56

Señuelo

Mierda de luz. A pesar de las gafas de sol, le escocían los ojos. Era como estar mirando un mar de diamantes, una luz de resplandor frenético; el sol brillaba sobre la nieve, que reflejaba el sol. Harry se apartó un poco de la ventana, aunque sabía que, por fuera, las ventanas eran espejos negros, impenetrables. Miró el reloj. Habían llegado a Håvass por la noche. Jussi Kolkka se había instalado en la cabaña con Harry y Kaja, los demás se habían ocultado en la nieve, en dos grupos de cuatro hombres, cada uno en un extremo del valle, separados por unos tres kilómetros.

Tres eran las razones por las que habían elegido la cabaña Håvass para poner la carnaza. La primera, porque era verosímil. La segunda, porque esperaban que el asesino pensara que, al conocer tan bien el lugar, podía sentirse seguro. La tercera, porque era una trampa perfecta. Al valle en el que estaba la cabaña solo podía accederse desde el nordeste y desde el sur. Por el este, la montaña era demasiado escarpada, y por el oeste había tantos precipicios y barrancos que era preciso conocer muy bien la zona para orientarse.

Harry levantó los prismáticos e intentó ver a los demás, pero solo veía blancura. Y luz. Había hablado con Mikael Bellman, que estaba en el sur; y con Milano, que estaba en el norte. En condiciones normales habrían usado los teléfonos móviles, pero la única red que tenía cobertura allá arriba, en las montañas deshabitadas, era la de Telenor. El antiguo operador estatal, parecido a un monopolio, tuvo capital suficiente para poner repetidores en cada cima azotada por el viento; pero dado que varios de los policías, Harry entre ellos, tenían contrato con otra compañía, utilizaban radiotransmisores. A fin de que pudieran localizarlo si ocurría algo en el Rikshospitalet, Harry había dejado un mensaje en el contestador avisando de que estaba fuera de cobertura en su número habitual, y dejó el número de Milano, que era de Telenor.

Bellman dijo que no habían pasado frío aquella noche, que la combinación de saco de dormir, esterilla reflectante del calor y hornillo de queroseno era tan eficaz que habían tenido que quitarse algo de ropa. Y que el techo de los vivaques que se habían construido en la ladera de la montaña empezaba a derretirse.

La conferencia de prensa tuvo tal cobertura de televisión, radio y prensa que solo alguien totalmente indiferente al caso habría podido perderse la noticia de que Iska Peller y un policía iban camino de la cabaña Håvass. Kolkka y Kaja salían de vez en cuando y gesticulaban, señalaban la cabaña, el camino por el que habían llegado y la letrina. Kaja en el papel de Iska Peller y Kolkka en el del único investigador que le ayudaba a reconstruir los sucesos de aquella fatídica noche. Harry se escondía en la cabaña, donde también había dejado los esquís y los bastones, para que fuera no se vieran más que los de ellos dos, clavados en la nieve.

Harry siguió el recorrido de una ráfaga de viento que barrió la planicie desierta y levantó remolinos de la nieve que había caído esa noche sobre la capa de hielo. La nieve envolvía las cimas, los precipicios, las pendientes, las irregularidades del terreno, donde creaba olas estáticas y grandes nubes, igual que la que sobresalía como el ala de un sombrero coronando el lado de la montaña que quedaba detrás de la cabaña.

Naturalmente, Harry sabía que no era seguro que el hombre al que buscaban fuera a aparecer por allí. Podía ocurrir que, por alguna razón, Iska Peller no estuviera en la lista, que considerase que aquella no era la ocasión adecuada, que tuviera otros planes para ella. O que presintiera algo. Incluso podía haber razones más banales aún. Que estuviera de viaje, enfermo…

Pero tanto daba. Si calculara cuántas veces lo había orientado mal su intuición, la cifra le diría que debería abandonarla como método y como guía. Pero no calculaba así. Más bien calculaba en todas aquellas ocasiones en que la intuición le había dicho algo que él ya sabía que sabía. Y ahora, le decía que el asesino iba camino de la cabaña Håvass.

