Duendes y enanos
Roger Gjendem iba corriendo por la calle de Karl Johan, donde las tiendas estaban abriendo. En la plaza de Egertorget levantó la vista y comprobó que las manecillas del reloj rojo de Freia indicaban las diez menos tres minutos. Empezó a correr más deprisa.
Lo habían citado de urgencia para presentarse ante Bent Nordbø, el redactor jefe del periódico, jubilado y legendario de todo punto, en la actualidad miembro del consejo de dirección y guardián del templo.
Torció a la derecha por la calle de Akersgata, donde todos los periódicos nacionales se habían amontonado en la época en que la edición en papel era la reina del periodismo. Giró luego a la izquierda, hacia el Juzgado, después a la derecha por la calle de Apotekergata, y entró sin aliento en Stopp Pressen! Se diría que no hubieran sabido decidir si el estilo debía ser el de un pub deportivo o el de un pub inglés tradicional. Quizá los dos, dado que la idea era que todos los periodistas se sintieran allí como en casa. En las paredes colgaban imágenes de prensa que ilustraban lo que había interesado, conmocionado, entusiasmado y horrorizado a la nación los últimos veinte años. Se trataba sobre todo de deportes, famosos y catástrofes naturales. Además de algunos políticos que se incluían en las dos últimas categorías.
Puesto que el lugar se encontraba a un paseo de las sedes de los dos diarios de la calle de Akersgata —el VG y el Dagbladet—, el Stopp Pressen! era más bien una prolongación del comedor de ambos, aunque en aquellos momentos solo hubiera allí dos personas. El camarero, detrás de la barra, y un hombre que estaba sentado al fondo del local, bajo un estante con los clásicos de Gyldendal y una radio antigua que, al parecer, debía otorgarle al establecimiento cierta pátina.
El hombre de debajo del estante era Bent Nordbø. Tenía el aspecto arrogante de John Gielgud, las gafas panorámicas de John Major y los tirantes de Larry King. Y estaba leyendo un periódico en papel, de los de verdad. Roger había oído que Nordbø solo leía el New York Times, The Financial Times, The Guardian, China Daily, Süddeutsche Zeitung, El País y Le Monde; pero que, por otro lado, los leía a diario. A veces hojeaba también el Pravda y el Dnevnik eslovaco, pero siempre decía que «las lenguas del este europeo eran muy pesadas para la vista».
Gjendem se plantó delante de la mesa y carraspeó un poco. Bent Nordbø terminó de leer los últimos renglones del artículo sobre la recuperación de zonas ruinosas del Bronx que estaban llevando a cabo los inmigrantes mexicanos, y echó una ojeada al resto de la página, para asegurarse de que no había en ella ninguna otra noticia de interés. Luego se quitó las gafas enormes que llevaba, cogió el pañuelo del bolsillo de la chaqueta de tweed y prestó su atención al hombre que jadeaba nervioso junto a la mesa, cuadrado como un militar.
—Roger Gjendem, supongo.
—Sí.
Nordbø dobló el periódico. Gjendem había oído decir que, cuando volvía a abrirlo, podías dar la conversación por terminada. Nordbø ladeó un poco la cabeza y se aplicó a la tarea nada sencilla de limpiar las gafas.
—Llevas muchos años trabajando en sucesos, conoces bien a los de Kripos, ¿verdad?
—Pues… sí.
—Bueno, pues ¿qué sabes de Mikael Bellman?
Harry cerró los ojos al sol que entraba a raudales en la habitación. Acababa de despertarse y dedicó los primeros segundos a sacudirse el mundo de los sueños y a reconstruir la realidad.
Habían oído sus disparos.
Y descubrieron el bastón nada más empezar a cavar con las palas.
Luego le contaron que lo que más miedo les daba mientras iban cavando alrededor del tiro de la chimenea era que les alcanzara un disparo.
