Tránsito
Kim Erik Lokker era el técnico más joven de la Científica. En consecuencia, solían asignarle los trabajos de carácter menos científico. Como por ejemplo, coger el coche e ir a Drammen. Bjørn Holm había mencionado que Bruun era un marica de los que flirteaban, pero que lo único que Kim Erik tenía que hacer era dejar la ropa y largarse.
Cuando la mujer del GPS anunció que «You have arrived at your destination», se encontraba ante un viejo edificio de apartamentos de alquiler. Aparcó el coche y echó a andar, pasó por una serie de puertas abiertas y subió a la tercera planta, hasta una puerta con un simple trozo de papel pegado con cinta adhesiva en el que se leía: GEIR BRUUN/ADELE VETLESEN.
Kim Erik llamó al timbre una vez más y oyó al cabo de unos instantes el ruido de alguien que se acercaba por el pasillo.
La puerta se abrió hacia dentro. El hombre solo llevaba una toalla en la cintura. Era increíblemente blanco, y tenía la calva de la coronilla húmeda y brillante de sudor.
—¿Geir Bruun? Espero no molestar —dijo Kim Erik Lokker, sujetando en el aire la bolsa de plástico con el brazo extendido.
—No pasa nada, solo estaba follando —dijo con la voz forzada que Bjørn Holm tan bien había imitado—. ¿Qué pasa?
—La ropa que nos dejaste. En cuanto a los pantalones de esquí, me temo que tenemos que quedárnoslos algún tiempo.
—¿No me digas?
Kim Erik oyó que abrían la puerta que había a espaldas de Geir Bruun. Y una voz de lo más femenina que gorjeó:
—¿Qué pasa, cariño?
—Nada, vienen a traer una cosa.
Una figura apareció detrás de Geir Bruun. No se había molestado en ponerse una toalla siquiera, y Kim Erik pudo comprobar que aquella criaturita era cien por cien mujer.
—Hola —dijo con voz cantarina por encima del hombro de Geir Bruun—. Pues si no era nada más, me gustaría recuperarlo.
Levantó un piececillo y empujó la puerta. El cristal se quedó vibrando y tintineando un buen rato después del portazo.
Harry detuvo la motonieve y se quedó mirando a través de la ventisca de nieve.
Allí había algo.
Bellman iba abrazado a su cintura y con la cara pegada a la espalda para quedar al abrigo del viento.
Harry aguardó. Siguió mirando.
Allí estaba otra vez. Una cabaña. De vigas machihembradas en las esquinas. Y un granero elevado.
Pero enseguida volvía a desaparecer, borrada por la nieve, como si nunca hubiera existido. Pero Harry sabía en qué dirección estaba.
Y entonces ¿por qué no pisaba el acelerador y se dirigía hacia allí para protegerse de la nevada? ¿Por qué dudaba? No lo sabía. Pero aquella cabaña tenía algo, un no sé qué que sintió los pocos segundos que pudo verla. Había algo en aquellas ventanas negras… La sensación de estar contemplando algo totalmente abandonado y, aun así, habitado. Algo que no era bueno, y que lo impulsó a pisar el acelerador con cautela, para que el motor no sonara más fuerte que el viento.