Harry volvió a mirar el reloj. Le habían dado veinte horas. Detrás de la rejilla de aquella chimenea gigantesca crujían y crepitaban los troncos de abeto. Kaja se había echado para descansar en uno de los dormitorios, mientras que Kolkka se sentó en el salón a lubricar una Weilert P11 que había desmontado. Harry reconoció la pistola de fabricación alemana, que no tenía punto de mira. La Weilert estaba diseñada para situaciones de lucha cuerpo a cuerpo en las que había que sacar rápidamente el arma de la funda, del cinturón o del bolsillo, y con un cañón sin obstáculos era más fácil evitar que se enganchara en algo. Además, en tales situaciones, el punto de mira era superfluo: uno dirigía la pistola hacia el objeto y disparaba, no apuntaba. Al lado tenía el arma de reserva, una SIG Sauer, montada y cargada. Harry sentía su Smith & Wesson 38 rozándole las costillas.

Habían llegado de noche en helicóptero a Neddalsvannet, a unos kilómetros de la cabaña, y recorrieron el resto del camino esquiando. En otras circunstancias, es posible que Harry hubiera apreciado la belleza de un llano inmenso cubierto de nieve y bañado por la luz de la luna. Del resplandor de la aurora boreal que ondeaba en el cielo. O de la cara radiante de felicidad de Kaja mientras se deslizaban por aquel silencio blanco como por un cuento, en una ausencia tan absoluta de sonido que el ruido del roce de los esquís viajaba kilómetros y kilómetros por la planicie. Pero se jugaban demasiado, y él no podía permitirse arriesgar nada por tener ojos para otra cosa que no fuera el trabajo, la caza.

Fue Harry quien eligió a Kolkka para el papel de investigador. No porque hubiera olvidado el episodio del Justisen, sino porque si la cosa salía según habían planeado, les serían útiles las habilidades del finlandés en la lucha cuerpo a cuerpo. En el mejor de los casos, el asesino quizá lo intentara durante el día, y entonces podría atraparlo uno de los dos grupos escondidos en la nieve. Pero si se presentaba por la noche y no lo veían hasta que hubiera llegado a la cabaña, ellos tres tendrían que apañárselas solos.

Kaja y Kolkka habían dormido en las habitaciones, Harry en la sala de estar. La mañana había transcurrido sin necesidad de charla, incluso Kaja estuvo en silencio. Concentrada.

En el cristal de la ventana vio que Kolkka montaba la pistola, la levantaba, le apuntaba a la nuca y disparaba un tiro imaginario. Veinte horas. Harry esperaba que el asesino no tardara mucho.

Mientras Bjørn Holm cogía la ropa azul de enfermera del armario de Adele sentía en la espalda la mirada de Geir Bruun, que estaba en el umbral.

—¿No será mejor que te lo lleves todo? —dijo Bruun—. Así me ahorraré tener que tirarlo. Por cierto, ¿dónde está Harry, tu colega?

—Se ha ido a esquiar a la montaña —dijo Holm con tono paciente, y fue metiendo las prendas en las bolsas de plástico que llevaba.

—¿No me digas? Interesante, no parecía un chico al que le gustara el esquí. ¿Y adónde ha ido?

—No te lo puedo decir. A propósito de esquís, ¿qué llevaba Adele en la cabaña Håvass? Aquí no hay ropa de montaña.

—Se la presté yo, naturalmente.

—¿Tú le prestaste el equipo de esquí?

—No sé por qué te sorprende.

—No creía que fueras uno de esos chicos… a los que les gusta el esquí.

Holm se dio cuenta de que sus palabras habían sonado más insinuantes de lo que pretendía, y notó un calor que le subía por la nuca.

Bruun se echó a reír y dio una vuelta completa junto a la puerta.

—Exacto, a la hora de vestir yo soy un… esnob.

Holm carraspeó y habló con voz más grave de lo normal, sin saber por qué:

—¿Puedo verla?

—Vaya —dijo Bruun, encantado al ver la turbación de Holm—. Ven, vamos a ver lo que tengo.

—Las cuatro y media —dijo Kaja. Por segunda vez, le pasó a Harry el cazo del estofado de carne. Sus manos no se rozaron. Las miradas tampoco. Ni las palabras. La noche que pasaron juntos en Oppsal quedaba tan lejana como lo soñado dos días atrás—. Según el guión, yo debería estar ahora fumándome un cigarro en la parte sur.

Harry asintió y le pasó el cazo a Kolkka, que se sirvió lo que quedaba y se puso a comer con apetito.

—Vale —dijo Harry—. Kolkka, ¿te colocas tú en la ventana de la fachada oeste? Ahora el sol está bajo, así que busca destellos de prismáticos.

—Cuando haya comido —dijo Kolkka despacio, con énfasis, antes de llevarse a la boca el tenedor bien cargado.

