59

El entierro

Harry se hundía por capas de sueños, recuerdos y pensamientos a medio pensar. Todo estaba bien. A excepción de una voz que salmodiaba la misma frase sin cesar. La voz de su padre:

«… y al final sangrabas tanto que los chicos mayores se cansaron y se fueron».

Trató de ignorarla, de prestar atención a una de las otras voces. Pero también pertenecía a Olav Hole:

«Te daba miedo la oscuridad, pero no la rehuías».

Mierda, mierda, mierda.

Harry abrió los ojos a la oscuridad. Se retorcía en la fría zarpa de la nieve. Trataba de apartarla a patadas. Empezó a cavar delante de la rejilla. Ganó un poco más de espacio. Los dedos dieron con el canto metálico. No iba a morir, Olav Hole tendría que ir delante, ¡tenía que ser padre al menos para eso! Las manos le funcionaban como palas ahora que tenían sitio para moverse. Consiguió meter las dos manos por detrás de la rejilla y tiró de ella. ¡Bien! Se había movido. Volvió a tirar. Y lo notó. Aire. Pesado, con olor a cenizas. Pero aire, al fin y al cabo. Por ahora. Apartó la nieve. Metió las manos y sus dedos tocaron algo que parecía corcho y que se figuró que serían maderos a medio quemar. La rejilla había resistido el alud, ¡no había nieve en la chimenea! Continuó cavando.

Unos minutos, o quizá solo unos segundos después, se encontraba encogido en la enorme chimenea, respirando aire y echando cenizas con cada golpe de tos.

Y entonces comprendió que, hasta ese momento, solo había pensado en una cosa: en sí mismo.

Pasó el brazo por el muro de la chimenea, donde estaban los esquís de su padre. Removió en el hielo hasta que encontró lo que buscaba. Uno de los bastones. Aplastó la roseta del extremo y tiró. El bastón de metal liso, ligero y rígido se deslizó fácilmente a través de la nieve. Ya tenía el bastón en la chimenea, se lo colocó entre las piernas, juntó las botas y tiró para sacar la roseta. Y así se hizo con una lanza de metro y medio.

Kaja y Kolkka no podían estar muy lejos de donde él se encontraba hacía un momento. Trazó una red imaginaria, tal y como hacían en las escenas del crimen que debían peinar en busca de rastros, y empezó a pinchar. Trabajaba con rapidez, pinchaba con fuerza, pero asumía un riesgo calculado. En el peor de los casos, pincharía un ojo o le haría un agujero a la garganta de alguno de los dos, pero solo en el mejor de los casos seguirían respirando. Clavó el bastón un poco a la izquierda de donde creía que él había estado hacía un momento cuando notó que la punta daba con algo flexible. Retiró un poco el bastón, volvió a pinchar despacio y lo notó otra vez. Cuando iba a tirar, se dio cuenta de que no podía. Lo soltó y notó que tiraban de él. Alguien había agarrado la punta del bastón y tiraba y empujaba para indicarle que estaba vivo. Harry tiró, más fuerte esta vez, pero el otro lo retenía con una fuerza sorprendente. Harry necesitaba sacar el bastón, le estorbaría a la hora de empezar a cavar, así que metió la mano en el asa e incluso así tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para sacarlo.

Se quedó tumbado preguntándose por qué no había soltado ya el bastón para empezar a retirar la nieve. Dudó un segundo más. Luego, empezó a clavarlo en la nieve otra vez, hacia la derecha de donde estaba él. La misma sensación de algo flexible. ¿El estómago? Sujetaba el bastón flojito para ver si notaba alguna elevación o algún descenso, la respiración, pero no advirtió ningún movimiento.

Debería ser una elección sencilla. El camino hasta el primero era más corto y, además, había dado señales de vida. Había que salvar lo salvable. Harry ya se había arrodillado y empezó a cavar como un loco. Hacia el segundo.

Cuando llegó al cuerpo, había perdido la sensibilidad en los dedos, y tuvo que utilizar el dorso de la mano para notar que era la lana de un jersey. El jersey. El jersey blanco. Tocó un hombro, apartó más nieve, liberó un brazo y tiró hacia abajo del cuerpo sin vida por el agujero en la nieve. El pelo le cayó en la cara. Todavía olía a Kaja. Arrastró la cabeza y el torso hasta el suelo de la chimenea y le buscó el pulso en el cuello, pero tenía las yemas de los dedos como rellenas de cemento. Pegó la cara a la de ella y no notó el aliento. Le abrió la boca, comprobó que la lengua no obstaculizaba el paso e insufló aire una y otra vez. Se incorporó en busca de aire fresco, reprimió el ataque de tos que le provocaban las partículas de ceniza y volvió a la carga. Por tercera vez. Fue contando: cuatro, cinco, seis, siete. Empezaba a sentir que todo le daba vueltas, pensó que estaba otra vez junto a la chimenea de la cabaña de Lesja, que era un niño que soplaba sobre las ascuas para avivar el fuego y que su padre se reía al ver que se retiraba tambaleándose, mareado y a punto de desmayarse. Pero tenía que seguir, sabía que la probabilidad de reanimarla disminuía a cada segundo.

