70

Ángulo muerto

Harry recorrió el pasillo del hospital con un funcionario vestido de civil. Dos pasos por delante de ellos iba la médica. Había informado a Harry del estado del hombre, lo había preparado para lo que iba a encontrarse.

Llegaron a una puerta, que abrió el funcionario. Al otro lado seguía el pasillo unos metros más. Había tres puertas en la pared de la izquierda. Delante de una de ellas hacía guardia un vigilante de prisiones uniformado.

—¿Está despierto? —preguntó la médica, mientras el funcionario uniformado cacheaba a Harry.

El funcionario asintió, dejó el contenido de los bolsillos de Harry en la mesa, abrió la puerta y se apartó a un lado.

La médica le indicó a Harry que esperase fuera y entró junto con el funcionario uniformado. Poco después, salió al pasillo.

—Quince minutos como máximo —dijo—. Está mejorando, pero aún se encuentra débil.

Harry asintió. Respiró. Y entró.

Se detuvo al cruzar el umbral y notó cómo se cerraba la puerta a su espalda. Las cortinas estaban echadas y la habitación a oscuras, a no ser por una lamparita que había encendida sobre la cama. La luz daba sobre una figura que estaba sentada en la cama, con la cabeza inclinada y el pelo largo cayéndole a ambos lados.

—Acércate, Harry.

Le había cambiado la voz, sonaba como el chirrido de unas bisagras sin engrasar. Pero Harry la reconoció, y notó el frío que le recorrió todo el cuerpo.

Se acercó a la cama y se sentó en la silla. El hombre levantó la cabeza. Y a Harry se le cortó la respiración.

Parecía que le hubieran vertido cera líquida en la cara. Se le había puesto rígida como una máscara que le estuviera pequeña, que tiraba hacia atrás de la piel de la frente y la barbilla y convertía la boca en un agujero sin labios en un paisaje informe de tejido duro como la piedra.

La risa sonó como dos resoplidos breves.

—¿No me reconoces, Harry?

—Reconozco los ojos —dijo Harry—. Es suficiente. Eres tú.

—¿Alguna novedad de… —la boca de carpa parecía querer formar una sonrisa—… nuestra Rakel?

Harry se había hecho a la idea, se había preparado para aquello como un boxeador se prepara para el dolor. Aun así, el sonido de su nombre en la boca de él lo movió a cerrar los puños.

—Has accedido a hablar de un hombre. Uno que, según creemos, es como tú.

—¿Como yo? Espero que sea más guapo. —Dos nuevos resoplidos breves—. Es raro, nunca he sido un hombre vanidoso, Harry, creía que lo peor de esta enfermedad sería el dolor. Pero ¿sabes qué es? La decadencia. Mirarse al espejo, ver crecer a este monstruo. Aquí todavía me dejan que vaya solo al baño, pero evito el espejo. Lo cierto es que era un hombre guapo.

—¿Has leído lo que te mandé?

—Tuve que leerlo a escondidas. El Doctor Dolittle no quiere que me canse. Infecciones. Inflamaciones. Fiebre. Se interesa de verdad por mi salud, Harry. Muy extraño, teniendo en cuenta lo que hice, ¿no? Personalmente, a mí lo que me interesa es morir. En eso envidio a los que…, pero tú me lo impediste, Harry.

—La muerte habría sido un castigo demasiado blando.

Era como si al hombre que estaba en la cama se le hubiera encendido algo en la mirada, y apareció una luz blanca y fría en las estrías de los ojos.

—Al menos he conseguido un nombre y un lugar en los libros de historia. La gente quiere leer cosas sobre el Muñeco de Nieve. Algunos quieren imitarme y llevar a término mis ideas. ¿Qué has ganado tú, Harry? Nada. Al contrario, perdiste lo poco que tenías.

—Cierto —dijo Harry—. Has ganado tú.

—¿Echas en falta el dedo corazón?

—Bueno, lo echo en falta en estos momentos.

Harry levantó la vista y lo miró a los ojos. Le sostuvo la mirada. Hasta que se abrió la boca de carpa. La risa sonó como una pistola con silenciador.

—Por lo menos no has perdido el sentido del humor, Harry. Supongo que eres consciente de que te voy a pedir algo a cambio, ¿verdad?

No cure, no pay. Pero, bueno, cuéntame.

El hombre se volvió dificultosamente hacia la mesilla de noche, se llevó el vaso de agua hasta la abertura de la boca. Harry observó la mano que sostenía el vaso. Parecía la pata blanquecina de un pájaro. Bebió, dejó el vaso donde estaba y empezó a hablar. La voz quejumbrosa sonaba ahora más débil, como si surgiera de una radio con las pilas gastadas.

—Yo creo que en mis informes debe de decir algo de «alto riesgo de suicidio», me vigilan como halcones. Te han cacheado antes de entrar, ¿verdad? Por miedo a que me trajeras un cuchillo o algo parecido. Y es que no quiero ver el resto de la degeneración, Harry. Ya he tenido bastante, ¿no te parece?

—No —dijo Harry—. No me lo parece. Elige otra cosa.

—Deberías haber mentido y haber dicho que sí.

—¿Lo habrías preferido?

El hombre hizo un gesto de cansancio con la mano.

—Quiero ver a Rakel.

Harry enarcó las cejas con asombro.

—¿Y eso por qué?

—Quiero decirle una cosa.

—¿El qué?

—Quedará entre ella y yo.

Harry arrastró la silla al levantarse.

—No puede ser.

—Espera, siéntate.