Harry enarcó una ceja. Le indicó a Kaja que saliera.

Cuando salió por la puerta, Harry se sentó junto a la ventana y paseó la mirada por la altiplanicie y las crestas de las montañas.

—O sea que Bellman te contrató cuando nadie te quería.

Lo dijo en voz baja, pero el silencio que reinaba en la sala de estar era tan intenso que lo habría oído aunque se lo hubiera susurrado.

Pasaron varios segundos sin respuesta. Harry supuso que Kolkka estaba procesando el hecho de que se hubiera dirigido a él a propósito de un tema personal.

—Estoy al tanto de los rumores que circulaban cuando te despidieron de Europol. Lo de que, durante un interrogatorio, habías agredido a un tío con una antigua condena por violación. Es verdad, ¿no?

—Eso es asunto mío —dijo Kolkka, y se llevó el tenedor a la boca—. Pero pudo deberse a que no me mostrara el respeto suficiente.

—Ya. Lo interesante fue que esos rumores nacieron en el seno mismo de Europol. Ya que esos rumores les facilitaban las cosas. Y a ti también, supongo. Y, naturalmente, a los padres y al abogado de la chica a la que estuviste interrogando.

Harry oyó que el ruido que hacía al masticar cesaba de golpe.

—Ellos recibieron su compensación en silencio, sin tener que llevaros a juicio ni a ti ni a Europol. Y la chica se ahorró tener que declarar y contar lo que pasó cuando estuviste en su habitación, que estuviste haciéndole preguntas sobre la amiga a la que habían violado y que su respuesta te excitó tanto que empezaste a toquetearla. Tenía quince años, según los informes internos de Europol.

Harry oyó la respiración de Kolkka.

—Supongamos que Bellman también leyó esos informes —continuó Harry—. Que tuvo acceso a ellos gracias a sus contactos y por vía indirecta. Igual que yo. Que esperó un tiempo antes de ponerse en contacto contigo. Esperó hasta que se te hubo disipado la rabia, hasta que te desinflaste, hasta que te viste en un callejón sin salida. Y entonces te recogió. Te devolvió el trabajo y parte del orgullo perdido. Sabiendo que se lo pagarías con lealtad. Bellman compra cuando el mercado está por los suelos, Kolkka. Así es como se agencia su guardia de corps.

Harry se volvió hacia Jussi Kolkka. El finlandés tenía la cara como la cera.

—Te han comprado, pero no te han pagado, Jussi. Los esclavos como tú no inspiran ningún respeto. Ni al massa Bellman ni a mí. Joder, si ni siquiera tú sientes respeto por ti mismo.

El tenedor de Kolkka cayó al plato con un ruido casi ensordecedor, se levantó, rebuscó en el anorak y sacó la pistola. Se acercó a Harry, se inclinó sobre él. Pero Harry no se movió, se lo quedó mirando tranquilamente.

—Así que, ¿cómo vas a recuperar el respeto, Jussi? ¿Pegándome un tiro?

Al finlandés le temblaban de ira las pupilas.

—¿O vas a empezar a trabajar de una puta vez?

Harry observó la altiplanicie otra vez.

Oyó los resoplidos fatigosos de Kolkka. Aguardó. Oyó que se daba la vuelta. Oyó que se alejaba. Oyó que se sentaba junto a la ventana que daba al oeste.

El radiotransmisor emitió un carraspeo. Harry cogió el micrófono.

—¿Sí?

—Pronto habrá oscurecido. —Era la voz de Bellman—. No va a venir.

—Seguid vigilando.

—¿El qué? El cielo se ha cubierto de nubes, y sin la luz de la luna no vamos a ver una…

—Si nosotros no vemos, él tampoco —dijo Harry—. O sea, estad atentos a la luz de una linterna.

El hombre había apagado la linterna. No necesitaba luz. Sabía adónde llevaba la pista que iba siguiendo. A la cabaña. Y quería habituarse a la oscuridad. Quería tener las pupilas dilatadas y sensibles a la luz cuando llegara. Allí estaba, aquella pared enorme de madera negra con las ventanas negras. Como si no hubiera nadie dentro. Se oyó el resonar en la nieve recién caída cuando el hombre tomó impulso para deslizarse los últimos metros. Se detuvo y escuchó el silencio unos segundos, antes de quitarse los esquís sin hacer ruido. Sacó el pesado cuchillo lapón de hoja aterradora en forma de barco y empuñadura amarilla de madera lacada. Valía tanto para cortar ramas como para rajar renos. O gargantas.