Cuando se inclinó por duodécima vez para volver a intentarlo, lo sintió: una corriente cálida en la cara. Contuvo la respiración, esperó sin atreverse a creer que fuera cierto. La corriente cálida desapareció, pero volvió enseguida. ¡Kaja estaba respirando! En ese mismo momento, se encogió y empezó a toser. Y entonces oyó un hilo de voz:

—¿Eres tú, Harry?

—Sí.

—¿Cómo…? No veo nada.

—Tranquila, estamos en la chimenea.

Silencio.

—¿Qué haces?

—Cavar para localizar a Jussi.

Harry no sabía cuánto tiempo había pasado cuando consiguió desenterrar la cabeza de Kolkka y arrastrarla hasta la chimenea. Solo sabía que, por lo que a Jussi Kolkka se refería, el tiempo se había terminado. Encendió una cerilla y, antes de que la llama se apagara, acertó a ver los ojos desorbitados y vacíos del finlandés.

—Está muerto —dijo.

—¿No puedes probar con el boca a boca…?

—No —dijo Harry.

—¿Y ahora…? —susurró Kaja débilmente, casi exánime.

—Tenemos que salir —dijo Harry, y le cogió la mano.

La apretó fuerte.

—¿No podemos esperar hasta que nos encuentren?

—No.

—La cerilla —dijo Kaja.

Harry no respondió.

—Se ha apagado enseguida —dijo Kaja—. Aquí tampoco hay aire. La cabaña entera está bajo la nieve. Por eso no quieres intentar reanimarlo. Ni siquiera hay aire para nosotros dos. Harry…

Harry se había levantado. Trataba de subir por el tiro de la chimenea, pero era demasiado estrecho, los hombros se le quedaron encajados. Se agachó otra vez, en esta ocasión levantando los brazos por encima de la cabeza. Lo consiguió a duras penas. Le entró claustrofobia, pero desapareció en el acto, como si el cuerpo comprendiera que las fobias irracionales eran un lujo que no podía permitirse en aquel momento. Presionó la espalda contra un lado del tiro y utilizó las piernas para impulsarse hacia arriba. Le tiraban los músculos, respiraba con dificultad y volvía a sentirse mareado. Pero continuó, un pie arriba, empujar, el otro pie… Cuanto más subía, más notaba el calor, y sabía que eso significaba que el aire caliente que ascendía no encontraba salida. Y se dijo que, si la chimenea hubiera estado encendida cuando llegó el alud, llevarían ya un buen rato muertos por intoxicación de dióxido de carbono. Que, dentro de la mala suerte, habían tenido suerte. Solo que la avalancha no había sido un accidente. El estruendo que oyeron…

El bastón dio con algo por encima de él. Siguió trepando. Tanteó con la mano libre. Era una reja metálica. De las que se ponían al final del tiro para que no se colaran en la cabaña ni ardillas ni otros animales. Pasó el dedo por el borde. Estaba fundida con el tiro en una sola pieza, ¡mierda!

Le llegó desde abajo la vocecilla de Kaja.

—Harry, estoy mareada.

—Respira hondo.

Metió el bastón por el tupido entramado de la reja.

¡No había nieve al otro lado!

Apenas notaba el ácido láctico que le ardía en los muslos, siguió empujando el bastón ansiosamente. Y sintió que lo embargaba la decepción al notar que se encontraba con algo duro. El remate de la chimenea. Debería haber recordado que la cabaña tenía uno de esos sombreretes tan graciosos al final del tiro de la chimenea, para evitar que entraran la lluvia o la nieve. Fue probando hasta que consiguió meter el bastón en diagonal por debajo del borde del sombrerete y notó la nieve dura y apelmazada, incluso más que en el interior de la cabaña. Pero también podía ser porque el bastón, al ser hueco y no tener la roseta, se estuviera llenando de nieve. Según iba clavando el bastón rogaba que se notara el fin repentino de la resistencia que significaba que había atravesado la infernal capa de nieve. Que significaba que podía retirar la nieve que taponaba aquel conducto de aire, dejar entrar el aire fresco y vivificante. Sacar de allí a Kaja y administrarle la inyección antimuerte. Pero no fue así. Había conseguido meter el bastón hasta la reja metálica, y nada. A pesar de todo, lo intentó: chupó con todas sus fuerzas por el bastón, pero se le llenó la boca de nieve seca y el bastón se taponó. Ya no aguantaba más, no podía seguir sujetándose haciendo presión en los lados y empezó a caer. Gritando y presionando con los brazos y las piernas, notó que se desollaba la piel de las manos, pero siguió cayendo. Aterrizó con las dos piernas sobre el cuerpo que había abajo.

