55

Turquesa

Cayó la noche, clara y de un frío mordiente.

Harry aparcó el coche en la cuesta, delante de la dirección de Voksenkollen que le habían dado. En una calle formada por grandes y lujosos chalets, aquella casa se distinguía bien. Parecía sacada de un cuento popular, una residencia regia con vigas tintadas de negro, gigantescas columnas de madera en la entrada y césped en el tejado. En la explanada había otros dos edificios, más una versión Disney de un granero elevado. Harry dudaba de que el armador Anders Galtung no tuviera un frigorífico lo bastante grande.

Llamó al timbre de la verja, advirtió que había una cámara en el muro y dijo su nombre a la mujer que se lo preguntó. Subió por un sendero de grava intensamente iluminado que sonaba como si fuera devorando lo que le quedaba de las suelas de las botas.

Una mujer de mediana edad con un delantal y los ojos turquesa lo recibió en la puerta y lo acompañó a un salón vacío. Lo hizo con una mezcla tan armoniosa de superioridad y amabilidad profesional que, ni siquiera después de que lo dejara solo tras preguntarle «¿Café o té?», podía decir si se trataba de la señora Galtung, la sirvienta de la familia o las dos cosas.

Cuando llegaron a Noruega los grandes cuentos tradicionales de otros países, aquí no había ni reyes ni nobleza, así que en las versiones noruegas el rey aparecía como un campesino rico vestido de armiño. Y eso, ni más ni menos, fue lo que vio Harry cuando Anders Galtung apareció en el salón: un campesino rico, gordo, bonachón y algo sudoroso, con su chaqueta de punto con estampado noruego. Pero, después de estrecharle la mano a Harry, sustituyó la sonrisa por preocupación, más adecuada a las circunstancias.

—¿Alguna novedad? —preguntó antes de soltar un suspiro.

—No, lo siento.

—Tony se pierde de vez en cuando, por lo que dice mi hija.

Harry creyó advertir que Galtung pronunciaba el nombre de su futuro yerno con cierto disgusto. El armador se dejó caer en una silla bellamente decorada, enfrente de Harry.

—¿Vosotros tenéis alguna teoría? O mejor dicho, ¿tienes tú alguna teoría, Galtung?

—¿Teoría? —Anders Galtung meneó la cabeza—. No lo conozco lo bastante bien para teorizar. Se habrá ido a la montaña, a África, ¿qué sé yo?

—En fin. Yo venía a hablar con tu hija, la verdad…

—Lene vendrá enseguida —lo interrumpió Galtung—. Pero quería preguntarte primero.

—¿Preguntar el qué?

—Ya te lo he dicho, si había alguna novedad. Y… Y si estáis seguros de que ese hombre es trigo limpio.

Harry tomó nota de que «Tony» había sido reemplazado por «ese hombre» y comprendió que su primera intuición era correcta: Galtung no estaba satisfecho con la elección de su hija.

—¿Y tú, Galtung, estás seguro?

—¿Yo? Bueno, yo diría que he demostrado que confío en él. Después de todo, estoy a punto de invertir una suma considerable en su proyecto del Congo. Una suma muy considerable.

—Así que Espen Askeladd, el mendigo del cuento que acaba de llamar a la puerta, se lleva a la princesa y la mitad del reino, ¿no?

Galtung miró a Harry unos segundos sin decir nada.

—Puede —dijo.

—Y puede que sea tu hija la que esté presionando para que inviertas. Porque el proyecto depende en gran medida de tu dinero, ¿verdad?

Galtung se encogió de hombros.

—Soy armador. Vivo de correr riesgos.

—Y puedes morir de lo mismo.

—Dos caras de la misma moneda. En los mercados de riesgo, la suerte de uno es la muerte del otro. Hasta ahora la muerte ha sido para los otros, y espero que continúe así en el futuro.

—¿Que mueran otros?

—La naviera es una empresa familiar, y si Leike va a formar parte de la familia, debemos procurar que…

La puerta del salón se abrió y Galtung guardó silencio. Era una mujer alta, rubia, con las facciones toscas del padre y los ojos turquesa de la madre, pero sin la fanfarronería campesina del padre y sin la superioridad solemne de la madre. Caminaba un poco encorvada para parecer más baja, para no sobresalir, y estuvo más tiempo mirándose los zapatos que mirando a Harry mientras le estrechaba la mano y se presentaba como Lene Gabrielle Galtung.

No tenía mucho que aportar. Y menos preguntas que hacer. Parecía encogerse bajo la mirada de su padre cada vez que respondía a las preguntas de Harry, que se cuestionó si no se habría equivocado al suponer que ella lo hubiera presionado para invertir nada.

Veinte minutos después, Harry dio las gracias, se levantó y, como a una señal invisible, la mujer de los ojos turquesa apareció otra vez.

Cuando le abrió la puerta notaron el golpe de frío y, mientras se abrochaba el abrigo, Harry le preguntó:

—¿Dónde cree que se encuentra Tony Leike, señora Galtung?

—Yo no creo nada —dijo la mujer.