Le dolía la cabeza como duele después de una semana de abstinencia de alcohol. Harry puso los pies en el suelo y recorrió con la mirada la habitación que le habían dado en el hotel de montaña de Ustaoset.
A Kaja y a Kolkka los llevaron en helicóptero a Oslo, al Rikshospitalet. Harry se negó a ir con ellos. Lo dejaron quedarse porque mintió y dijo que a él no le había faltado el aire en ningún momento y que se encontraba en perfecto estado.
Harry metió la cabeza debajo del grifo del lavabo y bebió. «El agua no solo no está tan mal, sino que incluso está bastante bien.» ¿Quién solía decir eso? Rakel, cuando quería que Oleg se tomara el vaso entero durante la cena. Encendió el móvil, que llevaba apagado desde que llegó a la cabaña Håvass. En Ustaoset tenía cobertura, según la pantalla, que también le revelaba que tenía un mensaje en el contestador. Harry lo escuchó, pero solo había un segundo de carraspeos, o de risas, y se interrumpió la línea. Harry comprobó el número de la llamada. Un número de móvil, podía ser cualquiera. Le sonaba vagamente familiar, pero no era del Rikshospitalet. Quienquiera que fuese llamaría otra vez si era importante.
En el comedor del hotel estaba Mikael Bellman, en solitaria majestad, con una taza de café. Tenía delante el periódico doblado, recién leído. Harry no tenía ni que mirarlo para saber que era más de lo mismo. Más sobre el caso, más sobre la impotencia de la policía, más presión. Pero en la edición del día no habían tenido tiempo de incluir la muerte de Jussi Kolkka.
—Kaja está bien —dijo Bellman.
—¿Dónde están los demás?
—Se han ido a Oslo en el tren de la mañana.
—¿Y tú no?
—Quería esperarte. ¿Qué piensas?
—¿Sobre qué?
—Sobre el alud. ¿Fue casualidad?
—No lo sé.
—¿No? ¿Oíste el estruendo antes de que se produjera?
—Pudo ser la masa de nieve de la cima al caer sobre la ladera, antes de provocar el alud.
—¿A ti te parece que sonó así?
—No sé cómo tiene que sonar. Fue un sonido que provocó la avalancha, supongo.
Bellman meneó la cabeza.
—Incluso los montañeros expertos creen en el mito de que un sonido es capaz de desencadenar aludes. Yo estuve en los Alpes con un experto en el tema que me contó que la gente todavía cree que, durante la Segunda Guerra Mundial, los cañones desencadenaron las avalanchas que se produjeron. La verdad es que la única forma de desencadenar un alud es provocar un impacto en la nieve con una sustancia explosiva.
—Ajá. Lo que significa…
—¿Sabes lo que es esto?
Bellman sujetaba una pieza de metal entre el índice y el pulgar.
—No —dijo Harry, y le indicó al camarero que estaba retirando el desayuno que le sirviera un café.
—«Duendes y enanos construyen en la montaña…» —tarareó Bellman.
—Paso.
—Me decepcionas, Harry. Pero, bueno, puede que yo tenga cierta ventaja. Me crié en Manglerud en los años setenta, en un barrio en construcción. Por todas partes cavaban cimientos en las parcelas. La banda sonora de mi infancia era el sonido de las cargas de dinamita al estallar. Cuando los trabajadores se iban, yo lo recorría todo y encontraba trozos de cable cubierto de plástico rojo, fragmentos de papel de los cartuchos. Kaja me ha contado que aquí tienen una forma especial de pescar, que los petardos son más habituales que el aguardiente. No me digas que no se te había pasado por la cabeza.
—Vale —dijo Harry—. Es un trozo del detonador. ¿Cuándo y dónde lo has encontrado?
—Cuando os sacaron de allí anoche. Dos policías y yo examinamos el lugar donde se originó la avalancha.
—¿Alguna huella?
Harry cogió la taza que le traía el camarero con un escueto «Gracias».