—¿Estás bien? —preguntó Harry, metiéndose otra vez en el tiro.

—Bien —dijo Kaja con un quejido—. ¿Y tú? ¿Malas noticias?

—Sí —dijo Harry, y se agachó a su lado.

—¿Qué pasa? ¿Es que ahora tampoco estás enamorado de mí?

Harry se rió por lo bajo y la abrazó.

—Sí, ahora sí.

Notó el calor de las lágrimas que le caían por las mejillas cuando la oyó susurrar:

—¿Vamos a casarnos?

—Sí, claro que sí —dijo Harry, y supo que era el aire que le envenenaba el cerebro el que hablaba.

Ella se rió bajito.

—Hasta que la muerte nos separe.

Harry notó el calor de su cuerpo. Y algo duro. La funda del arma reglamentaria en la cintura. La soltó y se acercó como pudo a Kolkka. Le pareció advertir que la cara empezaba a adquirir ya esa rigidez marmórea tan fría. Y metió la mano en la nieve siguiendo el cuello y hacia abajo, hacia el pecho del muerto.

—¿Qué haces? —susurró Kaja agotada.

—Voy a coger la pistola de Jussi.

Harry oyó que contenía la respiración un instante. Notó su mano en la espalda, tanteando insegura, como un animalillo que hubiese perdido el sentido de la orientación.

—No —susurró Kaja—. No lo hagas… Así no… Deja que nos durmamos y ya está… Even.

Harry estaba en lo cierto. Jussi Kolkka se había tumbado en la cama con la pistola en la funda de la pechera. Abrió el botón que sujetaba el arma, agarró la culata, sacó la pistola de la nieve. Pasó un dedo por el cañón. No tenía mira, era la Weilert. Se levantó, pero demasiado rápido. Notó el vértigo, pensó en lo que tenía que hacer. Y se desmayó.

Bellman estaba contemplando el agujero que pronto alcanzaría los cuatro metros de profundidad cuando oyó el aleteo de los helicópteros de salvamento que se acercaban, como una pala para sacudir alfombras muy acelerada. Sus hombres utilizaban las mochilas para retirar la nieve, las izaban atándolas con los cinturones.

—¡La ventana! —oyó que gritaba el hombre que había en el hoyo.

—¡Rómpela! —le respondió Milano.

Se oyó ruido de cristales.

—¡Me cago en…! —oyó gritar.

Y supo que la imprecación anunciaba malas noticias.

—Tírame un bastón…

Bellman aguardaba en silencio. Y luego:

—Nieve. La puta nieve. Hasta el techo.

Bellman oyó los ladridos de los perros. Y trató de calcular cuántas horas tardarían en vaciar de nieve la cabaña. Mejor dicho: cuántos días.

Un dolor agudo en la mandíbula despertó a Harry, que notó un líquido que le corría tibio por la frente y entre los ojos. Comprendió que al caer debía de haberse golpeado contra la piedra en la cabeza y en la parte saliente de la mandíbula rota, y que eso era lo que lo había despertado. Lo extraño era que seguía de pie, aún con la pistola en la mano. Trataba de respirar un aire que no había. No sabía si quedaría suficiente para un último intento, pero ¿qué más daba? Era muy sencillo: no podía hacer otra cosa. Así que se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a trepar por el tiro. Una vez arriba, se apoyó, sin resuello, presionando con las piernas a ambos lados, tanteó la reja y encontró el bastón de metal, que aún seguía clavado en la nieve. Tenía una forma algo cónica, con la mayor abertura en el extremo del lado en el que estaba Harry, que, muy resuelto, introdujo por él el cañón de la pistola, que se atascó cuando llevaba dentro las tres cuartas partes. Eso significaba que el cañón había quedado totalmente paralelo en el interior del bastón, que haría las veces de silenciador, aunque de un metro y medio de longitud. La bala no atravesaría muchos más centímetros de nieve, pero ¿y si el bastón había quedado a poca distancia de la superficie?

Se inclinó sobre la pistola, para que no se le escapara y el disparo saliera torcido por el retroceso. Y disparó. Y disparó otra vez. Y otra. Tenía la sensación de que fueran a estallarle los tímpanos en aquel espacio hermético. Después de cuatro disparos, lo dejó, puso los labios alrededor del extremo del bastón y aspiró.

Aspiró… aire.

Se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de caerse otra vez. Volvió a aspirar, despacio, para no estropear el túnel que las balas habrían hecho en la nieve. Unos copos cayeron con el aire y se le quedaron debajo de la lengua. Aire. Sabía igual que un whisky con hielo, suave, ahumado.