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Kadok

Nydalen era el reflejo de la desindustrialización de Oslo. Las fábricas que no habían derribado para hacer sitio a estilosos bloques de oficinas de cristal y acero elegantemente diseñados se habían reconvertido en estudios de televisión, restaurantes y espaciosos locales diáfanos de ladrillo rojo con las tuberías de ventilación y calefacción al descubierto.

Estos últimos los alquilaban con frecuencia agencias publicitarias que querían indicar que pensaban de un modo nada tradicional, que consideraban que la creatividad florecía en locales industriales baratos tan bien como en las costosas y céntricas oficinas de la competencia. Pero el local de Nydalen era igual de caro, dado que todas las agencias de publicidad, en el fondo, tienen un pensamiento bastante tradicional. Es decir: siguen las tendencias y suben los precios de lo que está de moda.

Sin embargo, el propietario del solar donde se encontraba la antigua fábrica de Kadok no había participado de aquella fiebre del oro. Catorce años atrás, cuando la fábrica cerró finalmente, tras un año de pérdidas con los chinos reventando el mercado de PSG, los herederos del fundador se tiraron a la yugular. Y mientras discutían sobre quién se quedaba con qué, la fábrica fue deteriorándose, tan aislada ella detrás de su verja en la margen oeste del río Akerselva. Crecieron libremente arbustos y matorrales que, con el tiempo, ocultaron al entorno la vista de la fábrica. Teniendo en cuenta todo esto, el enorme candado que colgaba del portón resultaba llamativo, pensó Harry.

—Córtalo —le dijo Harry al policía que estaba con él.

Las fauces de aquellas tenazas gigantescas atravesaron el metal como si fuera mantequilla, y cortaron el candado tan rápido como Harry había conseguido la orden. El fiscal de Kripos parecía tener cosas más importantes que hacer que firmar órdenes de registro, y Harry apenas había terminado de hablar cuando ya la tenía en la mano, perfectamente cumplimentada. Y se dijo que también en Delitos Violentos necesitarían un par de fiscales estresados y descuidados.

El sol bajo de la tarde arrancaba destellos a los dientes de cristal de las ventanas rotas en las fachadas de ladrillo. El ambiente estaba impregnado de esa sensación de abandono que uno solo encuentra en las fábricas cerradas, donde todo lo que uno ve se ha construido para una actividad febril y eficaz de la que no hay ni rastro. Es el eco de hierro con hierro, de los gritos de hombres sudorosos, de maldiciones y risas superpuestas al retumbar de las máquinas lo que resuena aún entre las paredes, y el viento sopla a través de los agujeros renegridos de las ventanas rotas y hace vibrar las telas de araña y el cascarón de insectos muertos.

No había cerradura en la gran puerta de acceso a la fábrica. Los cinco hombres cruzaron el local alargado con acústica de iglesia, que más daba la impresión de evacuación que de cierre: se veían por allí herramientas, un palé cargado de cubos blancos con el logo PSG TYPE 3 listo para cargar, una bata azul colgada del respaldo de una silla.

Se detuvieron en el centro del local. En una esquina había una especie de cuarto como el torreón de un faro, elevado a un metro del suelo. Para el capataz, pensó Harry. En la parte alta recorría las paredes una galería que rodeaba el local y que, en uno de los lados, se convertía en media planta con habitaciones separadas. Harry supuso que serían el comedor, la administración…

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Harry.

—Por donde siempre —dijo Bjørn Holm, y miró a su alrededor—. Por la esquina superior izquierda.

—¿Y qué buscamos?

—Una mesa, un banco de trabajo con Eternit azul. La mancha de la culera del pantalón aparecía justo debajo del bolsillo trasero; es decir, estuvo sentada cerca del borde de lo que fuera, con las piernas más bajas, no tumbada.

—Si tú y tu equipo empezáis aquí abajo, este colega y yo subimos con las tenazas.

—¿Y eso?

—Para abriros las puertas a vosotros los técnicos. Prometemos no salpicar esperma en ningún sitio.

—Muy gracioso. No toques…

—… nada.

