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Boy

Los dos hombres se encontraban en un pequeño prado sin hierba, entre la iglesia de Manglerud y la autopista.

—Lo llamábamos terrón o pipa de tierra —dijo el hombre de la cazadora motera, y se apartó a un lado los largos mechones de pelo—. Nos pasábamos los veranos aquí tumbados fumándonos todo lo que pillábamos. A cincuenta metros de la comisaría. —Sonrió maliciosamente—. Éramos Ulla, Te-Ve, su novia y yo y otros cuantos. Qué tiempos aquellos…

Roger Gjendem escribía mientras el hombre se recreaba con mirada soñadora.

No le había sido fácil encontrar a Julle, pero al final consiguió dar con él en un club de moteros de Alnabru, donde resultó que comía, dormía y pasaba sus días como un hombre libre, que no se movía más allá del supermercado Prix para comprar snus y pan. Gjendem ya había visto antes cómo la cárcel hacía a las personas dependientes de un entorno conocido, unas rutinas, seguridad. Pero, curiosamente, Julle había accedido enseguida a hablar del pasado. La palabra clave fue «Bellman».

—Ulla era mi novia y era la hostia, porque en Manglerud todos estaban enamorados de Ulla. —Julle asintió como para mostrar su acuerdo consigo mismo—. Pero nadie de una forma tan rara como él.

—¿Como Mikael Bellman?

Julle negó con vehemencia.

—El otro. Su sombra. Beavis.

—¿Qué pasó?

Julle no lo sabía. Roger se había fijado en las costras de sus heridas. Un ave migratoria de presidio que va y viene entre las drogas en libertad y las drogas en la prisión.

—Mikael Bellman se chivó del robo de la gasolina, yo estaba en libertad condicional por un poco de hachís y tuve que ir al trullo. Oí contar que habían visto juntos a Bellman y Ulla. En fin, que, cuando salí, quería ir a buscarla, pero resultó que el tal Beavis me estaba esperando. Y por poco me mata. Me dijo que Ulla era suya. Y de Mikael. Desde luego, mía no. Y que si me acercaba a ella… —Julle se pasó el dedo índice por la garganta delgada y salpicada de una barba dura y gris—. Bastante increíble. Y siniestro. Claro, coño, luego nadie me creía cuando les dije que el tal Beavis estuvo a esto de machacarme. Ese cretino baboso que no hace más que eso, babear detrás de Bellman, vamos.

—Pero antes has dicho algo de una partida de heroína, ¿no? —dijo Roger.

Cuando entrevistaba a gente del mundo de la droga, siempre procuraba utilizar palabras precisas que no pudieran malinterpretarse, porque la jerga cambiaba muy rápido y significaba una cosa en cada sitio. Por ejemplo, smack podía ser cocaína en Hovseter, heroína en Hellerud y, en Abildsø, cualquier mercancía que te diera un subidón.

—Ulla y yo, Te-Ve y su chica estuvimos de viaje en moto por Europa el mismo verano que me encerraron. Pillamos medio kilo de boy en Copenhague. A los moteros como yo y Te-Ve nos cacheaban en todas las fronteras, pero mandábamos solas a las chicas. Joder, qué hermosas iban con su vestido de verano, el azul en los ojos y cada una con un cuarto de kilo en el coño. Se lo vendimos casi todo a un camello de Tveita.

—Qué sinceridad la tuya —dijo Roger sin dejar de escribir, puso «coño» entre corchetes para buscar luego un circunloquio y añadió boy a la larga lista de sinónimos de heroína.

—Esto ya es antiguo, así que no pueden hacer nada. La cuestión es que al camello de Tveita lo pillaron. Y le ofrecieron una reducción de la condena si les daba el nombre de quien estuviera detrás. Cosa que aquella rata hizo, naturalmente.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Que cómo? El tío me lo contó unos años después, cuando coincidimos en el trullo en Ullersmo. Que había dado los nombres y la puta dirección de nosotros cuatro, Ulla incluida. Solo faltaban los números de identidad. Y que tuvimos mucha suerte de que se archivara el caso.

Roger escribía febrilmente.

—Y adivina quién se encargaba de ese caso en la comisaría de Stovner, ¿eh? ¿Quién interrogó al tío? ¿Quién se supone que propuso que abandonaran el caso, que lo quitaran del montón, que lo archivaran? ¿Quién le salvó el pellejo a Ulla?

—Estoy deseando que me lo digas, Julle.

—De mil amores. Fue el ladrón de coños, Mikael Bellman.

—Una pregunta más —dijo Roger, que sabía que había llegado al punto crítico. Si la historia podía verificarse. Si la fuente podía contrastarse—. ¿Tienes el nombre del camello? Quiero decir, ya no tiene nada que perder y, de todos modos, no daremos su nombre.

—¿Quieres decir que si quiero chivarme de él? —Julle se echó a reír—. Puedes jurar que sí.

Le deletreó el nombre, y Roger pasó la hoja y lo anotó con mayúsculas mientras notaba que se le tensaban los labios. Que estaba sonriendo. Se contuvo y dejó de sonreír. Pero sabía que aquel buen sabor iba a durarle mucho tiempo. El dulce sabor de la primicia.

—Bueno, pues muchas gracias —dijo Roger.

—No, te las doy yo —dijo Julle—. Tú procura aplastar a Bellman y estaremos en paz.

—Ah, por cierto, solo por curiosidad. ¿Por qué crees que el camello te contó que se había chivado?

—Porque tenía miedo.

—¿Miedo? ¿De qué?

—Porque sabía demasiado. Quería que otros conocieran la historia, por si el poli cumplía su amenaza.

—¿Dices que Bellman amenazó al camello?

—No, Bellman no, su sombra. Dijo que si volvía a mencionar el nombre de Ulla, le metería algo que le cerraría la boca. Para siempre.