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Estado

El estado de Olav Hole seguía sin cambios, le había asegurado el doctor Abel.

Harry estaba junto a la cama de su padre y contemplaba a aquel ser sin cambios mientras el monitor del corazón reproducía su bip bip con parada regular. Sigurd Altman entró, saludó y anotó en un cuaderno las cifras que aparecían en la pantalla.

—En realidad, he venido a ver a una mujer que se llama Kaja Solness —dijo Harry, y se levantó—. Pero no sé dónde está. ¿Tú podrías…?

—Tu colega, a la que trajeron en el helicóptero de salvamento la otra noche, ¿no? Está en la sección de urgencias. Solo hasta que tengan los resultados de las pruebas, porque había pasado demasiado tiempo bajo la nieve. Cuando oí que hablaban de la cabaña Håvass pensé que debía de ser la testigo de Sidney de la que habló por la radio la policía.

—No creas todo lo que dicen, Altman. Mientras Kaja estaba enterrada en nieve, la mujer australiana estaba en Bristol, calentita y bien segura con protección policial y servicio de habitaciones.

—Espera —dijo Altman mirando a Harry con curiosidad—. ¿Tú también quedaste enterrado bajo la nieve?

—¿Por qué lo preguntas?

—Ese paso en falso que acabas de dar… ¿Vértigo?

Harry se encogió de hombros.

—¿Desorientado?

—Permanentemente —dijo Harry.

Altman sonrió.

—Has respirado más dióxido de carbono de la cuenta. El cuerpo lo elimina bastante rápido cuando recibe oxígeno, pero deberías dejar una muestra de sangre para que comprobemos la presión del dióxido de carbono.

—No, gracias —respondió Harry—. ¿Cómo le va a él?

Señaló la cama.

—¿Qué ha dicho el médico?

—Sin cambios. Pero te lo pregunto a ti.

—Yo no soy médico, Harry.

—Y por eso no tienes que responder como ellos. Dame tu valoración.

—No puedo…

—Quedará entre nosotros.

Sigurd Altman miró a Harry. Fue a decir algo. Cambió de idea. Se mordió el labio.

—Días —dijo al fin.

—¿Ni siquiera semanas?

Altman no respondió.

—Gracias, Sigurd —dijo Harry, y se dirigió a la puerta.

Kaja tenía la cara pálida y preciosa sobre el almohadón. Como una flor en un herbario, pensó Harry. Notaba la mano fría y menuda entre las suyas. En la mesilla de noche tenía un ejemplar del Aftenposten, con los titulares de la avalancha en la cabaña Håvass. Describían el trágico suceso y citaban a Mikael Bellman, según el cual, el fallecimiento del inspector Jussi Kolkka, que se encontraba en la cabaña para proteger a Iska Peller, había sido una gran pérdida; pero que se alegraba de que la testigo, que ahora se encontraba a buen recaudo, se hubiera salvado.

—Así que provocaron el alud con dinamita, ¿no? —dijo Kaja.

—De eso no nos cabe duda —dijo Harry.

—¿Y Mikael y tú trabajasteis bien juntos allá arriba?

—Pues claro.

Harry se dio la vuelta para no soltarle encima el ataque de tos.

—Me he enterado de que habéis encontrado una motonieve al fondo de un precipicio. Con un posible cadáver debajo.

—Sí. Bellman se ha quedado en Ustaoset para examinar el lugar del hallazgo junto con la comisaría de la zona.

—¿Krongli?

—No, nadie sabe dónde se ha metido. Pero el oficial de policía parecía un tío como tiene que ser. Roy Stille. Tienen trabajo, desde luego. Casi no sabíamos dónde estábamos, todo está cubierto de nieve y borrado por la ventisca, y en ese terreno… —Harry meneó la cabeza.

—¿Tienes idea de quién puede ser el cadáver?

Harry se encogió de hombros.

—Me extrañaría que no fuera el de Tony Leike.

Kaja giró la cabeza en el almohadón.

—¿Ah, sí?

—No se lo he dicho a nadie, pero le vi los dedos al cadáver.

—¿Y qué les pasa?

—Los tiene torcidos. Tony Leike era reumático.

—¿Crees que fue él quien desencadenó el alud? ¿Y que luego se cayó por el precipicio en la oscuridad?

Harry negó con un gesto.