Harry y su colega, al que llamaba «colega» sencillamente porque se le había olvidado el nombre dos segundos después de haberlo oído, subieron por una escalera de caracol cuyos peldaños de hierro chirriaban a cada paso. Las puertas que fueron encontrando no estaban cerradas con llave y, tal y como Harry suponía, eran oficinas cuyos muebles se habían llevado. Unos vestuarios con taquillas. Una ducha común. Pero nada de manchas azules.

—¿Tú qué crees que es esto? —dijo Harry cuando llegaron al comedor, señalando la puerta estrecha con cerrojo que había al fondo.

—La despensa —dijo el colega mientras salía.

—¡Espera!

Harry se acercó a la puerta. Raspó un poco con la uña el candado, que parecía oxidado. Era óxido de verdad. Le dio la vuelta, observó el cilindro. Ni rastro de óxido.

—Corta —dijo Harry.

El colega hizo lo que le pedía. Y Harry abrió la puerta.

El colega emitió un chasquido con la lengua.

—Una puerta de camuflaje —dijo Harry.

Detrás no había ni despensa ni ninguna otra habitación, sino otra puerta. Provista de lo que parecía un candado de lo más robusto.

El colega dejó las tenazas.

Harry echó un vistazo y enseguida encontró lo que buscaba. Un extintor grande de color rojo que había colgado bien visible en mitad de la pared del comedor. ¿No le dijo Øystein una vez que lo que fabricaban donde trabajaba su padre era tan inflamable que, según las reglas, estaba prohibido fumar en otro sitio que no fuera abajo, en el río? ¿Y que había que tirar las colillas al agua?

Cogió el extintor y se acercó a la puerta. Dio dos pasos para tomar impulso, apuntó y arremetió con el cilindro metálico como un ariete.

La puerta se rompió alrededor del candado, pero alrededor del marco seguía en pie.

Harry repitió el ataque. Las astillas salieron volando.

—¿Qué coño está pasando? —oyó que gritaba Bjørn Holm desde abajo.

Al tercer intento, la puerta cedió con un grito de resignación. Se encontraron con una oscuridad total.

—¿Me prestas la linterna? —dijo Harry, dejó el extintor y se secó el sudor de la frente—. Gracias. Espera aquí.

Harry entró. Olía a amoniaco. El haz de luz recorría la pared. La habitación —que, según calculó, mediría tres metros por tres— no tenía ventanas. La luz iluminó una silla negra plegable, un escritorio con un flexo y una pantalla de ordenador de la marca Dell. El teclado tenía en buen estado las letras e y ene. El tablero estaba ordenado y limpio, sin manchas azules. En la papelera había tiras de papel cortadas, como si hubieran recortado fotos. Y un ejemplar del Dagbladet del que, en efecto, habían recortado algo en la primera página. Harry leyó el titular sobre el recuadro vacío y supo que habían dado en el clavo. Que habían llegado al sitio. Que era allí.

FALLECIDO EN UNA AVALANCHA.

Harry levantó automáticamente la linterna hacia la pared de encima del escritorio, la luz pasó sobre unas manchas azules. Y allí estaban.

Todos.

Marit Olsen, Charlotte Lolles, Borgny Stem-Myhre, Adele Vetlesen, Elias Skog, Jussi Kolkka. Y Tony Leike.

Harry se concentró en respirar con el abdomen. En asimilar la información poco a poco. Las imágenes eran recortes de periódico o impresiones en papel, seguramente de las páginas de noticias de internet. Salvo la de Adele. Sentía el corazón como un bombo que tratara de llevar más sangre al cerebro con golpes sordos. La imagen estaba en papel de foto y tan granulada que Harry supuso que la habían tomado con un teleobjetivo y que la habían ampliado después. En ella se veía la ventanilla lateral de un coche; a Adele, que estaba de perfil en el asiento delantero, al que parecían no haber retirado el plástico; y algo que le sobresalía de la garganta. Una navaja enorme con la empuñadura amarillo brillante. Harry se obligó a seguir mirando. Debajo de las fotos había una serie de cartas, también sacadas por una impresora. Harry observó el encabezado de una de ellas:

ES ASÍ DE SENCILLO. YO SÉ A QUIÉN HAS MATADO.