—No. Aquello está tan al descubierto que el viento ha barrido las posibles huellas de esquís. Pero Kaja dice que le pareció oír una motonieve.
—Sí. Y transcurrieron unos instantes desde que la oyó hasta que se produjo la avalancha. Quienquiera que fuese pudo haber aparcado la motonieve y acercarse a pie para que no lo oyéramos.
—Sí, eso había pensado yo.
—¿Y ahora?
Harry tomó un sorbito de café.
—Habrá que buscar el rastro de una motonieve.
—El comisario de la zona…
—Nadie sabe dónde está. Pero ya he conseguido una motonieve, un mapa, cuerdas y frenos de escalada, hacha y cepillo. Así que no te agobies y deja de apretar la taza, que vas a romperla: esta tarde va a nevar.
Según les explicó el director del hotel, que era danés, para llegar a la cima de la montaña donde había empezado la avalancha tenían que ir con la motonieve describiendo un amplio arco por el oeste de la cabaña Håvass, pero sin alejarse demasiado hacia el noroeste, por donde entraban en la zona llamada Kjeften, «las fauces». Se llamaba así por las rocas en forma de colmillo que la salpicaban. Precipicios y barrancos inesperados cortaban el paisaje, una zona peligrosísima para viajar con mal tiempo a menos que se conociera bien.
Eran las doce más o menos cuando Harry y Bellman se asomaron a contemplar la ladera, al fondo de la cual, en el valle, se atisbaba el tiro de la chimenea sobresaliendo de la nieve.
Las nubes ya se acercaban desde el oeste. Harry se concentró en el noroeste. Sin el sol, las sombras y las siluetas se desdibujaban.
—Tuvo que venir de allí —dijo Harry—. De lo contrario, lo habríamos oído.
—Kjeften —dijo Bellman.
Dos horas después, tras haber cruzado el área de sur a norte en sentido contrario sin encontrar ninguna marca de motonieve, se detuvieron a descansar. Sentados en el asiento de la motonieve, bebieron del termo que se había llevado Bellman. Había empezado a nevar un poco.
—Una vez me encontré un cartucho de dinamita sin usar en las obras de Manglerud —dijo Bellman—. Tenía quince años. En Manglerud, la gente joven podía dedicarse a tres cosas: el deporte, el «gospel» o las drogas. A mí no me interesaba ninguna de las tres. En todo caso, no me interesaba sentarme en el poyete de la ventana delante de la oficina de correos a esperar que la vida me llevara del hachís al pegamento, de ahí a la heroína, y de la heroína a la tumba. Eso fue lo que les ocurrió a cuatro compañeros de curso.
Harry se dio cuenta de que empezaba a aflorarle el dialecto de Manglerud.
—Yo odiaba todo aquello —dijo Bellman—. Así que mi primer paso hacia la profesión de policía fue llevarme aquel cartucho a la parte de atrás de la iglesia de Manglerud, donde la pandilla de fumadores de hachís tenía la pipa de tierra.
—¿La pipa de tierra?
—Habían hecho en el suelo un agujero, en el que habían encajado boca abajo una botella vacía de cerveza con una rejilla dentro, y allí colocaban el hachís encendido y humeando. También habían metido bajo tierra unos tubos de goma que salían del agujero a la superficie, como a medio metro. Luego se tumbaban en el césped alrededor de la pipa y cada uno fumaba de su tubo de goma. No sé por qué…
—Para enfriar el humo —murmuró Harry—. Así te colocas más con menos cantidad. Vaya con los aficionados al hachís, no está nada mal. Se ve que había menospreciado Manglerud.
—Bueno, el caso es que saqué uno de los tubos y metí el petardo en su lugar.
—¿Volaste la pipa?
Bellman asintió y Harry se echó a reír.
—Estuvo medio minuto lloviendo tierra —sonrió Bellman.
Guardaron silencio. El viento silbaba bajo y ronco.