—Tony me contó que conocía aquella zona como la palma de su mano, que era su región. El día estaba despejado, y la motonieve iba despacio, estaba a tan solo tres metros de la vertical. Tenía en el brazo una quemadura que no había provocado la dinamita y la moto no se había incendiado.

—¿Qué…?

—Yo creo que a Tony Leike lo torturaron, lo mataron y lo tiraron por el precipicio con la motonieve, para que no lo encontráramos.

Kaja hizo una mueca de horror.

Harry se frotó el meñique. Se preguntaba si no se le habría congelado.

—¿Qué opinas tú del tal Krongli?

—¿De Krongli? —Kaja reflexionó un instante—. Si es cierto que trató de violar a Charlotte Lolles, nunca debería haber entrado en la policía.

—También maltrataba a su mujer.

—No me sorprende.

—¿Ah, no?

—Pues no.

Harry la miró muy serio.

—¿Hay algo que no me hayas contado?

Kaja se encogió de hombros.

—Es un colega y pensé que era porque estaba borracho, nada que contar a los cuatro vientos. Pero yo entreví ese lado suyo. Se presentó en mi casa y, de un modo un tanto violento, insinuó que deberíamos pasar juntos un buen rato.

—¿Pero?

—Mikael estaba allí.

Harry notó que algo se le encogía por dentro.

Kaja se incorporó un poco más en la cama.

—¿No creerás en serio que pudo ser Krongli quien…?

—No lo sé. Lo único que sé es que quien desencadenó la avalancha tenía que conocer bien el terreno. Krongli tuvo relación con los que se alojaron en la cabaña Håvass. Además, antes de que lo mataran, Elias Skog nos dijo que había visto algo en la cabaña que podía ser una violación. Aslak Krongli parece un violador potencial.

»Y ahora tenemos lo de la avalancha. Si tú quisieras matar a una mujer que se encontrara con un único investigador en una cabaña en plena montaña, ¿cómo lo harías? Desencadenar un alud no garantiza el resultado. O sea, ¿por qué no hacerlo de la forma más sencilla y segura, llevarse un arma e ir directamente a la cabaña? Porque sabía que Iska Peller y el investigador no estaban solos. Sabía que estábamos esperándolo. Por eso se acercó todo lo que pudo y atacó de la única forma que le permitía huir sin problemas. Estamos hablando de alguien que está dentro. De alguien que estaba al corriente de nuestras teorías sobre la cabaña Håvass, y que había comprendido la relación cuando vio que mencionábamos el nombre de una testigo durante la conferencia de prensa. La comisaría de Ustaoset…

—De Geilo —lo corrigió Kaja.

—Bueno, de todos modos fue Krongli quien recibió la petición urgente de Kripos de aterrizar con el helicóptero policial en el parque nacional aquella misma noche. Y tuvo que comprender por qué.

—Entonces también debió de saber que Iska Peller no estaba allí, que no íbamos a arriesgar la vida de una testigo —dijo Kaja—. Y, en ese caso, es extraño que no se mantuviera al margen.

Harry asintió.

—Muy bien, Kaja. Estoy de acuerdo, no creo que Krongli se creyera ni por un instante que Peller se encontraba en la cabaña. Lo que creo es que la avalancha no es más que la continuación de lo que lleva haciendo ya un tiempo.

—¿Es decir?

—Jugar con nosotros.

—¿Cómo que jugar?

—Mientras estábamos en la cabaña, recibí una llamada de Tony Leike. Se ve que guardó mi número en sus contactos. Y estoy convencido de que no fue él quien me llamó. La cuestión es que quien llamó no colgó lo bastante rápido. Saltó el contestador y se oyen unos segundos antes de que se corte la comunicación. No estoy seguro, pero me parece que se oye una risa.

—¿Una risa?

—Sí, la risa de alguien que se está divirtiendo. Porque acaba de oír mi mensaje de que estaré unos días fuera de cobertura. Supongamos que es Aslak Krongli, y que en ese momento acaba de ver confirmada la sospecha de que yo también estoy en la cabaña, esperando al asesino.

Harry guardó silencio y se quedó pensativo.

—¿Y entonces? —dijo Kaja al cabo de unos instantes.

—Solo quería oír cómo sonaba esa teoría al decirla en voz alta —dijo Harry.

—¿Y cómo suena?

Harry se levantó.

—Pues, en realidad, bastante infundada. Pero voy a comprobar la coartada de Krongli para las fechas de los asesinatos. Nos vemos.

—¿Truls Berntsen?

—Sí.

