68

La pesca del lucio

Aquella fue una larga reunión matinal en Kripos.

Bjørn Holm dio cuenta de los resultados de la investigación técnica en Kadok. No habían encontrado trazas de esperma, ni ningún otro rastro físico del autor de los hechos. La habitación que había utilizado estaba, en efecto, carbonizada, y el ordenador se había convertido en un amasijo de metal del que era totalmente imposible obtener datos.

—Lo más probable es que se conectara a la red a través de cualquiera de los servidores no protegidos de la zona, en Nydalen hay muchos.

—Pero tiene que haber dejado algún rastro electrónico, ¿no? —dijo Ærdal, aunque parecía más bien una frase que hubiese oído por ahí que algo que pudiera desarrollar más allá del «digo yo».

—Naturalmente, podemos entrar en alguna de las más de cien redes que existen por esa zona y ponernos a buscar algo que ni siquiera sabemos lo que es —dijo Holm—. Pero no sé cuántas semanas nos llevará. Ni si encontraremos algo.

—Déjamelo a mí —dijo Harry, que ya se había levantado y se dirigía a la puerta mientras marcaba un número—. Conozco a una persona…

Dejó la puerta entreabierta y, mientras esperaba a que respondieran, oyó a uno de los investigadores contar que ninguna de las personas con las que había hablado había visto a nadie entrar o salir de Kadok, pero que no era de extrañar, puesto que el edificio quedaba oculto tras árboles y arbustos y, además, todo estaba muy oscuro en los meses de invierno.

Por fin respondieron a la llamada.

—Aquí la secretaria de Katrine Bratt.

—¿Hola?

—La señorita Bratt está a punto de irse a almorzar.

—Lo siento, Katrine, la comida tendrá que esperar. Oye…

Katrine escuchaba mientras Harry le contaba lo que quería.

—El Caballero tenía en la pared fotografías que seguramente habría sacado de las páginas web de los periódicos. Con el motor de búsqueda podrías entrar en las redes de la zona, comprobar a los usuarios y averiguar quién ha entrado en las páginas de los periódicos que tratan de los asesinatos. Seguro que son muchos…

—Ninguno habrá mirado tanto como él —dijo Katrine—. No tengo más que pedir una lista según la cantidad de descargas.

—Vaya, has aprendido rápido.

—Ya sabes, tengo una curva de aprendizaje pronunciada.

Harry volvió a la sala.

Estaban oyendo el mensaje telefónico que le había dejado Leike. Lo habían enviado a la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología de Trondheim para su análisis; allí habían obtenido buenos resultados con las grabaciones de sonido de robos a bancos, de hecho mejores que con las cámaras de vigilancia, ya que la voz —incluso cuando uno trata de distorsionarla— no puede enmascararse mucho. Pero Bjørn Holm se había enterado de que una mala grabación de un segundo, con un sonido indefinido, una tos o una risa, no tenía ningún valor ni podía usarse para un reconocimiento de voz.

—Joder —dijo Bellman, y dio una palmada en la mesa—. Con un reconocimiento de voz, uno solo, podríamos al menos empezar a descartar del caso a posibles sospechosos.

—¿Qué posibles sospechosos? —murmuró Ærdal.

—La señal del repetidor indica que quien utilizara el teléfono de Leike se encontraba en las proximidades del centro de Ustaoset cuando llamó —dijo Holm—. La señal desapareció poco después, la red del teleoperador solo tiene cobertura en el centro del pueblo. Pero el que la señal desapareciera apoya la teoría de que es el Caballero quien tiene el teléfono.

—¿Por qué?

—Aunque no se use el teléfono, la central del teleoperador capta las señales cada dos horas. El que no hayan captado ninguna señal significa que, antes y después de la llamada, el teléfono se encontraba en la zona desierta de las montañas de Ustaoset. Donde puede que asistiera a avalanchas, torturas y demás.

Nada de risas. Harry constató que la euforia de antes se había esfumado. Se dirigió a su silla.

—Existe la posibilidad de empezar a devanar el ovillo por donde dice Bellman —aseguró en voz baja, consciente de que ya no tendría que esforzarse por captar la atención—. Volvamos por un momento a la casa de Leike y al robo. Supongamos que nuestro asesino entró en casa de Leike para llamar desde allí a Elias Skog. Lo que ocurrió tan solo unos días antes de que detuviéramos a Leike. Y supongamos que nuestros técnicos vestidos de blanco realizaron un trabajo tan minucioso como parecía cuando yo llegué y, con cierta sorpresa… me topé con Holm. —Bjørn Holm ladeó la cabeza y miró a Harry como diciéndole «Ahórrame el chistecito»—. ¿No deberíamos haber encontrado ya entonces en Holmenveien alguna huella que simplemente sea… del Caballero?