Quizá fuera porque respondió demasiado rápido, o quizá por el tic de la comisura de los ojos, o solamente por el deseo tan intenso de Harry de encontrar algo, lo que fuera; la cuestión es que no se quedó convencido de que dijera la verdad. Pero lo que añadió después no le dejó ninguna duda:

—Y yo no soy la señora Galtung. Ella está arriba.

Mikael Bellman colocó bien el micrófono que tenía delante y paseó la mirada por el auditorio. Se oían susurros, pero todos dirigían la atención a la tribuna para no perderse nada. En la sala atestada de periodistas reconoció al reportero del Stavanger Aftenblad, y a Roger Gjendem, del Aftenposten. A su lado oía a Ninni, vestida como de costumbre con el uniforme recién planchado. Alguien inició la cuenta atrás para el comienzo, como era habitual en las conferencias de prensa que se retransmitían en directo por radio o por televisión. Y al fin resonó la voz de Ninni en los altavoces:

—Bienvenidos. Hemos convocado esta conferencia para manteneros al día de lo que estamos haciendo. Las posibles preguntas…

Un leve murmullo.

—… las atenderemos al final. Le doy la palabra al responsable de la investigación, el comisario Mikael Bellman.

Bellman carraspeó un poco. Todos estaban allí. Les habían permitido a los canales de televisión que instalaran sus micrófonos en la tribuna.

—Gracias. Empezaré enfriando un poco la cosa. Me parece que hemos elevado las expectativas más de la cuenta con nuestra invitación. No haremos declaraciones acerca de ningún giro decisivo en la investigación. —Bellman vio la decepción en las caras, acompañada de algún que otro lamento—. Os hemos invitado para satisfacer vuestro deseo expreso de que os mantengamos informados. De modo que, si teníais cosas mejores que hacer hoy, lo siento mucho.

Bellman terminó con una sonrisita, oyó reír a varios de los periodistas y comprendió que lo habían perdonado.

Mikael Bellman les refirió lo principal de la investigación hasta ese momento. Es decir, reiteró los escasos motivos de éxito con los que contaban: que habían rastreado la cuerda hasta una cordelería próxima al lago Lyseren, y que habían encontrado a otra víctima, Adele Vetlesen, y les habló del arma utilizada en dos de los asesinatos, lo que llamaban «la manzana de Leopoldo». Novedades antiguas. Vio que uno de los periodistas ahogaba un bostezo. Mikael Bellman miró el papel que tenía delante. El guión. Porque eso era, el guión de una pieza dramática menor, redactada palabra por palabra. Bien calibrada y revisada. Ni de más, ni de menos; el cebo debía oler, pero en ningún caso apestar.

—Para terminar, diré unas palabras sobre los testigos —comenzó, y vio que la gente de la prensa se erguía en los asientos—. Como sabéis, les hemos pedido a quienes pasaron la noche con las víctimas en la cabaña Håvass que se pongan en contacto con nosotros. Y hemos recibido respuesta de una persona llamada Iska Peller. Llegará esta noche en un vuelo procedente de Sidney, y mañana saldrá para la cabaña Håvass con uno de nuestros investigadores. Una vez allí, reconstruirán en la medida de lo posible lo sucedido aquella noche.

Como es lógico, en condiciones normales no habrían mencionado el nombre del testigo, pero en este caso era importante, de modo que la persona para la que realmente hablaban —el asesino— comprendiera que la policía había encontrado en efecto a una de las personas del libro de visitas. Bellman no hizo especial hincapié en la palabra «uno» cuando habló de «uno de nuestros investigadores», pero ese era el mensaje. Solo ellos dos, el testigo y un simple investigador. En una cabaña. Lejos de la civilización.

—Naturalmente, esperamos que la señorita Peller nos proporcione una descripción de los demás huéspedes de aquella noche.

Habían discutido lo suyo sobre la elección de vocabulario. Debían dar a entender que la testigo podría revelar quién era el asesino. Al mismo tiempo, Harry apuntó que era importante que el que la testigo viajara con un solo investigador no despertara demasiadas sospechas, y que la introducción sumaria «Para terminar, diré unas palabras sobre los testigos» y lo de «Naturalmente, esperamos…» que restaba dramatismo al asunto, indicaran que la policía, por el momento, no consideraba importante aquel testimonio, ergo no requería más recursos. Esperaban que el asesino lo viera de otra forma.

—¿Qué creéis que pudo ver la testigo? ¿Y podrías deletrear su nombre?

Era el periodista de Rogaland. Ninni se inclinó para recordar que el turno de preguntas debía esperar, pero Mikael indicó con una señal que lo dejara.

—Ya veremos lo que recuerda cuando vuelva a la cabaña —dijo Bellman, y se acercó al micrófono con el logotipo de la NRK. El canal estatal. Emisión nacional—. Irá con uno de nuestros investigadores más expertos y se quedará allí veinticuatro horas.

