adele y a Tony, que han visto su humillación, exactamente igual que aquella vez. Pero está tranquilo. Sabe lo que tiene que hacer. Puede que haya estado deseándolo, el último empujón, la caída libre. Un par de días después, ya tiene un plan. Vuelve a la cabaña Håvass, puede que alguien lo llevara en motonieve, y arranca la hoja del libro de visitas con los nombres. Porque esta vez no será él quien huya de los testigos, sino ellos quienes sufran. Y Tony, el que más. Soportará toda la vergüenza que Ole había tenido que soportar, arrastraría su nombre por el fango, destruiría su vida, sería víctima del mismo Dios injusto que permite que le corten la lengua a un enamorado que sufre.
Sigurd Altman bajó un poco la ventanilla, y un silbido suave llenó el coche.
—Lo primero que tuvo que hacer Ole fue buscarse una habitación, un cuartel general donde trabajar en paz, sin miedo a que lo descubrieran. ¿Y qué lugar mejor que la fábrica abandonada donde una noche vivió el instante más feliz de su vida? Así empieza a trazar el mapa de las víctimas y a planificarlo todo minuciosamente. Como es lógico, tenía que matar primero a Adele Vetlesen, dado que es la única de la cabaña que conoce su verdadera identidad. Los nombres que se hubieran dicho al presentarse esa noche se olvidaban enseguida, y no había copia de la página del libro de visitas. ¿Seguro que no queréis un cigarro, chicos?
Ninguno dijo nada. Harry suspiró.
—Así que se las arregla para quedar con ella otra vez, va a recogerla en el coche, que antes ha forrado de plástico. Van a un lugar apartado, quizá la fábrica Kadok. Allí saca una navaja grande con la empuñadura amarilla. La obliga a escribir una tarjeta que él le va dictando, y a que la remita a su compañero de piso de Drammen. Luego, la mata. ¿Bjørn?
Bjørn Holm carraspeó un poco y aminoró la velocidad.
—Según la autopsia, le perforó la arteria.
—Sale del coche. Le saca una instantánea en el asiento del copiloto con el cuchillo en la garganta. La fotografía. La confirmación de la venganza, del triunfo. Es la primera foto que cuelga en la pared de la habitación de la fábrica Kadok.
Un coche avanzaba por la carretera dando bandazos, pero al final consiguió mantenerse en su carril y les pitó al pasar.
—Puede que fuera fácil matarla, puede que no. En todo caso, sabe que esa es la víctima más complicada. No se habían visto muchas veces, pero es imposible saber con certeza cuánto le contó de él a su amigo. Lo único que sabe es que, si la encuentran muerta y la relacionan con él, el amante despechado será el primer sospechoso de la policía. Si es que la encuentran. Si, por el contrario, desaparece, por ejemplo durante un viaje a África, estará seguro.
»Así que Ole hunde el cadáver en un lugar que conoce bien y que sabe lo bastante profundo, un lugar que, además, la gente rehúye: el de la novia que aparece en la ventana. La cordelería de Lyseren. Luego viaja a Leipzig y paga a la prostituta Juliana Verni para que vaya a Ruanda con la postal de Adele, se aloje en un hotel, con el nombre de Adele Vetlesen, y la envíe desde allí. Además, tiene que hacer una compra en el Congo. Un arma mortal. La manzana de Leopoldo. Esa arma tan singular no es, naturalmente, una elección fortuita, tiene que desviar la atención hacia el Congo y contribuir a que la policía sospeche de Tony Leike, conocido por sus continuos viajes a ese país. Cuando Juliana vuelve a Leipzig, Ole le paga. Y quizá entonces, al ver cómo Juliana tiembla llorando con la manzana de la tortura en la boca, empieza a sentir la felicidad, la embriaguez del sadismo, un placer casi sexual que ha desarrollado y alimentado a lo largo de años de soñar despierto y solo con la venganza. Después, la arroja al río, pero el cadáver sale a la superficie.