El sol iluminó otra vez la sala. Los demás se miraron. Casi avergonzados. Así de sencillo. Así de obvio. Y a ninguno de ellos se le había ocurrido la idea…

—Bueno, ha sido una reunión larga con mucha información nueva —dijo Bellman—. Y el cerebro empieza a trabajar más lento. Pero ¿qué opinas tú, Holm?

Bjørn Holm se dio una palmada en la frente.

—Por supuesto que tenemos todas las huellas. Realizamos una revisión exhaustiva porque creíamos que Leike era el asesino, y su casa una posible escena del crimen. Esperábamos encontrar huellas que coincidieran con alguna de las víctimas.

—¿Tenéis muchas huellas sin identificar? —preguntó Bellman.

—Pues, precisamente —dijo Bjørn Holm, sin dejar de sonreír—. Leike tenía dos mujeres polacas que iban a limpiar una vez por semana. Habían estado allí seis días antes y habían hecho su trabajo a conciencia. Así que solo encontramos huellas de Leike, de Lene Galtung, de las dos mujeres polacas y de un desconocido que, en cualquier caso, no coincide con ninguna de las víctimas. Dejamos de buscar coincidencias cuando Leike presentó su coartada y quedó libre. Sin embargo, no recuerdo dónde encontramos las huellas desconocidas.

—Ah, pero yo sí me acuerdo —dijo Beate Lønn—. Recibí el informe con los bocetos y las fotografías. Las huellas de la mano izquierda de X1 estaban en ese escritorio tan aparente y tan feo. Así. —Beate se levantó y se apoyó en la mano izquierda—. Si no me equivoco, ahí es donde está el teléfono. Así.

Utilizó la mano derecha para hacer como que hablaba por teléfono, utilizando la mano como auricular, con el pulgar en la oreja y el meñique delante de la boca.

—Damas y caballeros —dijo Bellman con una amplia sonrisa—, que me aspen si no tenemos una verdadera pista que seguir. Seguid buscando una coincidencia con X1, Holm. Pero prométeme que no resultará ser el marido de alguna de las polacas que la ha acompañado para llamar gratis a su país, ¿vale?

A la salida de la reunión, el Pelícano se acercó a Harry, apartándose las rastas del nuevo peinado.

—Puede que seas mejor de lo que yo creía, Harry. Pero a la hora de exponer tus teorías, no habría estado mal que dejaras caer algún «Creo yo» aquí y allá.

Sonrió y le dio un empujoncito con la cadera.

A Harry le gustó la sonrisa, lo de la cadera, en cambio… El teléfono empezó a vibrar en el bolsillo. Lo sacó. No era del Rikshospitalet.

—Se hace llamar Nashville —dijo Katrine Bratt.

—¿Como la ciudad de Estados Unidos?

—Exacto. Ha visitado todas las páginas de internet de todos los periódicos más importantes, se lo ha leído todo sobre los asesinatos. La mala noticia es que no tengo nada más que ofrecerte. Resulta que Nashville es un ordenador que solo lleva unos meses activo en la red, y que ha buscado exclusivamente las noticias relacionadas con los asesinatos. Casi como si contara con que lo iban a investigar.

—Sí, parece nuestro hombre —dijo Harry.

—Ajá —dijo Katrine—. Pues tendrás que buscar hombres con sombrero de vaquero.

—¿Cómo?

—Nashville. La meca de la música country y todo eso.

Pausa.

—¿Hola? ¿Harry?

—Sí, sí, estoy aquí. Claro. Gracias, Katrine.

—¿Besos?

—Por todas partes.

—No, gracias.

Y colgaron.

A Harry le habían dado una oficina con vistas al barrio de Bryn, y estaba contemplando la tosca simplicidad de la zona cuando llamaron a la puerta.

Beate Lønn apareció en el umbral.

—Bueno, ¿cómo te sientes durmiendo con el enemigo?

Harry se encogió de hombros.

—Al enemigo lo llamamos el Caballero.

—Bien. Solo quería decirte que hemos comprobado las huellas de la mesa en la base de datos y no está.

—Tampoco creía que estuviera.

—¿Cómo va lo de tu padre?

—Cuestión de días.

—Lo siento.

—Gracias.

Se miraron y Harry pensó de pronto que aquella sería una de las caras que vería en el entierro. Una cara pequeña, pálida, que ya había visto en otros entierros, enrojecida por el llanto, con los ojos grandes y trágicos. Una cara como hecha para los entierros.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Beate.

—En que solo conozco a un asesino que haya matado así —dijo Harry, y volvió a contemplar las vistas.

—Te recuerda al Muñeco de Nieve, ¿no?

Harry asintió despacio.

Beate lanzó un suspiro.

—Prometí que no lo diría, pero me ha llamado Rakel.

Harry clavó la vista en las casas de Helsfyr.

