El Caballero
Eran las ocho menos cuarto y el día aún no había ganado en color y en contrastes. La luz gris de la mañana mostraba una versión del paisaje granulada en blanco y negro cuando Harry aparcó al lado del único coche que había en Vøyentangen y subió al muelle flotante. El comisario Skai estaba en el borde, con una caña de pescar en la mano y un cigarro en los labios. Unos jirones de bruma cubrían aún como algodón las cañas que surgían de la superficie negra y oleosa de las aguas.
—Hole —dijo Skai sin volverse—. Eres madrugador.
—Tu mujer me ha dicho que estabas aquí.
—Todas las mañanas, de siete a ocho. La única oportunidad que tengo de pensar un poco antes de que empiece el trabajo duro.
—¿Pescas algo?
—Nada. Pero hay lucios cerca de aquellas cañas.
—Me suena. Siento que el trabajo duro empiece hoy un poco antes. Es por Tony Leike.
—Sí, Tony. La granja de su abuelo está en Rustad, en la orilla este del Lyseren.
—O sea que te acuerdas de él, ¿no?
—Este es un pueblo pequeño, Hole. Mi padre y el viejo Leike eran amigos, y Tony venía todos los veranos.
—¿Qué recuerdas de él?
—Bah, un tío divertido. Caía bien a muchos. Sobre todo, a las mujeres. Era de un guapo empalagoso, estilo Elvis. Y se las arreglaba para rodearse de la dosis adecuada de misterio. Corría el rumor de que se crió solo con su madre alcohólica y desgraciada hasta que ella lo echó de casa un día porque al hombre con el que estaba no le gustaba el chico. Pero a las mujeres de por aquí les gustaba mucho, y ellas le gustaban a él, aunque eso le trajo bastantes problemas.
—¿Como cuando se interesó por tu hija?
Skai dio un respingo, como si hubiera picado algún pez.
—Tu mujer —dijo Harry—. Le pregunté por Tony y me lo ha contado. Que Tony y el otro muchacho se pelearon por tu hija.
El comisario meneó la cabeza.
—No fue una pelea, fue una carnicería. Pobre Ole. Se había creído que Mia y él estaban juntos solo porque él estaba enamorado, y llevó a Mia y a sus amigas al baile. Ole no era ningún camorrista, era más bien del tipo empollón. Pero se enfrentó a Tony. Que pudo con él, sacó el cuchillo y… Fue terrible, aquí no estamos acostumbrados a esas cosas.
—¿Qué hizo?
—Le cortó la lengua por la mitad. Se la guardó en el bolsillo y se fue tranquilamente. Arrestamos a Tony media hora después, y le dijimos que teníamos que llevarnos la lengua al quirófano. Tony dijo que se la había echado a los grajos.
—Lo que quería preguntarte es si alguna vez sospechaste que Tony fuera un violador. Entonces o en otro momento.
Skai recogió el hilo con violencia.
—Te voy a decir lo siguiente, Hole. Mia nunca volvió a ser la muchacha alegre de siempre. Seguía queriendo a aquel chiflado, naturalmente, las chicas de esa edad son así. Y Ole se mudó. Claro, cada vez que el pobre abría la boca era un recordatorio de aquella humillación tremenda. O sea que sí, diría que Tony Leike es un violador. Pero no, no creo que haya cometido ninguna violación. De ser así, se lo habría hecho a Mia, no sé si me explico.
—¿Es que ella…?
—Fue en el bosque, detrás del local de baile. Ella le paró los pies a Tony, y él lo aceptó.
—¿Estás seguro? Perdona, pero tengo que preguntar, es…
El anzuelo salió del agua y empezó a acercarse hacia ellos. Relucía a los primeros rayos del día.
—No pasa nada, Hole. Soy policía, y sé en qué estáis trabajando. Mia es una buena chica y no miente. Tampoco como testigo en un juicio. Si necesitas los detalles, te paso el informe. Lo único que te pediría es que Mia no tenga que hablar de este asunto otra vez.
—No hará falta —dijo Harry—. Gracias.
Harry informó a los reunidos en la sala de conferencias Odin de que la persona a la que había visto bajo la motonieve —que aún no habían encontrado, a pesar de los esfuerzos— tenía los dedos reumáticos de Tony Leike. Y acto seguido, expuso su teoría. Luego se retrepó en la silla, a la espera de las reacciones.