TÚ NO SABES QUIÉN SOY YO, PERO SÍ LO QUE QUIERO.

DINERO. DE LO CONTRARIO, VENDRÁ EL SEÑOR POLICÍA. SENCILLO, ¿VERDAD?

El texto seguía, pero él fue directamente al final de la carta. Ningún nombre, ninguna despedida. El colega de Harry seguía en el umbral. Oyó que tanteaba la pared con la mano mientras murmuraba:

—Tiene que haber algún interruptor de la luz en algún sitio.

Harry enfocó el techo azul con la linterna y vio cuatro fluorescentes de gran tamaño.

—Sí, tiene que haber alguno —dijo Harry, y volvió a enfocar la pared, unas cuantas manchas azules, antes de dar con un papel que había colgado a la derecha de las fotos.

Una alarma había empezado a zumbarle levemente en el cerebro. Era un papel arrancado de un cuaderno y tenía filas y columnas donde había anotaciones a mano. Con distinta letra.

—Aquí está —dijo el colega.

Sin saber por qué, Harry pensó de pronto en el flexo. Y en el azul del techo. Y en el olor a amoniaco. Y comprendió enseguida que la alarma del cerebro no había saltado por el papel.

—Espera… —comenzó Harry.

Pero demasiado tarde.

Técnicamente, la explosión no fue tal explosión sino —como decía el informe que el jefe de bomberos escribió al día siguiente— un incendio explosivo ocasionado por una chispa eléctrica de la instalación, que estaba conectada a una caja de gas de amonio que prendió fuego al PSG con el que habían pintado todo el techo, así como las manchas de las paredes.

Harry se quedó sin resuello cuando el fuego absorbió el oxígeno de la habitación y, al mismo tiempo, notó un calor terrible en la cabeza. Cayó al suelo de rodillas y se pasó las manos por el pelo para ver si le ardía. Cuando volvió a levantar la vista, las paredes despedían fuego. Quiso respirar, pero logró contener el impulso. Se levantó. La puerta estaba tan solo a dos metros, aunque antes tenía que llevarse… Alargó la mano para coger el papel. La página desaparecida del libro de visitas de la cabaña Håvass.

—¡Cuidado!

El colega estaba en el umbral, con el extintor bajo el brazo y la manguera en la mano. Harry vio llegar el chorro como a cámara lenta. Vio el chorro dorado salir de la manguera y dar en la pared. Un chorro marrón, que debía ser blanco; y líquido, cuando debía ser polvo. Y ya antes de encontrarse de cara con las llamas que se elevaban como de puntillas y le rugían desde todos los puntos en los que caía el líquido; antes de notar el agradable picor de la gasolina en la nariz; antes de ver las llamas seguir el chorro de gasolina en dirección al colega que estaba como conmocionado en el umbral, aún con la manguera abierta, Harry comprendió por qué el extintor estaba en medio de la pared del comedor, expuesto para que fuera imposible no verlo, rojo y reluciente, como gritando que lo usaran.

Golpeó con el hombro en la cintura a su colega y este se cayó encima del comisario, que iba embalado y se lo llevó por delante retrocediendo hasta el comedor.

Apartaron unas sillas mientras se deslizaban debajo de la mesa. El colega, sin resuello, gesticulaba y señalaba abriendo y cerrando la boca como un pez. Harry se dio la vuelta. El extintor venía hacia ellos en llamas rodando con un traqueteo. La manguera arrojaba goma derretida aquí y allá. Harry se levantó y llevó a rastras a su colega, lo llevó hasta la puerta con el tictac de un cronómetro sin tiempo resonándole en la cabeza. Empujó al colega fuera del comedor, a la galería, lo arrastró consigo al suelo en el mismo momento en que se produjo lo que el jefe de bomberos describiría en el informe como una explosión; la explosión que reventó todas las ventanas e incendió el comedor entero.

La sala de recortes está ardiendo. Lo están dando en las noticias. Tú tienes que servir y proteger, Harry Hole, no derribar y destruir. Así que tendrás que pagar daños y perjuicios. Si no lo haces, te quitaré algo que aprecias mucho. No tardaré ni un segundo. No te imaginas lo fácil que es.