Vio que Harry Hole, que estaba al fondo del local, asentía discretamente. Lo había soltado. Veinticuatro horas. Un día y una noche. El señuelo estaba servido. Bellman siguió contemplando a los presentes. Descubrió al Pelícano. Ella fue la única que protestó, consideraba indignante que sopesaran siquiera la posibilidad de engañar a la prensa. Él pidió al grupo que hicieran un descanso y habló con ella a solas. Después, la mujer se adhirió a la opinión de la mayoría. Ninni abrió el turno de preguntas. La cosa se animó, pero Mikael Bellman se relajó y se preparó para las cortinas de humo, las declaraciones difusas y aquella frase tan socorrida de «Sobre eso no podemos entrar en detalles en esta fase de la investigación».

Tenía frío en las piernas, tanto que no las sentía. ¿Cómo podía ser? Si el resto del cuerpo le ardía… Gritó hasta que se le agotó la voz, tenía la garganta sequerosa, reseca, desgarrada, una herida abierta con sangre requemada hasta convertirse en polvo rojo. Olía a pelo y a pellejo carbonizados. El calor de la estufa había ido atravesándole la camisa de franela y la espalda, que terminaron fundiéndose mientras él gritaba sin cesar. Lo estaba fundiendo como si fuera un soldadito de plomo. Cuando sintió que el dolor y el calor le devoraban la conciencia, que por fin iba cayendo en un estado de inconsciencia, se despertó con un espasmo. El hombre le había arrojado un cubo de agua fría. Aquel alivio instantáneo lo hizo llorar otra vez. Luego, oyó el chisporroteo del agua hirviendo entre la espalda y la estufa, y el dolor volvió con renovada intensidad.

—¿Más agua?

Levantó la vista. El hombre estaba delante de él con otro cubo. Se le fueron los nublos de la vista y, durante un instante, lo vio con toda claridad. El resplandor del fuego que se veía a través de la portezuela de la estufa bailaba sobre su cara y hacía brillar las gotas de sudor que le cubrían la frente.

—Es muy sencillo. Solo necesito saber quién. ¿Es alguien de la policía? ¿Algún policía estuvo en la cabaña aquella noche?

Él respondió temblando:

—¿Qué noche?

—Ya sabes qué noche. Ya están muertos casi todos, venga.

—No lo sé. Yo no tengo nada que ver con eso, tienes que creerme. Agua. Por favor. Por favor…

—¿Por favor? ¿Favor? O sea, ¿favor?

El hedor. El hedor de sí mismo al arder. Las palabras que le salían como fogonazos no eran más que susurros roncos.

—Solo… solo estaba yo.

Una risa desganada.

—Qué listo. Quieres que parezca que estás dispuesto a contármelo todo para librarte del dolor. Para que te crea cuando parezca que no eres capaz de pronunciar el nombre de la persona con la que colaboras. Pero yo sé bien que tú puedes aguantar más. Eres de los duros.

—Charlotte…

El hombre cortó el aire con el atizador. Él ni siquiera notó el golpe. Simplemente, perdió el conocimiento durante un segundo largo y maravilloso. Luego, cayó de nuevo en el infierno del dolor.

—¡Ella está muerta! —vociferó el hombre—. ¡Dime algo que me sirva!

—Me refería a la otra —dijo, tratando de que le funcionara el cerebro. Vamos, se acordaba, él tenía buena memoria, ¿por qué le fallaba ahora?—. Es australiana…

—¡Mentira!

Notó que se le cerraban los párpados otra vez. Otra ducha de agua. Un instante de claridad.

La voz:

—¿Quién? ¿Cómo?

—¡Mátame! ¡Por piedad! Yo… sabes que no estoy protegiendo a nadie. Por Dios bendito, ¿por qué iba a proteger a nadie?

—Yo no sé nada.

—Entonces ¿por qué no me matas? Yo la maté a ella. ¿Me oyes? ¡Vamos, tienes la oportunidad de vengarte!

El hombre se apartó del cubo, se desplomó en la silla, con la barbilla apoyada en los puños, y respondió despacio, como si no hubiera oído lo que el otro acababa de decir, como si estuviera pensando en otra cosa:

—¿Sabes?, llevo tantos años soñando con esto… Y ahora que estamos aquí… esperaba que me supiera mejor.

El hombre lo golpeó otra vez con el atizador. Ladeó la cabeza y se quedó observándolo. Con expresión de disgusto, le clavó un poco el atizador en el costado.

—¿Será que me falta imaginación? ¿Será que a este plato le falta el condimento justo?

Algo lo impulsó a volverse. Hacia la radio. Estaba puesta, muy bajito. Se acercó, subió el volumen. Las noticias. Voces en una sala grande. Decían algo de la cabaña Håvass. Un testigo. Una reconstrucción. Tenía tanto frío, las piernas estaban ya fuera de combate. Cerró los ojos y volvió a suplicar a su dios. No que lo librara del dolor, tal y como había hecho hasta ahora. Pedía perdón, que la sangre de Jesús lo limpiara de pecado, que fueran otros los que pagaran por todo lo que había hecho. Había quitado vidas. Sí, eso había hecho. Pidió verse purificado en la sangre del perdón. Y luego, morir.