—Me preguntó por ti. Le dije que estabas bien. ¿Hice lo correcto, Harry?

Harry respiró hondo.

—Por supuesto.

Beate se demoró un instante en el umbral. Luego se marchó.

¿Cómo está ella? ¿Cómo está Oleg? ¿Dónde se encuentran? ¿Qué hacen cuando cae la noche, quién se ocupa de ellos, quién los vigila? Harry hundió la cabeza entre los brazos y se tapó los oídos con las manos.

Una persona, una sola sabe cómo piensa el Caballero.

Cayó la noche sin novedad. El Capitán, el recepcionista ansioso de chismorreos, llamó para decir que alguien había llamado preguntando si Iska Peller, la australiana de la que hablaba el Aftenposten, se alojaba allí. Harry le dijo que sería de la prensa, pero, según el Capitán, hasta el último mono del periodismo conocía las reglas del juego y sabía que había que presentarse con el nombre y el medio de comunicación en el que trabajaba. Harry le dio las gracias y estuvo a punto de pedirle al Capitán que volviera a llamarlo si se enteraba de algo más. Antes de caer en la cuenta de lo que podía implicar semejante invitación. Bellman llamó y dijo que había conferencia de prensa, y que si a Harry le apetecía participar, pues…

Harry dijo que no y se dio cuenta de que Bellman respiraba aliviado.

Se puso a tamborilear en la mesa. Cogió el auricular para llamar a Kaja, pero colgó.

Volvió a cogerlo y llamó a varios hoteles del centro. Ninguno de ellos recordaba que los hubieran llamado para preguntar por Iska Peller.

Miró el reloj. Le apetecía una copa. Le apetecía entrar en el despacho de Bellman, preguntarle dónde coño había metido su opio, levantar el puño, ver cómo se encogía…

El único que lo sabe

Se levantó, apartó la silla de una patada, cogió el abrigo y salió rápidamente.

Se dirigió al centro y aparcó de forma más que ilegal delante del Teatro Noruego. Cruzó la calle y entró en la recepción del hotel.

El Capitán se había ganado el sobrenombre cuando trabajaba de vigilante en el mismo hotel. Seguramente, por una combinación del uniforme, de color rojo intenso, y el hecho de que siempre comentaba —y mangoneaba— todo y a todos los que tenía a su alrededor. Además, se consideraba la central de información de cuantas cosas importantes ocurrían en el centro, el hombre que le tenía tomado el pulso a la ciudad, el hombre que sabía cosas. El informante con I mayúscula, una parte impagable de la maquinaria de la policía que garantizaba la seguridad en Oslo.

—En el recoveco más recóndito del cerebro puedo oír una vocecilla muy peculiar —dijo el Capitán, paladeando sus palabras.

Harry vio que el compañero que estaba junto al recepcionista detrás del mostrador hacía un gesto de impaciencia.

—Como amariconada —remató el Capitán.

—¿Clara, quieres decir? —preguntó Harry, y recordó algo que había dicho la amiga de Adele: que la enfriaba el hecho de que su caballero hablara como su compañero de piso, que era homosexual.

—No, más bien así. —El Capitán dobló la muñeca, parpadeó exageradamente e hizo una parodia escandalosa y ridícula de una reinona—: ¡Es que estoy taaaaan enfadado contigo, Søren!

El otro recepcionista, que efectivamente llevaba una chapa en la que se leía el nombre de Søren, soltó una risita.

Harry le dio las gracias y estuvo otra vez a punto de pedirle al Capitán que lo llamase si se producía alguna novedad. Salió a la calle. Encendió un cigarrillo y miró el letrero del hotel. Había algo… En ese momento se percató del coche del servicio municipal de tráfico que estaba detrás del suyo, y del hombre que, con un mono de operario, estaba anotando el número de matrícula.

Harry cruzó la calle y le mostró la identificación.

—Policía de servicio.

—No me sirve, prohibido aparcar es prohibido aparcar —dijo el del mono, y siguió anotando—. Siempre puedes reclamar.

—Ya —dijo Harry—. Sabrás que nosotros también estamos autorizados a poner multas de aparcamiento, ¿verdad?

El hombre lo miró sonriendo con descaro.

—Si crees que dejaría en tus manos que escribieras tu propia multa, estás muy equivocado, compañero.

—Más bien estaba pensando en ese coche.

Harry señaló.

—Ese es mío, y los empleados del servicio municipal de tráfico…

—Prohibido aparcar es prohibido aparcar.

El del mono lo miró disgustado.

Harry se encogió de hombros.

—Siempre puedes reclamar, compañero.

El del mono cerró el cuaderno, se dio media vuelta y volvió a su coche.

Cuando Harry llegó a la calle de Universitetsgata, sonó el teléfono. Era Gunnar Hagen. Harry oyó que al jefe de Delitos Violentos le temblaba la voz, por lo general tan comedida.