Harry se sentó.

El hombre bajó la vista, tironeando de la sábana.

—No me malinterpretes, de las demás no me arrepiento. Eran unas putas. Pero Rakel era diferente. Ella era… diferente. Eso es lo que quería decirle.

Harry lo miró con escepticismo.

—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó el Muñeco de Nieve—. Di que sí. Miente si hace falta.

—Sí —mintió Harry.

—Mientes mal, Harry. Quiero hablar con ella antes de ayudarte.

—De ninguna manera.

—¿Por qué iba a fiarme de ti?

—Porque no tienes otra opción. Porque los ladrones confían en los ladrones cuando no les queda otro remedio.

—¿Ah, sí?

Harry sonrió.

—Cuando compraba opio en Hong Kong, estuvimos utilizando un tiempo unos servicios para minusválidos en el Landmark, en Des Voeux. Primero entraba yo, dejaba un biberón con dinero bajo la tapa de la cisterna del último cubículo a la derecha. Me daba una vuelta, pasaba un rato viendo relojes falsos y, cuando volvía, allí estaba mi biberón. Siempre con la cantidad exacta de opio. Confianza ciega.

—Has dicho que utilizasteis los servicios «un tiempo».

Harry se encogió de hombros.

—Un buen día, el biberón no estaba. Puede que el camello me engañara; puede que alguien nos viera y se largara con el dinero o con la droga. Nunca hay garantías.

El Muñeco de Nieve se quedó mirando a Harry un buen rato.

Harry iba por el pasillo en compañía de la médica. El funcionario los precedía.

—No has tardado mucho —dijo la médica.

—Ha sido breve —dijo Harry.

Harry cruzó la recepción, salió al aparcamiento y se sentó en el coche. Vio que le temblaba la mano cuando metió la llave en el contacto. Notó la espalda de la camisa empapada de sudor cuando se retrepó en el asiento.

Breve.

«Supongamos que es como yo, Harry. Es una suposición necesaria para que pueda ayudarte. Primero, el móvil. Odio. Un odio ardiente y en ebullición. Es lo que le permite sobrevivir, es su magma interior, lo que lo mantiene caliente. Y, exactamente igual que el magma, el odio es una condición para que él viva, para que no se convierta en un pedazo de hielo. Al mismo tiempo, la presión de ese calor interno lo conducirá implacablemente a la erupción, a que se desencadene lo destructivo. Y cuanto más tiempo pase hasta que eso ocurra tanto mayor será la erupción. Ahora está en plena erupción, muy potente, por cierto. Lo que me dice que debes retrotraerte mucho en el tiempo para encontrar la causa del odio y resolver este misterio. Sin la causa, la acción no tiene ningún sentido. Ese odio lleva forjándose mucho tiempo, pero la causa es sencilla. Pasó algo. Todo depende de ese algo que pasó. Averigua de qué se trata y ya es tuyo.»

¿Por qué habría utilizado metáforas relacionadas con los volcanes, precisamente? Harry iba conduciendo por la pendiente llena de curvas que lo alejaba del hospital de Bærum.

«Ocho asesinatos. Es el dueño, está en la cima. Ha construido un universo en el que todo se acomoda a sus deseos. Es el titiritero que dirige las marionetas, y está jugando con vosotros. Sobre todo contigo, Harry. No es fácil saber por qué te ha elegido a ti, quizá sea una casualidad. Pero, a medida que controla los títeres, va necesitando más emoción. Quiere hablar con ellos, estar cerca de ellos, disfrutar de sus triunfos allí donde más deleite puede obtener, en compañía de aquellos sobre los que triunfa. Pero tiene un buen disfraz. No parece un titiritero, al contrario, puede parecer un súbdito, alguien a quien resulta fácil dirigir, una persona a la que uno subestima, a quien uno no cree capaz de orquestar un drama tan complejo.»

Harry se dirigía al centro por la E18. Había caravana. Se metió en el carril de bus y taxi. Para eso era policía, joder. Y tenía prisa, mucha prisa. Sentía la boca seca, la jauría en plena rebelión.

«Lo tienes muy cerca, Harry, estoy casi seguro; sencillamente, no puede evitarlo. Pero ha entrado desde un ángulo muerto. Ha entrado en tu vida de la forma más fiable, en un momento en que centrabas tu atención en otro punto. O en que te encontrabas débil. Está donde tiene que estar. Un vecino, un amigo, un colega. O alguien que está ahí, sin más, detrás de otro alguien más evidente. Una sombra en la que ni siquiera has reparado más que como un apéndice de ese otro. Piensa en quienes han pasado por tu campo de visión. Porque él ha estado ahí. Ya le has visto la cara. Puede que no haya intercambiado contigo muchas frases pero, si es como yo, no habrá podido evitarlo, Harry. Él ya te ha rozado

Harry aparcó delante del Savoy, entró y se encaminó al bar.

—¿Qué va a tomar?

Harry paseó la mirada por las botellas que llenaban los estantes de cristal detrás del camarero.

Beefeater, Johnnie Walker, Bristol Cream, Absolut, Jim Beam.

Tenía que buscar a un hombre con un odio ardiente. Uno que no permitía que aflorasen otros sentimientos. Alguien con el corazón de acero.

Detuvo la mirada. Y volvió atrás. Se le abrió la boca. Fue como un destello divino. Y todo estaba en ese destello.

La voz resonó lejana.

—Eh, mister.

—Sí.

—¿Se ha decidido?

Harry asintió despacio.

—Sí —dijo—. Sí, estoy decidido.