El hombre abrió la puerta tan en silencio como pudo y entró en el vestíbulo. Se detuvo y aguzó el oído junto a la puerta de la sala de estar. Silencio. ¿Demasiado? Bajó el picaporte y abrió la puerta, pero se quedó a un lado, con la espalda contra la pared. Entonces, para ser un objetivo lo más reducido posible, se adentró a toda prisa, encogido y cuchillo en mano en la negrura de la sala de estar.

Atisbó la silueta del muerto, que estaba sentado en el suelo, con la cabeza colgando y los brazos aún alrededor de la estufa.

Guardó el cuchillo en la funda y encendió la lámpara que había junto al sofá. No lo había pensado hasta ese momento: el sofá era como el de la cabaña Håvass, a la Asociación de Turismo le harían descuento por compras al por mayor, seguramente. Pero la funda era vieja, la cabaña llevaba varios años cerrada; su ubicación era algo más peligrosa de la cuenta, se habían producido varios accidentes, gente que había caído por un precipicio cuando buscaba esa cabaña.

La cabeza del muerto junto a la estufa de hierro se elevó despacio.

—Perdona que irrumpa de esta manera.

Comprobó que las correas que le sujetaban al muerto las manos alrededor de la estufa estuvieran bien ajustadas.

Luego, empezó a sacar lo que llevaba en la mochila. Se había enfundado bien el pasamontañas, había entrado en la tienda de Ustaoset rápidamente y había vuelto a salir igual de rápido. Galletas. Pan. Periódicos. Que traían más información sobre la conferencia de prensa. Y la testigo de la cabaña Håvass.

—Iska Peller —dijo en voz alta—. Australiana. Ahora se encuentra en la cabaña. ¿A ti qué te parece? ¿Tú crees que vio algo?

A las cuerdas vocales del otro apenas llegaba el aire suficiente como para que se lo oyera:

—Policía. Policía en la cabaña Håvass.

—Ya, eso dice el periódico. Y solo un investigador.

—Están allí. La policía ha alquilado la cabaña.

—¿Ah, sí?

Miró al otro. ¿Le habría tendido una trampa la policía? Y aquel cerdo que tenía delante, ¿estaba tratando de ayudarle, de salvarlo de caer en ella? La idea lo encolerizó. Pero aquella mujer tenía que haber visto algo; de lo contrario, no la habrían traído nada menos que desde Australia, ¿no? Echó mano del atizador.

—Joder, cómo apestas. ¿Te has cagado encima?

La cabeza del muerto cayó otra vez hacia el pecho. Al parecer, el muerto se había mudado allí. Había algunos objetos personales en los cajones. Una carta. Herramientas. Varias fotos antiguas de la familia. El pasaporte. Como si estuviera huyendo, como si creyera que podría irse a algún sitio. Salvo allí abajo, al fuego en el que ardería por sus pecados. A pesar de que había empezado a pensar que tal vez no fuera el muerto el promotor de todo aquello. Después de todo, el umbral del dolor de una persona tenía unos límites, luego empezaba a hablar.

Volvió a comprobar el teléfono. Sin cobertura, ¡joder!

Y qué hedor. El granero elevado. Tendría que colgarlo allí para que secara. Igual que con la carne ahumada.

Kaja se había acostado y esperaba poder dormir un poco antes de que le tocara el turno de guardia.

Kolkka se sirvió café primero, y luego le sirvió a Harry.

—Gracias —dijo Harry, y se quedó mirando la oscuridad.

—Esquís de madera —dijo Kolkka, que se había colocado junto a la cocina y observaba los esquís de Harry.

—De mi padre —dijo.

Había encontrado el equipo de esquí en el sótano de la casa de Oppsal. Los bastones eran nuevos, y de algún tipo de aleación que parecía pesar menos que el aire. Harry pensó por un instante que aquel tubo metálico podría estar lleno de helio. Pero aquellos esquís anchos eran los mismos esquís de montaña de siempre.

—Cuando yo era pequeño, íbamos todos los años por Pascua a la cabaña que el abuelo tenía en Lesja. Mi padre siempre quería subir esa cumbre. Así que nos decía a mi hermana y a mí que en la cima había un quiosco, y que vendían Pepsi, la bebida favorita de Søs. Si aguantábamos y subíamos la última pendiente…

Kolkka asintió y pasó la mano por la parte posterior de los esquís de color blanco. Harry tomó un trago del café recién hecho.