Harry respiró hondo. La carretera había empezado a estrecharse, y el bosque estaba más cerca y los flanqueaba por ambos lados.
—Las semanas siguientes asesina a Borgny Stem-Myhre y a Charlotte Lolles. A diferencia de lo que hizo con Adele y Juliana, no trata de esconder los cadáveres, al contrario. Aun así, la investigación policial no conduce a Tony Leike, tal y como Ole esperaba. Así que tiene que seguir matando, seguir dando pistas, presionarlos. Asesina a la diputada Marit Olsen, la expone en la piscina de Frognerbadet. Ahí debería empezar la policía a ver el vínculo entre las mujeres y encontrar al hombre de la manzana de Leopoldo, ¿no? Pero no es así. Y comprende que tiene que intervenir, echar una mano, probar suerte. Vigila la casa de Tony en Holmenveien hasta que lo ve salir. Luego, entra por el sótano, sube al salón y llama a la siguiente víctima, Elias Skog, desde el teléfono que Tony tiene en el escritorio. Al salir, se lleva una bicicleta para camuflar la operación como un robo corriente. No le preocupa dejar huellas en la sala de estar, Ole sabe que la policía no investiga un robo normal en un sótano. Luego, en el culmen del sadismo, va a Stavanger. Mata a Elias pegándolo al fondo de la bañera y dejando el grifo abierto. ¡Eh, una gasolinera! ¿No tenéis hambre?
Bjørn ni siquiera redujo la velocidad.
—Vale. Bueno, entonces ocurre algo. Ole recibe una carta. De un chantajista. Le dice que sabe que es un asesino, que quiere dinero porque, si no, vendrá el señor policía. Lo primero que se le ocurre es que debe tratarse de alguien que estuviera en la cabaña Håvass. Es decir, alguno de los dos supervivientes, Iska Peller o Tony Leike. A Iska Peller la descarta enseguida. Es australiana, había vuelto a su país y no es verosímil que escriba en noruego. Tony Leike, ¡qué ironía! No llegaron a verse en la cabaña, pero Adele pudo haberle mencionado el nombre de Ole mientras se enrollaban. O Tony pudo ver el nombre de Ole en el libro de visitas. Sea como sea, Tony debió de comprender la relación al ver los asesinatos en los periódicos. Además, el intento de chantaje encaja bien con lo que dice la prensa financiera: que Tony necesita dinero desesperadamente para su proyecto en el Congo. Ole toma una decisión. Aunque habría preferido que Tony tuviera que vivir con la vergüenza, tiene que optar por la otra solución antes de que las cosas se descontrolen. Tony tiene que morir. Lo acecha. Lo sigue en el tren que se dirige a donde va siempre en busca de refugio, a Ustaoset. Sigue las huellas de su motonieve, que lo llevan a una cabaña turística cerrada que se encuentra entre precipicios y barrancos. Y allí lo atrapa. Y Tony reconoce al espectro: el chico del baile al que le cortó la lengua. Y sabe con certeza lo que le espera. Y Ole se cobra su venganza. Tortura a Tony. Lo quema. Quizá para obligarlo a revelar el nombre de un posible compinche en el tema del chantaje. Quizá solo por placer.
Altman subió otra vez la ventanilla a toda prisa.
—Hace frío —dijo escuetamente.
—Mientras ocurre todo esto, se difunde la noticia de que Iska Peller está en la cabaña Håvass. Ole comprende que puede que esté cerca la solución definitiva, pero, al mismo tiempo, se huele que es una trampa. Se acuerda de la montaña de nieve que hay sobre la cabaña, que la gente de la zona decía que era peligrosa. Y toma una decisión. Tal vez se lleve a Tony para que le sirva de guía, se dirige a la cabaña, dinamita la montaña nevada. Luego vuelve en la motonieve, arroja a Tony, vivo o muerto, por un precipicio y lanza también la motonieve. Si, contra todo pronóstico, alguien encuentra el cadáver, parecerá un accidente. Quizá un hombre que se quemó y se salió del camino cuando iba en busca de ayuda.