—Soy Roger Gjendem, del Aftenposten. ¿Tienes tiempo de responder a unas preguntas?

—Depende. Si quieres insistir sobre Jussi, tendrás que hablar con…

—No, no se trata de Jussi Kolkka, pero lamento vuestra pérdida, por cierto.

—Vale.

Roger estaba sentado con los pies sobre la mesa de su despacho del bloque de Postgiro y contemplaba los edificios bajos de la estación central de Oslo y la ópera, que pronto habrían terminado de construir. Después de la conversación con Bent Nordbø en el Stopp Pressen!, había dedicado todo el día —y parte de la noche— a indagar más a fondo acerca de Mikael Bellman. Salvo las habladurías sobre el sustituto de la comisaría de Stovner, que había recibido una paliza, no había nada reseñable. Pero como reportero de sucesos, Roger Gjendem se había agenciado con el tiempo un puñado de fuentes fijas y poco fiables dispuestas a denunciar a su abuela por una botella de licor o algo equivalente. Y tres de esas fuentes vivían en Manglerud. Después de varias llamadas, comprobó que las tres se habían criado allí. Tal vez fuera verdad lo que decían, que nadie se muda de Manglerud. Ni tampoco a Manglerud.

Al parecer, aquello sería pan comido: los tres recordaban a Mikael Bellman. En parte, porque se había portado como un imbécil en la comisaría de Stovner; pero, sobre todo, porque se había ligado a la mujer de Julle mientras él cumplía el año que le cayó por suministro de estupefacientes. Y tuvo que pagar con la cárcel en lugar de con una multa, porque alguien lo denunció por robar gasolina en Mortensrud. La mujer era Ulla Swart, lo mejorcito de Manglerud y un año mayor que Bellman. Julle cumplió la condena y salió de la cárcel con la conocida promesa de encargarse de Bellman. Y cuando llegó a casa dispuesto a coger la Kawa, había dos hombres esperándolo en el garaje. Llevaban pasamontañas y le dieron una buena tunda con un par de tubos de hierro, y le aseguraron que, si tocaba a Bellman o a Ulla, recibiría más. Decían que ninguno de los dos era Bellman, pero que uno se llamaba Beavis, su fiel lacayo. Y esa era la única carta que Roger Gjendem tenía al llamar a Truls «Beavis» Berntsen. Así que, con más razón, se lanzó como si tuviera cuatro ases en la manga:

—Solo quería preguntarte si es cierto que agrediste hace años a Stanislav Hesse, sustituto en la oficina de nóminas y personal de la comisaría de Stovner. Y que lo hiciste por encargo de Mikael Bellman.

Un silencio ominoso reinaba al otro lado.

Roger carraspeó un poco.

—¿Hola?

—Eso es mentira y nada más que mentira.

—¿Qué parte?

—Que Mikael Bellman me encargara nada parecido. Todo el mundo vio que ese polaco de mierda iba detrás de su mujer, cualquiera pudo encargarse del asunto.

Roger Gjendem pensó que se creía lo primero, lo del encargo. Pero no lo segundo, lo de «cualquiera». Ninguno de los otros colegas de Stovner con los que había hablado Roger le dijo nada negativo de Bellman. Aun así, quedó más que claro que no les gustaba, no era un hombre por el que daría la cara ninguno de ellos. Salvo uno.

—Gracias, eso es todo —dijo Roger Gjendem.

Al mismo tiempo que Roger Gjendem se guardaba el teléfono en el bolsillo de la cazadora, Harry cogía el suyo para responder a una llamada.

—¿Sí?

—Soy Bjørn Holm.

—Ya, eso ya lo he visto.

—Madre mía. Creía que no usabas la agenda del móvil.

—Desde luego. Puedes sentirte muy honrado, Holm, eres uno de los cuatro nombres que tengo guardados.

—¿Qué jaleo es ese? ¿Dónde estás?

—Son jugadores, gritan porque creen que va a ganar su caballo. Estoy en una carrera.

—¿Qué?

—En el Bombay Garden.

—Pero ¿eso no es…? ¿Te han dejado entrar ahí?

—Soy socio. ¿Qué querías?

—Joder, Harry, ¿es que apuestas a los caballos? ¿Es que no has aprendido nada en Hong Kong?

—Relájate, he venido para descartar de la investigación a Aslak Krongli. Según la comisaría de la zona, estaba en Oslo en una misión cuando mataron tanto a Charlotte como a Borgny. En realidad, no es tan raro, porque resulta que viene a Oslo con mucha frecuencia. Y acabo de encontrar la razón.