—Tienes que venir ahora mismo, Harry.

—¿Qué ha pasado?

—Tú ven. Al túnel.

Harry oyó las voces y vio las luces de los flashes mucho antes de llegar al final del pasillo de cemento. Delante de la puerta de su anterior despacho estaban Gunnar Hagen y Bjørn Holm. Una mujer de la Científica pasaba la brocha por la puerta y el picaporte en busca de huellas dactilares, mientras que alguien con la misma pinta que Holm fotografiaba media huella de un zapato en la esquina, junto a la pared.

—Esa impresión ya tiene tiempo —dijo Harry—. Estaba ahí cuando llegamos. ¿Qué pasa?

El que tenía la misma pinta que Holm miró a su jefe, que le indicó que ya era suficiente.

—Uno de los oficiales de la prisión ha descubierto esto en el suelo, delante de la puerta —dijo Hagen, y le mostró una bolsa de pruebas que contenía un sobre marrón.

A través del plástico, Harry pudo leer su nombre en el sobre. Escrito en una pegatina que habían pegado al sobre.

—El oficial dice que no puede llevar ahí más de dos días, la gente no pasa por el túnel a diario.

—Vamos a medir el nivel de humedad del papel —dijo Bjørn—. Pondremos un sobre como este en el mismo sitio y comprobaremos cuánto tiempo tarda en alcanzar el mismo grado de humedad. Luego, contamos hacia atrás.

—Anda, esto empieza a parecerse a CSI —dijo Harry.

—No es que el momento en que lo dejaron sea de ayuda, necesariamente —dijo Hagen—. No hay ninguna cámara de vigilancia en el camino por el que seguramente llegó y se fue. Que es muy sencillo. Entró en una recepción muy ajetreada, de ahí al ascensor, y luego bajó hasta aquí, donde no hay ninguna puerta cerrada hasta llegar a la prisión.

—No, claro, ¿por qué íbamos a cerrar las puertas aquí? —dijo Harry—. ¿Os importa si me fumo un cigarro?

Nadie respondió, pero las miradas fueron de lo más elocuente. Harry se encogió de hombros.

—Doy por hecho que algún día alguien me contará lo que hay en el sobre —dijo.

Bjørn Holm le enseñó otra bolsa de pruebas.

Resultaba difícil distinguir el contenido con tan poca luz, así que Harry se acercó un poco.

—Joder —exclamó, y retrocedió otra vez.

—El dedo corazón —dijo Hagen.

—Parece como si antes se hubiera fracturado —dijo Bjørn—. Una superficie limpia y lisa, sin restos de piel dañada. Un corte. Con un hacha. O una buena navaja.

En el túnel resonaba el eco de pasos que se acercaban a la carrera.

Harry observaba el dedo. Estaba blanco, sin sangre, pero la punta era de un azul negruzco.

—¿Qué es eso? ¿Le has tomado ya la huella?

—Sí —dijo Bjørn—. Y, con un poco de suerte, la respuesta está en camino.

—Supongo que es de la mano izquierda —dijo Harry.

—Buena observación, así es —dijo Hagen.

—¿No había nada más en el sobre?

—No. Ahora ya sabes tanto como nosotros.

—Puede —dijo Harry, tanteando el paquete de tabaco—. Pero yo sé algo más de ese dedo.

—Sí, nosotros también lo hemos pensado —dijo Hagen, e intercambió una mirada con Bjørn Holm. El sonido de los pasos iba aumentando—. El dedo corazón de la mano izquierda. El mismo que el Muñeco de Nieve te cortó a ti.

—Aquí hay algo —los interrumpió la técnico criminalista.

Todos se volvieron hacia ella.

Estaba en cuclillas y sostenía algo entre el pulgar y el índice. Era de color negro y gris.

—¿No se parece a las piedrecillas que había en el lugar donde encontramos a Borgny?

Harry se acercó un poco.

—Pues sí, piedras de lava.

El que llegó corriendo era un joven que llevaba la identificación policial colgada del bolsillo de la camisa. Se paró delante de Bjørn Holm, apoyó las manos en las rodillas para recobrar el aliento.

—Cuéntanos, Kim Erik —dijo Holm.

—Tenemos una coincidencia —jadeó el muchacho.

—Deja que adivine —dijo Harry, y se puso un cigarrillo en los labios.

Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Tony Leike.

Kim Erik parecía sinceramente decepcionado.

—¿Có… cómo…?

—Vi la mano derecha sobresaliendo de la motonieve, y no le faltaba ningún dedo. Así que tiene que ser de la izquierda. —Harry señaló la bolsa de pruebas—. Y ese dedo no está fracturado, solo torcido. Reumatismo normal y corriente. Hereditario, pero no contagioso.