—Supongo que debería darte las gracias —dijo Bellman bajando la vista hacia la taza de papel—. Por haber sacado a Kaja a tiempo.
Harry se encogió de hombros. Kaja. Bellman sabía que Harry estaba al corriente de su relación. ¿Cómo? ¿Quería eso decir también que Bellman estaba al corriente de lo suyo con Kaja?
—No tenía otra cosa que hacer —dijo Harry.
—Sí, claro que sí. Estuve observando el cadáver de Jussi antes de que se lo llevara el helicóptero.
Harry no respondió, cerró los ojos para evitar los copos de nieve, que ya caían con más intensidad.
—El cadáver tenía una herida en un lado del cuello. Y varias en las palmas de las manos. Como si le hubieran clavado un bastón. Lo encontraste a él primero, ¿verdad?
—Puede —dijo Harry.
—Porque había sangrado mucho por esa herida. Debía de latirle el corazón cuando se la hiciste, Harry. Y muy rápido. Deberías haber podido sacar a tiempo a una persona que seguía viva. Pero le diste prioridad a Kaja, ¿verdad?
—Bueno —dijo Harry—. Yo creo que Kolkka tenía razón. —Vació el resto del café en la nieve—. Uno tiene que elegir bando.
Encontraron el rastro de la motonieve hacia las tres, a un kilómetro del lugar donde se inició la avalancha, entre dos grandes rocas con forma de colmillo en una zona al abrigo del viento.
—Parece que aparcaron aquí —dijo Harry, y señaló el borde de la huella que habían dejado los cepillos de la cinta de goma—. La moto tuvo tiempo de hundirse en la nieve.
Pasó el dedo por una estría que había en el centro de la huella del patín izquierdo, mientras Bellman cepillaba el polvo de nieve seca que cubría la pista.
—Pues sí —dijo señalando el lugar—. Se dio la vuelta aquí y continuó hacia el noroeste.
—Nos estamos acercando al precipicio, y cada vez nieva más —dijo Harry, levantó la vista al cielo y sacó el teléfono—. Tenemos que llamar al hotel para pedir que nos manden un guía en motonieve. ¡Mierda!
—¿Qué pasa?
—No hay cobertura. Habrá que volver al hotel.
Harry miró la pantalla. Allí seguía la llamada perdida con aquel número que le sonaba un poco y cuyo propietario había dejado esos ruidos en el contestador. Los tres últimos números… ¿dónde coño los había visto? Y, de repente, cayó en la cuenta. La memoria del investigador. Ese número de teléfono estaba en la carpeta de «Antiguos sospechosos», y figuraba en una tarjeta de visita.
Una tarjeta en la que se leía «Tony C. Leike. Empresario». Harry dirigió la vista hacia Bellman.
—Leike sigue vivo.
—¿Qué?
—Por lo menos, su teléfono. Ha intentado llamarme mientras estábamos en la cabaña Håvass.
Bellman se lo quedó mirando sin pestañear. La nieve se le amontonaba en las largas pestañas y las manchas de pigmento parecían intensificarse. Habló en voz baja, casi en un susurro:
—Hay buena visibilidad, ¿no, Harry? Y no hay ni rastro de nieve en el aire.
—Una visibilidad de cojones —dijo Harry—. Y ni un puto copo de nieve.
Y se subió en marcha.
Avanzaban a trompicones por el territorio, de cien en cien metros. Sondeaban la posible ruta de la motonieve y seguían adelante, limpiaban el terreno con el cepillo, sondeaban la ruta, avanzaban otra vez. La raya del patín derecho, que supusieron causada por un accidente, les permitía estar seguros de que seguían la motonieve que les interesaba. En varios puntos de los valles o en las cimas azotadas por el viento se veía claramente el rastro y podían avanzar rápido. Pero no demasiado, Harry ya había advertido dos veces que había un precipicio, habían estado demasiado cerca. Eran casi las cuatro. Bellman encendía y apagaba el faro según la visibilidad que les permitieran los remolinos de nieve. Harry iba mirando el mapa. No sabía exactamente dónde se encontraban, solo que se alejaban cada vez más de Ustaoset. Y que pronto desaparecería la luz del día. Un tercio de Harry empezaba a preocuparse por el camino de vuelta. Pero pasó de la preocupación por una mayoría de dos tercios.
