58

Nieve

El silencio era ensordecedor y la oscuridad total. Harry trató de moverse. Imposible. Era como si tuviera todo el cuerpo escayolado, no podía mover un solo miembro. Verdad era que había hecho lo que su padre le había dicho: ponte una mano en la cara para que tengas un hueco despejado. Pero no sabía si en ese hueco habría aire. Porque no podía respirar. Y acababa de comprender la razón. Corazón de acero. Lo que Olav Hole le había contado que pasaba cuando la nieve te presionaba las costillas y el diafragma de modo que los pulmones quedaban inmovilizados. Lo que significaba que solo disponías del oxígeno que había en la sangre, un litro, aproximadamente; por lo que, según el consumo normal de en torno a 0,25 litros por minuto, te quedaban cuatro minutos de vida. Lo invadió el pánico. Necesitaba aire, ¡tenía que respirar! Tensó el cuerpo, pero la nieve era como una boa y lo aprisionó un poco más. Sabía que debía ahuyentar el miedo, tenía que pensar. Cuanto antes. El mundo exterior había dejado de existir; tiempo, gravedad, temperatura, nada de eso existía. Harry no tenía ni idea de dónde estaba arriba y dónde abajo, ni de cuánto tiempo llevaba sepultado en la nieve. Varios de los sabios consejos de su padre le rondaban por la cabeza. Que, para orientarte y saber en qué dirección estás, tienes que escupir y ver en qué sentido corre la saliva por la cara. Se pasó la lengua por el paladar. Sabía que el miedo, la adrenalina, se la había secado por completo. Abrió la boca y utilizó los dedos de la mano que tenía delante de la cara para introducir un poco de nieve. Masticó, abrió la boca otra vez y escupió el agua de la nieve derretida. Se agobió enseguida al notar que la nariz se le llenaba de agua. Cerró la boca y expulsó el agua. Expulsó el aire que le quedaba en los pulmones. No tardaría en morir.

El agua le había permitido saber que estaba boca abajo, y la sacudida brusca, que podía moverse un poco, a pesar de todo. Intentó otra sacudida, tensó todo el cuerpo como en un espasmo, notó que la nieve cedía. Un poco. ¿Lo bastante para neutralizar la férrea prisión del corazón de acero? Inhaló aire. Le entró un poco. No lo suficiente. El cerebro debía de notar ya el déficit de oxígeno; aun así, recordaba perfectamente las palabras de su padre durante aquella Pascua en Lesja: que bajo la nieve de una avalancha, si puedes respirar un poco no mueres por falta de oxígeno, sino por exceso de dióxido de carbono en la sangre. La otra mano había dado con algo, un objeto duro, como una rejilla. Olav Hole: «Bajo la nieve eres como un tiburón; si no puedes moverte, te mueres. Aunque la nieve esté lo bastante suelta como para permitir que entre algo de aire, el calor corporal y el de tu aliento formarán rápidamente una capa de hielo a tu alrededor, el aire no podrá entrar y el dióxido de carbono que produces al respirar no podrá salir. Y así crearás tu propio ataúd. ¿Lo comprendes?».

«Que sí, papá, pero tranquilízate. Estamos en Lesja, no en el Himalaya.»

La risa de su madre en la cocina.

Harry sabía que la cabaña estaba inundada de nieve. Que encima de donde se encontraba estaba el tejado. Y, encima del tejado, más nieve seguramente. No había salida. Aquello era el final.

Había rogado para no despertarse otra vez. Para que la próxima vez que quedara inconsciente fuera la última. Estaba boca abajo. Le retumbaba la cabeza como si fuera a explotar, debía de ser por la sangre que se le agolpaba dentro.

Lo despertó el ruido de una motonieve.

No intentó moverse. Al principio sí lo hacía, tironeaba, tensaba el cuerpo, trataba de liberarse. Pero se rindió muy pronto. No por los pinchazos de las piernas, ya hacía un buen rato que no sentía nada. Fue el ruido. El ruido de la carne, los tendones y los músculos al rasgarse y desgarrarse cuando tiraba y se retorcía, arrancando chillidos a la cadena que colgaba del techo del granero elevado. Tenía delante la mirada rota de un ciervo que colgaba de las patas traseras, como si lo hubieran capturado cayendo con la cornamenta boca abajo. Lo había cazado furtivamente. Con la misma escopeta con la que la había matado a ella.

Oyó el crujir quejumbroso de pasos en la nieve. Se abrió la puerta, entró la luz de la luna. Y allí estaba otra vez. El espectro. Y lo extraño fue que hasta que no lo vio boca abajo, como ahora, no tuvo la certeza.

—Eres tú —susurró. Era muy raro hablar sin los dientes delanteros—. Eres tú de verdad, ¿a que sí?

El hombre dio una vuelta a su alrededor, le desató la cuerda de las manos, que tenía atadas a la espalda.

—¿Po-podrás perdonarme, hijo mío?

—¿Estás listo para partir?

—Los has matado a todos, ¿verdad?

—Sí —dijo—. Pues entonces, nos vamos.

Harry hundió la mano derecha. Hacia la izquierda, la que estaba pegada a esa rejilla que él no sabía de qué era. Una parte de su cerebro le decía que estaba prisionero, que era una lucha inútil contra los segundos, que por cada suspiro estaba más cerca de la muerte, que lo único que hacía era prolongar el sufrimiento, postergar lo inevitable. La otra voz le decía que era mejor morir desesperado que apático.