El paisaje se abrió. Pasaron junto a un lago en el que se reflejaba la luna.
—Ole triunfa, ha ganado. Ha engañado a todo el mundo, los ha engañado por completo. Y empieza a tomarle el gusto al juego, la sensación de ser el director del drama, de que todos sigan sus indicaciones. Y el maestro que ha enlazado ocho destinos individuales en una gran pieza trágica decide ofrecernos un gesto de despedida. Ofrecerme a mí un gesto de despedida.
Casas, una gasolinera y un centro comercial. Tomaron a la izquierda en una rotonda.
—Ole le ha cortado a Tony el dedo corazón izquierdo. Y tiene su teléfono. Fue el que utilizó para llamarme desde el centro de Ustaoset. Mi número no figura en ninguna parte, pero Tony lo había guardado en la memoria entre sus contactos del móvil. Ole no dejó ningún mensaje, seguramente solo fue una ocurrencia chistosa.
—O para despistar —dijo Bjørn Holm.
—O para dejar clara su superioridad —señaló Harry—. Como cuando nos saca el dedo, literalmente, dejando el dedo de Tony delante de la puerta de mi despacho en la comisaría, delante de nuestras narices. Sencillamente, porque puede. Es el Caballero, ha resurgido de la vergüenza, ha contraatacado, se ha vengado de todos aquellos que se burlaron de él y de quienes los representan. Los testigos. La puta. Y el ladrón de coños. Y, de repente, ocurre otra vez algo inesperado. Se descubre el cuartel general de la fábrica de Kadok. Cierto que la policía aún no tiene ninguna pista que lleve hasta Ole, pero empiezan a acercarse peligrosamente. Así que Ole se presenta ante su jefe y le dice que piensa tomarse las vacaciones y todos los días por horas extra que tiene acumulados. Que va a ausentarse bastante tiempo. Por cierto, su vuelo sale pasado mañana.
—A las veintiuna horas, rumbo a Bangkok vía Estocolmo —dijo Bjørn Holm.
—Hay muchos detalles en esta historia que son suposiciones, pero ese, precisamente, no lo es. Nos estamos acercando. Es aquí.
Bjørn dejó la carretera y giró hasta la explanada de grava que había delante de la casa de madera pintada de rojo. Se detuvo y paró el motor.
No había luz en las ventanas, pero en la pared de la primera planta había unos letreros en los que se veía que una parte de la casa fue una tienda en su día. Al otro lado de la explanada, a unos cincuenta metros de donde se encontraban ellos y debajo de una farola, había un Jeep Cherokee de color verde.
Todo estaba en calma. Ni el menor ruido, ni la menor brisa, el tiempo se había detenido. Por encima de la ventanilla del Cherokee, en el lado del conductor, el humo de un cigarro ascendía hacia la luz de la farola.
—El lugar donde todo empezó —dijo Harry—. El local de baile.
—¿Quién es? —preguntó Altman señalando el Cherokee.
—¿No lo reconoces? —Harry sacó el paquete de tabaco, se puso un cigarrillo en los labios y miró ansioso el humo del tabaco—. Bueno, la luz de la farola puede despistar, claro. Las antiguas dan una luz amarilla, y un coche azul puede parecer verde.
—Yo he visto esa película —dijo Altman—. En el valle de Elah.
—Ya. Buena película. Casi tanto como si fuera de Altman.
—Casi.
—De Sigurd Altman.
Sigurd no respondió.
—Bueno —dijo Harry—. ¿Estás satisfecho? ¿Ha resultado la obra maestra que tenías pensada, Sigurd? ¿O debería llamarte Ole Sigurd?