A las cuatro y media, perdieron el rastro.
Nevaba tanto que apenas veían nada.
—Esto es una locura —gritó Harry en medio del estruendo del motor—. ¿Por qué no esperamos a mañana?
Bellman se volvió hacia él con una sonrisa por respuesta.
A las cinco, volvieron a descubrir el rastro.
Se detuvieron y se bajaron.
—Lleva en esa dirección —dijo Bellman, y volvió a la motonieve—. ¡Vamos!
—Espera —dijo Harry.
—¿Por qué? Venga, vamos antes de que se haga de noche.
—¿No has oído el eco cuando has gritado?
—Ahora que lo dices —respondió Bellman—. ¿Una pared de roca?
—No hay paredes de roca señaladas en el mapa —dijo Harry, y se volvió hacia donde conducía.
—¡Un barranco! —dijo a voces.
Y oyó el eco. Casi automático. Se volvió otra vez hacia Bellman.
—Yo creo que la motonieve que ha dejado estas huellas tiene graves problemas.
—¿Qué sé de Bellman? —repitió Gjendem para ganar algo de tiempo—. Tiene fama de ser muy buen profesional. —¿Qué querría en realidad el legendario redactor Nordbø?—. Lo sabe todo y lo hace todo bien —continuó Gjendem—. Aprende rápido, y ahora, además, sabe cómo tratarnos a los periodistas. Algo así como un whizz-kid. No sé si me entiende…
—Es una expresión que me resulta familiar, sí —dijo Bent Nordbø con una sonrisita venenosa mientras limpiaba las gafas con el pañuelo entre el pulgar y el índice de la mano derecha—. Pero me interesa más saber si, además, hay otros rumores.
—¿Rumores? —dijo Gjendem, sin advertir que volvía a la fea costumbre de dejar la boca abierta al terminar de hablar.
—Espero sinceramente que conozcas ese concepto, Gjendem. Dado que de él vivís tú y tu empleador. Así que dime.
Gjendem dudó.
—Bueno, rumores, lo que se dice rumores…
Nordbø puso cara de impaciencia.
—Especulaciones, infundios, mentiras puras y duras. A mí no se me dan bien, Gjendem. Pon boca abajo la caja de los chismorreos, saca a relucir la satisfacción por el mal ajeno.
—O sea, cosas… ¿negativas?
Nordbø exhaló un suspiro.
—Querido Gjendem. ¿Tú has oído alguna vez chismorreos sobre la sobriedad, la generosidad, la fidelidad entre cónyuges o los jefes que no sean unos psicópatas? ¿Y no será porque la función de los chismorreos es procurarnos satisfacción a los demás, al ver que quedamos mucho mejor que el criticado?
Nordbø había terminado con una de las lentes, y empezó el trabajo de limpieza de la otra.
—Bueno, es un chismorreo muy vago, vaguísimo —dijo Gjendem, y añadió enseguida—: Y conozco perfectamente a muchas personas de las que se dice lo mismo, y que decididamente no lo son.
—Como antiguo redactor, te sugiero que elimines o bien «perfectamente» o bien «decididamente», muy repetitivo —dijo Nordbø—. Que decididamente no son ¿qué?
—Pues… celosos.
—¿No somos todos celosos?
—Celosos violentos.
—¿Le ha pegado a su mujer?
—No, no creo que le haya puesto la mano encima a ella. O que ella le haya dado motivo para estar celoso. En cambio, los que la miran más de la cuenta…