El Pelícano miró a Harry por encima de las gafas, pero parecía que se dirigiera a todos los presentes.
—¿Qué quieres decir con que crees que Adele Vetlesen aceptó voluntariamente? ¡Si pidió ayuda a gritos, jolines!
—Fue algo en lo que Elias Skog pensó después —dijo Harry—. Su primera impresión fue que estaba viendo a dos personas que tenían relaciones sexuales voluntariamente.
—Pero ¡una mujer que va a una cabaña con un hombre no mantiene relaciones con otro que aparece por casualidad a media noche! ¿De verdad que hay que ser mujer para comprender algo así? —dijo indignada; con aquellas rastas que acababa de ponerse, tan llamativas y poco elegantes, le recordó a Harry a la mismísima Medusa.
La respuesta la dio el hombre que había al lado de Harry:
—¿Y tú crees de verdad que tu sexo te otorga automáticamente mayor grado de competencia en lo que a las preferencias sexuales de la mitad de la población mundial se refiere? —Ærdal guardó silencio y se examinó la uña del meñique recién expurgada—. ¿No hemos constatado que Adele Vetlesen cambiaba de pareja con frecuencia y de forma espontánea? ¿Que aceptó mantener relaciones con un hombre al que apenas conocía en una fábrica abandonada y en plena noche?
Ærdal bajó la mano, comenzó la limpieza de la uña del dedo anular y añadió, tan bajito que solo Harry pudo oírlo:
—Además, yo he follado con más mujeres que tú, ave zancuda.
—A Tony se le daban bien las mujeres y a ellas les gustaba Tony —dijo Harry—. Llegó tarde a la cabaña, el caballero de Adele se había enfadado y se fue a la cama. Tony y ella podían tontear sin problemas. Él tenía conflictos en casa, y ella había empezado a aburrirse del hombre con el que estaba, pero en la cabaña había gente por todas partes. Así que, al caer la noche, salieron para verse delante de la letrina. Empezaron a besarse, a acariciarse, él se colocó detrás de ella, se bajó los pantalones y estaba tan excitado que expulsó lo que, en atención a la moralidad, se llama «líquido preseminal», procedente del glande que había frotado contra los pantalones de esquí de Adele antes de que se los bajara y empezara el coito. Ella estaba tan excitada y gritaba de tal manera que despertó a Elias Skog, que los vio por la ventana. Y creo que, además, despertó a su caballero, y que él los vio desde su habitación. Sinceramente, sospecho que a ella le importó un pimiento. Tony, en cambio, trató de callarla.
—Pero si a ella le daba igual, ¿por qué iba a importarle a él? —estalló el Pelícano—. Después de todo, a las mujeres se las estigmatiza por ese tipo de conducta disoluta, cuando los hombres solo consiguen elevar su estatus. Aunque, ¡ojo!, solo ante otros hombres.
—Tony Leike tenía, como poco, dos buenas razones para ahogar los gritos de Adele —dijo Harry—. Para empezar, no quería que saliera a la luz un polvo espontáneo cuando la prensa del corazón estaba pendiente de su compromiso de boda y, sobre todo, cuando es el dinero del futuro suegro el que va a salvar tus inversiones en el Congo. Para continuar, Tony Leike era un hombre de montaña, que conocía muy bien el entorno.
—¿Y eso qué coño tiene que ver?
Se oyó un cacareo a modo de risotada, y todas las miradas se volvieron hacia el otro extremo de la mesa, donde Mikael Bellman se partía de risa.
—La avalancha —dijo—. Tony Leike tenía miedo de que los gritos de Adele Vetlesen desencadenaran una avalancha.
—Tony sabía que más de las tres cuartas partes de los aludes en los que mueren personas los provocan precisamente esas personas —dijo Harry.
Un coro de risas escépticas surgió alrededor de la mesa, e incluso el Pelícano no pudo por menos de sonreír.
—Pero ¿qué te hace pensar que el caballero de Adele los vio? —preguntó—. ¿Y que a Adele no le importaba? Puede que estuviera tan entusiasmada que se le olvidara, simplemente.