—Søs siempre se las arreglaba para olvidar que se trataba del mismo engaño de una Pascua a otra. Y yo siempre esperaba que me pasara lo mismo. Pero tenía el problema de siempre, recordaba todo lo que mi padre me inculcaba. Sentido común en la montaña, cómo utilizar la naturaleza como brújula, cómo sobrevivir a una avalancha. Los reyes noruegos, las dinastías chinas y los presidentes americanos.

—Son buenos esquís —dijo Kolkka.

—Un poco cortos.

Kolkka se sentó junto a la ventana, en el otro extremo de la habitación.

—Ya, eso es algo que uno nunca se imagina, que los esquís de tu padre se te vayan a quedar pequeños.

Harry esperó. Esperó. Y luego, ocurrió.

—Me parecía tan bonita… —dijo Kolkka—. Y creí que yo le gustaba. Ridículo. Pero lo único que hice fue tocarle un poco el pecho. Ella no opuso resistencia. Supongo que tenía miedo.

Harry consiguió resistir la tentación de levantarse y salir de allí.

—Es verdad —dijo Kolkka—. Uno es leal a quien lo saca del vertedero. Aunque veas que te está utilizando. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Hay que elegir bando.

Cuando Harry se dio cuenta de que había cerrado el grifo verbal, se levantó y fue a la cocina. Revisó todos los armarios, en un intento vano de encontrar algo que sabía que no había allí, una especie de maniobra disuasoria desesperada para librarse del tío que le gritaba en la cabeza: «Una copa, solo una».

Se le había presentado una oportunidad. Una sola. El espectro había desatado las correas, lo levantó, maldijo el hedor a mierda, lo llevó al baño y lo metió en la ducha y abrió el grifo. El espectro se quedó allí un rato mirándolo mientras trataba de hacer una llamada con el móvil. Maldijo la mala cobertura y fue al salón, donde oyó que lo intentaba otra vez.

Quería llorar. Había huido allí, se había refugiado para que nadie lo encontrara. Se había instalado en la cabaña cerrada, tras llevarse lo necesario. Creyó que estaría a salvo entre los precipicios. A salvo del espectro. No lloró. Porque mientras el agua le atravesaba la ropa, mientras empapaba los restos de la camisa roja que tenía pegados a la piel de la espalda, comprendió que aquella era su oportunidad. Su móvil estaba en el bolsillo de los pantalones que tenía doblados en la silla, junto al lavabo.

Intentó levantarse, pero las piernas se negaban. No importaba, hasta la silla solo había un metro. Extendió los brazos carbonizados en el suelo, resistió el dolor y se arrastró, oyó que se le reventaban las ampollas, notó el olor, pero lo consiguió de dos brazadas, rebuscó en los bolsillos, cogió el móvil. Estaba encendido y tenía cobertura total. Contactos. Había guardado el número de aquel policía, más que nada, para verlo en la pantalla si lo llamaba.

Pulsó el botón de llamada. Sonó como si el teléfono respirase hondo entre cada señal. Una única oportunidad. La ducha sonaba lo suficiente como para que el hombre no lo oyera hablar. ¡Ya está! Oyó la voz del policía. Lo interrumpió con sus susurros, pero la voz siguió. Y comprendió que estaba hablando con un contestador. Esperó a que terminara el mensaje, apretando el teléfono en la mano; notó que se le resquebrajaba la piel, pero no lo soltó. No podía soltarlo. Tenía que dejar un mensaje si… ¡termina de una puta vez, joder, venga ya ese pitido!

No lo había oído llegar, la ducha había ahogado sus pasos sigilosos. Le arrebató el teléfono de las manos y acertó a ver que la bota se le venía encima.

Cuando recuperó la conciencia, el hombre estaba mirando su móvil con interés.

—¿Así que tú tienes cobertura?

El hombre salió del cuarto de baño mientras iba marcando, hasta que solo se oyó el ruido de la ducha. Pero volvió enseguida.

—Vamos a hacer un viaje. Tú y yo.

El hombre parecía de pronto de buen humor. Tenía en la mano un pasaporte. El suyo. En la otra, los alicates de la caja de herramientas.

—Abre la boca.

Tragó saliva. Dios santo, ten piedad.

—¡Que abras la boca, te digo!

—Por favor, te lo ruego, te he contado todo lo que…

No alcanzó a decir más cuando una mano le agarró la garganta impidiéndole la respiración. Se resistió un instante. Luego acudieron las lágrimas. Y entonces abrió la boca.