—¿El Bombay Garden?

—Pues sí. Aslak Krongli tiene un problema bastante serio con el juego. La cuestión es que he comprobado los recibos de la tarjeta bancaria que tienen aquí en el ordenador. Con las horas y todo. Krongli ha pagado con la tarjeta varias veces, y las horas le dan la coartada. Por desgracia.

—Vaya. ¿Y tienen un ordenador con la información relativa a la contabilidad en la misma sala donde se hacen las apuestas?

—¿Qué? Están en plena carrera, tendrás que hablar más alto.

—Que si tienen… Mira, déjalo. Llamaba para decirte que tenemos esperma de los pantalones de esquí que Adele Vetlesen llevaba en la cabaña Håvass.

—¿Qué? ¿No estás de broma? Eso significa que…

—Que pronto tendremos el ADN del séptimo hombre. Si es que es su esperma. Y la única forma de estar seguros es descartar a los demás hombres que estaban en la cabaña Håvass.

—Necesitamos su ADN.

—Eso es —dijo Bjørn Holm—. Elias Skog vale, el suyo lo tenemos. Con Tony Leike lo tenemos peor. Habríamos encontrado ADN en su casa, pero necesitamos una orden. Y después de lo que pasó, la cosa tiene que ser muy gorda para que nos la den.

—Déjamelo a mí —dijo Harry—. También deberíamos conseguir el ADN de Krongli. Aunque no haya matado a Charlotte o a Borgny, pudo haber violado a Adele.

—Vale, ¿y cómo lo conseguimos?

—Como policía, se habrá encontrado alguna vez en la escena de un crimen —dijo Harry, y no tuvo que terminar.

Bjørn Holm ya sabía lo que quería decir. Para evitar despistes y errores, se tomaban de oficio las huellas y el ADN de todos los policías que hubieran estado en la escena de un delito y pudieran haberlo contaminado.

—Miraré el registro.

—Buen trabajo, Bjørn.

—Espera, hay más. Nos pediste que siguiéramos buscando el uniforme de enfermera. Y encontramos uno. Con las siglas PSG. Y he comprobado que hay una antigua fábrica de PSG en Oslo, en Nydalen. Si está vacía y el séptimo hombre tuvo allí relaciones con Adele, quizá podamos encontrar rastros de esperma todavía.

—Ya. Metiéndola por el foramen en Nydalen y dándole caña en la cabaña. Puede que el séptimo hombre nos descubra su escondite con tanto folleteo. PSG, ¿dices? ¿Es de la fábrica Kadok?

—Sí, ¿cómo…?

—El padre de un amigo mío trabajaba allí.

—Repítelo, hay muchas interferencias.

—Llegamos a la meta. Ya hablaremos.

Harry se guardó el teléfono en el bolsillo, y se giró media vuelta en la silla para no tener que ver las caras sombrías de los perdedores alrededor de la pista de fieltro; prefería ver la sonrisa del crupier.

—¡Enholabuena otla vez, Hally!

Harry se levantó, se puso el chaquetón y contempló el billete que le daba el vietnamita. Con el retrato de Edvard Munch. O sea, uno de mil.

—Cómo me alegro —dijo Harry—. Ponlo al verde para la próxima carrera. Vendré por el premio otro día, Duc.