—Porque —comenzó Harry, apoyándose en el respaldo—… Adele ya había hecho aquello antes. Le envió a un novio un mensaje con una foto de sí misma mientras se acostaba con otro hombre. Un mensaje cruel, pero eficaz. Y, según su amigo, tampoco volvió a verse con el caballero después de la visita a la cabaña Håvass.
—Interesante —dijo Bellman—. Pero, todo eso, ¿adónde nos lleva?
—Al móvil —dijo Harry—. Por primera vez en la investigación del caso tenemos una posible respuesta a «¿Por qué?».
—En otras palabras, nos olvidamos de la teoría del asesino en serie loco, ¿no? —preguntó Ærdal.
—El Muñeco de Nieve también tenía un móvil —dijo Beate Lønn, que acababa de llegar y se había sentado en un extremo de la mesa—. Retorcido, pero un móvil, desde luego.
—Este es más simple —dijo Harry—. Los celos de toda la vida. Móvil de dos de cada tres asesinatos en este país. Y en la mayoría de los demás países. En ese sentido, los seres humanos somos bastante predecibles.
—Eso quizá explique el asesinato de Adele Vetlesen y de Tony Leike —dijo el Pelícano—. Pero ¿y los demás?
—Tenía que eliminarlos —dijo Harry—. Todos eran posibles testigos de lo que había ocurrido en la cabaña Håvass y podían contárselo a la policía, es decir, proporcionarnos el móvil que nos faltaba. Y lo que es peor: todos habían sido testigos de la total humillación que supone que te engañen a la vista de todos. Para una persona inestable, eso puede ser móvil más que suficiente.
Bellman dio una palmada.
—Pues a ver si pronto obtenemos respuesta a algunas de esas preguntas. He hablado por teléfono con Krongli, dice que el tiempo ha mejorado un poco en la zona, así que ya podemos enviar perros y buscar con helicópteros. ¿Hay alguna razón para que no hayas mencionado con anterioridad que sospechabas que el cadáver pertenecía a Tony Leike, Harry?
Harry se encogió de hombros.
—Contaba con que lo encontrarían mucho más rápido, así que no vi ningún motivo para especular en voz alta. Después de todo, el reumatismo no es nada extraordinario.
Bellman se quedó mirando a Harry unos instantes antes de dirigirse a los demás:
—Queridos amigos, tenemos un sospechoso. ¿Alguien quiere ponerle un nombre?
—El Séptimo Hombre —dijo Ærdal.
—El Caballero —sentenció el Pelícano.
Durante unos segundos, reinó un silencio absoluto, como si tuvieran que digerir las conclusiones a las que habían llegado.
—Bueno, yo no soy investigadora operativa —comenzó Beate Lønn, convencida de que todos los presentes sabían que Beate Lønn no se pronunciaba jamás sobre un tema del que no se hubiera informado en profundidad—. Pero ¿no hay en todo esto algo que os llame la atención a vosotros también? Leike tenía coartada para los asesinatos. Entonces ¿qué pasa con todas las pistas que apuntaban en su dirección? ¿La llamada a Elias Skog desde su número? ¿El arma homicida, que procedía del Congo? Incluso de una zona en la que Leike tenía intereses económicos. ¿Casualidades?
—No —dijo Harry—. El Caballero nos ha guiado hasta Tony Leike desde el primer momento para que creyéramos que era el asesino. Fue el Caballero quien pagó a Juliana Verni para que fuera al Congo, ya que sabía que cualquier pista que condujera al Congo nos llevaría a Tony Leike. Y por lo que se refiere a la llamada que hicieron desde su casa a Elias Skog, hoy he comprobado un dato que deberíamos haber contrastado hace mucho, pero, naturalmente, no lo hicimos, puesto que pensábamos que nos estábamos acercando al objetivo. Porque siempre tendemos a no restar fuerza a las pruebas con las que contamos. Cuando se hizo esa llamada desde casa de Leike, se efectuaron otras tres llamadas del número interno de las oficinas de Aker Brygge. Leike no pudo estar en dos lugares al mismo tiempo. Apuesto doscientas coronas a que estaba en Aker Brygge. ¿Alguna contraapuesta?
Caras mudas pero expectantes.
—¿Quieres decir que el Caballero llamó a Elias Skog desde casa de Leike? —preguntó el Pelícano—. ¿Cómo…?