Había conseguido abrirse paso cavando hasta la otra mano, y pasó la derecha por la rejilla. Apretó con las dos, tratando de empujarla, pero era imposible moverla. Se dio cuenta de que cada vez respiraba con más dificultad, de que la nieve era más lisa, de que su tumba se estaba cubriendo de hielo. El vértigo iba y venía. Solo un segundo, pero sabía que era la primera advertencia de que estaba respirando aire tóxico. De que pronto sentiría el adormecimiento y se le iría cerrando el cerebro, habitación tras habitación, como un hotel antes de la temporada baja. Y entonces fue cuando Harry lo sintió, algo que nunca había sentido antes, ni siquiera en las peores noches en Chungking Mansion: una soledad abrumadora. No era la certeza de que iba a morir lo que le restó toda la voluntad, sino la de que iba a morir allí, sin nadie, sin aquellos a los que quería, sin su padre, Søs, Oleg, Rakel…

Empezó a adormilarse. Harry dejó de cavar, a pesar de que sabía que aquello era la muerte. Una muerte seductora, atractiva, que lo acogía en su seno. ¿Por qué protestar, por qué resistirse, por qué elegir el dolor cuando podía entregarse? ¿Por qué elegir una salida distinta de la que siempre había elegido? Harry cerró los ojos.

Espera. La rejilla.

Debía de ser la rejilla que protegía la chimenea. La chimenea. El tiro. De piedra. Si algo había aguantado el alud, si había algún lugar en el que no hubiera penetrado la nieve, tenía que ser el tiro.

Volvió a empujar la rejilla. No se movió ni un milímetro. La tanteó con los dedos. Impotente, con resignación.

No había nada que hacer. Iba a terminar así. Su cerebro intoxicado de dióxido de carbono intuía cierta lógica en todo ello, pero no sabía cuál. Aunque la aceptaba. Dejó que lo inundara aquel sueño dulce y cálido. La anestesia. La libertad.

Deslizó los dedos por la rejilla. Detectó algo duro, sólido. El extremo de unos esquís. Los esquís de su padre. No opuso resistencia a la idea. De que así todo resultaba menos solitario, con la mano sobre los esquís de su padre. De que los dos juntos, al mismo tiempo, encontrarían la muerte. Recorrerían la última pendiente.

Mikael Bellman se quedó mirando lo que tenían delante. O, mejor dicho, lo que no tenían delante. Porque ya no estaba allí. La cabaña había desaparecido. Desde el vivaque se la veía como un dibujo diminuto sobre un gran papel blanco. Eso fue antes del estruendo y del retumbar lejano que lo despertó. Cuando por fin sacó los prismáticos, había vuelto el silencio. Solo se oía un eco diferido que rebotaba desde Hallingskarvet. Estuvo mirando una y otra vez por los prismáticos, recorrió con ellos toda la ladera de la montaña a lo lejos. Era como si hubieran pasado una goma de borrar por el papel: ya no había ni rastro del dibujo, tan solo una blancura apacible e inocente. Era incomprensible. ¿Había quedado enterrada la cabaña entera? Se abalanzaron sobre los esquís y tardaron ocho minutos en llegar al lugar del alud. O más bien, ocho minutos y dieciocho segundos. Lo había comprobado. Era policía.

—Joder, ha sido una avalancha de un kilómetro cuadrado —oyó que decía una voz a su espalda, y vio los haces de luz delgados y amarillos de las linternas recorrer la nieve.

Se oyó un chisporroteo en el radiotransmisor.

—La central de salvamento dice que el helicóptero llegará dentro de treinta minutos. Cambio.

Demasiado tiempo, pensó Bellman. ¿Cómo era lo que había leído? Después de media hora, las posibilidades de sobrevivir eran una de tres. Y cuando llegara el helicóptero, ¿qué coño iban a hacer, en realidad? ¿Clavar sondas en la nieve en busca de los restos de una cabaña?

—Gracias. Corto y cierro.

Ærdal apareció a su lado.

—¡Menos mal! Hay dos perros de salvamento en Ål. Los van a traer a Ustaoset. El comisario del pueblo, Krongli, no está en casa, o por lo menos no coge el teléfono, pero en el hotel hay un hombre que tiene una motonieve y puede traerlos.

Ærdal hizo el gesto de acelerar con la moto.

Bellman contempló la nieve que se extendía a sus pies. Kaja estaba allí, en algún lugar.

—¿Con qué frecuencia decían que se producían aludes en esta zona?

—Cada diez años —dijo Ærdal.

Bellman se balanceó sobre los talones. Milano dirigía a los otros, que recorrían la zona perforando la nieve con los bastones y los esquís.

—¿Y los perros? —preguntó.

—Cuarenta minutos.

Bellman asintió. Sabía que los perros no servirían de nada. Cuando llegaran, habría pasado más de una hora desde la avalancha.

La posibilidad de sobrevivir sería menor del diez por ciento incluso antes de que empezaran. Al cabo de hora y media, sería prácticamente igual a cero.

El viaje había empezado. Iba en motonieve. Era como si lo fueran recibiendo la oscuridad y la luz al mismo tiempo, como si el cielo, salpicado de diamantes, se abriera para darle la bienvenida. Sabía que detrás de él, en la nieve, estaba el hombre, el espectro, y que le apuntaba a la espalda quemada, carbonizada y cubierta de ampollas por la mira de un rifle. Pero ya no podían alcanzarlo los proyectiles, era libre, iba camino de su destino, adonde se dirigía desde siempre. Al mismo lugar al que fue ella, y recorriendo la misma ruta. Ya no estaba atado, y si hubiera estado en condiciones de usar manos y pies, se habría incorporado en el asiento, habría acelerado y habría llegado mucho más rápido. Mientras se dirigía hacia el cielo estrellado, gritaba de alegría.