Lene Galtung estaba en el salón mirando por los cristales dobles, contemplando la doble imagen que se reflejaba en ellos. En el iPod sonaba Tracy Chapman. «Fast Car». Era capaz de escucharla una y otra vez, no se cansaba nunca. Trataba de una chica pobre que quería huir de todo, sentarse en el bólido de su novio y dejar atrás la vida que tenía, el trabajo de cajera en el supermercado, la responsabilidad de su padre alcohólico, quemar todos los puentes. Nada más lejos de lo que era la vida de Lene y, aun así, aquella canción trataba de ella. La Lene que podía haber sido. Que en realidad era. Una de las dos a las que veía en la doble imagen de los cristales. La normal, sosa. Todos los años de colegio vivió muerta de miedo pensando en que alguien abriera de pronto la puerta de la clase, entrara, la señalara y le dijera que ya está, te hemos pillado, quítate esa ropa tan bonita. Luego le tirarían unos harapos y le dirían que así todo el mundo podría ver quién era de verdad, la ilegítima. Se había pasado todos aquellos años escondida, callada como un ratón, mirando la puerta de reojo y esperando. Escuchando a las amigas, atenta a cualquier señal que le confirmara que la habían descubierto. La confusión, el miedo, las defensas que levantaba, todo lo tomaban por arrogancia. Y ella sabía que exageraba su papel de rica, de joven de éxito, mimada, sin problemas. Ella no era guapa e inteligente como las demás chicas de su entorno que, sonriendo seguras de sí mismas, podían gorjear «Pues no sé» con la adorable certeza de que aquello que ellas no sabían no debía de ser muy importante y que, de todos modos, el mundo solo les pediría que fueran guapas. Así que ella tenía que fingir. Que era guapa. Inteligente. Que estaba por encima de todo. Pero estaba tan harta de aquello. Lo único que quería era sentarse en el coche de Tony y pedirle que la llevara lejos. A un lugar donde pudiera ser la verdadera Lene y no tener que ser aquellas dos personas de mentira que se odiaban mutuamente. Tracy Chapman cantaba que Tony y ella podían ir juntos a ese lugar.

La imagen se movió en el cristal. Lene se llevó un sobresalto al comprobar que, después de todo, aquella cara no era la suya. No la había oído entrar. Lene se irguió y se quitó los auriculares.

—Pon ahí la bandeja, Nanna.

La mujer obedeció.

—Deberías olvidarte de él, Lene.

—¡Calla!

—Tengo que decírtelo. No es buen hombre para ti.

—¡Que te calles!

—Chsss. —La mujer dejó la bandeja en la mesa de golpe, haciendo mucho ruido, y echando chispas por los ojos turquesa—. Tienes que ser razonable, Lene. Todos hemos tenido que serlo en esta casa cuando la situación así lo ha exigido. Te lo digo como tu…

—¿Como mi qué? —preguntó Lene con desprecio—. Mírate. ¿Qué se supone que podrías ser tú para mí?

La mujer se pasó las manos por el delantal blanco, quiso ponerle la mano en la mejilla, pero Lene la apartó. El suspiro de la mujer sonó como una gota en un pozo. Luego, se dio media vuelta y se fue. Cuando la puerta se cerró, sonó el teléfono negro que Lene tenía delante. Sintió que le daba un brinco el corazón. Desde que Tony desapareció, había tenido el móvil encendido en todo momento, y siempre a mano. Respondió:

—Lene Galtung.

—Harry Hole, de Delitos Vio…, perdón, de Kripos. Gracias por atendernos la última vez. Perdona que te moleste, pero tengo que pedirte que me ayudes con una cosa. Se trata de Tony.

Lene creyó que iba a perder el control de la voz al responder:

—¿Es que…? ¿Ha pasado algo?

—Estamos buscando a una persona probablemente fallecida en un precipicio en las montañas de Ustaoset…

Se sintió mareada, sintió que el suelo subía y el techo bajaba.

—Todavía no lo hemos encontrado. Ha nevado y la zona de búsqueda es extensa e intransitable. ¿Estás ahí?

—Sss… sí.

La voz del policía, un tanto ronca, continuó:

—Cuando hayamos encontrado el cadáver, tendremos que tratar de identificarlo lo antes posible. Pero sabemos que ese cadáver tiene seguramente graves quemaduras. Por eso necesitamos cuanto antes el ADN de cualquiera que pudiera ser esa persona fallecida. Y con todo el tiempo que Tony lleva desaparecido…

Lene sintió que el corazón le subía por la garganta, que se le quería salir por la boca. Al otro lado, la voz del policía siguió con su cantinela:

—Me preguntaba si podrías ayudar a uno de nuestros técnicos criminalistas a sacar una prueba de ADN de la casa de Tony.

—¿De qué, por ejemplo?

—Un pelo del peine, saliva del cepillo de dientes, ellos ya saben lo que necesitan. Lo importante es que tú, que eres su prometida, nos des tu consentimiento y los esperes con la llave delante de su casa.

—Claro… Por supuesto.

—Muchas gracias. Enviaré a un técnico a Holmenveien ahora mismo.

Lene colgó. Sintió que acudían las lágrimas. Se puso los auriculares del iPod.

Justo cuando Tracy Chapman cantaba el último verso, el que hablaba de coger un coche que corriera mucho y, simplemente, seguir conduciendo hacia aquel lugar. Y se acabó la canción. Lene pulsó «Repeat».