—Cuando Leike vino a verme a la comisaría, me contó que, unos días antes, le habían entrado en casa por el sótano. Y ese suceso coincide con la llamada a Skog. El Caballero se llevó de allí una bicicleta para camuflarlo como un robo normal, lo bastante inocente como para que tomáramos nota de ello, pero poco más. Leike sabía que no hacemos nada con ese tipo de robos, así que ni siquiera lo denunció. De ese modo, el Caballero había dejado una prueba irrefutable contra Leike.
—¡Qué tío más listo! —exclamó el Pelícano.
—Vale, me creo la explicación del cómo —dijo Beate Lønn—. Pero ¿por qué señalar a Tony Leike?
—Porque sabía que, tarde o temprano, relacionaríamos a las víctimas con la cabaña Håvass —dijo Harry—. Y eso limitaría el número de sospechosos, y todos los que hubieran estado allí aquella noche estarían bajo los focos. Había dos razones para arrancar la página del libro de visitas. La primera, que así era él, y no nosotros, quien tenía los nombres de las personas que estuvieron allí, y de ese modo podía encontrarlos a todos y matarlos sin que pudiéramos impedirlo. La segunda y más importante, que así podía ocultarnos su identidad.
—Lógico —dijo Ærdal—. Y para estar totalmente seguro de que no íbamos tras él, tenía que proporcionarnos a un culpable aparente. Tony Leike.
—Y por eso tenía que esperar y matar a Leike en último lugar —dijo uno de los investigadores, un hombre con un bigote poderoso del que Harry solo recordaba el apellido.
El hombre que tenía a su lado, un joven de piel lisa y tan reluciente como los ojos, y del que Harry no recordaba ni nombre ni apellido, intervino entonces:
—Pero, por desgracia, Tony tenía coartada para los asesinatos. Y dado que ya lo había explotado como cabeza de turco, había llegado por fin la hora de matar al enemigo number one.
La temperatura de la habitación había subido, y era como si el pálido sol vacilante del invierno iluminase la sala. Iban camino de conseguir algo, la cosa iba a resolverse por fin. Harry se dio cuenta de que incluso Bellman se había adelantado en la silla.
—Todo esto está muy bien, seguro —dijo Beate Lønn, y Harry, que aguardaba el pero, sabía lo que iba a decir, sabía que Beate estaba haciendo de abogado del diablo, puesto que ella sabía que él tenía las respuestas—. Pero ¿por qué lo ha hecho todo el Caballero de un modo tan tremendamente complicado?
—Porque las personas son complicadas —dijo Harry, y oyó resonar un eco de algo que había oído y olvidado—. Hacemos cosas complejas, que influyen unas en otras, en las que controlamos el destino y podemos sentirnos señores de nuestro propio universo. La habitación que ardió en la fábrica Kadok, ¿sabéis qué me recordaba, sobre todo? Una sala de control. Un cuartel general. Y ni siquiera es seguro que tuviera planeado matar a Leike. Quizá solo quería verlo detenido y sentenciado.
Era tal el silencio que podía oírse el trino de los pájaros en la calle.
—¿Por qué? —preguntó el Pelícano—. ¿Por qué, si podía matarlo? ¿O torturarlo?
—Porque lo peor para una persona no son el dolor y la muerte —dijo Harry, y volvió a oír el eco—. Es la humillación. Eso era lo que el Caballero quería para Leike. La humillación de ver cómo le arrebataban cuanto tenía. La caída, la vergüenza.
Vio cómo asomaba la sonrisa a los labios de Beate Lønn, que aprobó su respuesta con un gesto.
—Pero —continuó Harry—, tal y como se ha señalado, por desgracia para nuestro asesino, Tony tenía coartada. De ahí que se librara con el siguiente peor castigo: una muerte lenta y, sin lugar a dudas, terrible.
En el silencio que se hizo a continuación, a Harry le pasó por la cabeza un recuerdo. El olor a carne asada. Luego fue como si toda la habitación respirase hondo al mismo tiempo.
—Bueno, y entonces ¿qué hacemos ahora? —preguntó el Pelícano.
Harry levantó la vista. El pájaro que gorjeaba en la rama del árbol al otro lado de la ventana era un pinzón. Un ave migratoria que había llegado anticipadamente. Que le traía al hombre la esperanza de la primavera, pero que moría de frío la primera noche de escarcha.
Ni de coña, pensó Harry. Ni de coña.