Tulipán
Bellman miraba a Harry en silencio. Mejor dicho, sus ojos acaramelados de cervatillo se dirigían a Harry, pero miraban hacia dentro. Harry sabía que, en aquellos momentos, se estaba celebrando allí un encuentro con una serie de controversias; o eso parecía. Bellman desató despacio la bolsa de magnesio que llevaba en la cintura, como para ganar tiempo. Tiempo para pensar. Luego metió la bolsa en la mochila con un movimiento airado.
—Si, y solo si, te pidiera ayuda sin tener nada con lo que amenazarte, ¿por qué ibas a ayudarme?
—No lo sé.
Bellman dejó de guardar cosas y levantó la vista.
—¿No lo sabes?
—No. Desde luego, no es por lo mucho que te quiero, Bellman. —Harry respiró hondo. Jugueteó con el paquete de tabaco—. Digamos más o menos que incluso los que se creen sin hogar descubren de pronto que también ellos tienen uno. Un lugar en el que pueden plantearse que los entierren un día. ¿Y sabes dónde quiero yo que me entierren, Bellman? En el parque que hay delante de la Comisaría General. No por mi amor a la policía ni porque sea partidario de eso que llaman «espíritu corporativo». Al contrario, me he pasado la vida escupiéndole a la lealtad cobarde que los policías muestran por «el Cuerpo», esa camaradería incestuosa que solo se debe a que la gente cree que un mal día podrían necesitar un favor. Un colega que puede vengarse por ti, dar un testimonio que te declare inocente o que mire para otro lado cuando lo necesites. Todo eso me da asco.
Harry se volvió hacia Bellman.
—Sino porque la policía es lo único que tengo. Es mi tribu. Y mi trabajo es resolver casos de asesinato. Ya sea para Kripos o para Delitos Violentos. ¿Eres capaz de comprenderlo, Bellman?
Mikael Bellman se presionaba el labio inferior entre el pulgar y el índice.
Harry señaló la pared.
—¿Qué estabas escalando ahí, Bellman, un 7+?
—Un 8–. On sight.
—Difícil. Y supongo que esto te parecerá más difícil todavía. Pero quiero que sea así.
Bellman se aclaró la garganta.
—De acuerdo. De acuerdo, Harry. —Dio un tirón fuerte de la cuerda de la mochila—. ¿Puedes ayudarnos?
Harry se guardó el paquete de tabaco en el bolsillo y bajó la cabeza.
—Por supuesto.
—Antes tengo que hablar con tu jefe y preguntarle si le parece bien.
—No hace falta —dijo Harry, y se levantó—. Ya lo he informado de que, a partir de ahora, trabajamos juntos. Nos vemos a las dos.
Iska Peller miraba por la ventana de la casa de piedra de dos plantas enclavada en una hilera de casas idénticas que bordeaba la calle. Podría haberse encontrado en cualquier calle de cualquier ciudad inglesa, pero se trataba del barrio de Bristol, en Sidney, Australia. Se había levantado un frío viento del sur. El calor de la tarde se disiparía en cuanto se hubiera puesto el sol.
Oyó ladrar a un perro, y el tráfico abundante en la autopista, dos manzanas más allá.
Habían cambiado al hombre y a la mujer que vigilaban en el coche al otro lado de la calle. Ahora eran dos hombres. Bebían despacio de un vaso de papel con tapa de plástico. Despacio, sí, porque no existía ninguna razón para beberse el café deprisa cuando uno tenía por delante una guardia de ocho horas en las que no iba a pasar nada en absoluto. Aminorar la marcha, frenar el metabolismo, hacer como los aborígenes: entrar en ese estado de inactividad e introspección que es su modo de esperar y en el que pueden instalarse hora tras hora, día tras día, si fuera necesario. Trató de imaginarse cómo podrían ayudarle esos bebedores de café tan lentos en el caso de que sucediera algo de verdad.
—Perdón —dijo al teléfono, tratando de atenuar el temblor que la ira contenida le imprimía a su voz—. Me gustaría mucho ayudaros a encontrar al asesino de Charlotte, pero esa propuesta es imposible. —En este punto, la ira pudo con ella, a pesar de todo—. ¡Mira que platear la pregunta siquiera! Ya estoy haciendo de señuelo aquí. Ni diez caballos salvajes me persuadirían de viajar otra vez a Noruega. Vosotros sois los policías, cobráis por atrapar a ese monstruo. ¿Por qué no hacéis de cebo vosotros?
Colgó y arrojó el teléfono indignada. Le dio al cojín del sillón, del que salió disparado uno de los gatos, que se escabulló hacia la cocina. Escondió la cara entre las manos y dejó correr las lágrimas. Querida Charlotte. Su queridísima Charlotte.
Antes nunca le había tenido miedo a la oscuridad. Ahora no pensaba en otra cosa: pronto se pondría el sol, caería la noche, implacable una y otra vez.
En el teléfono sonaron las primeras notas de una canción de Antony and the Johnsons y la pantalla se iluminó encima del cojín. Se acercó para ver. Se le erizó el vello de la nuca. El número empezaba por cuarenta y siete. De Noruega, otra vez.
Se llevó el aparato a la oreja.
—¿Sí?
—Soy yo otra vez.
Iska Peller suspiró aliviada. Era el policía.
—Ya que no quieres venir, me preguntaba si podríamos utilizar tu nombre.
Kaja miraba al hombre que se inclinaba sobre el regazo de la pelirroja; y a la mujer, que pegaba la cara al cuello desnudo de él.
—¿Qué ves? —preguntó Mikael.
Su voz resonó hueca entre las paredes del museo.
—Lo está besando —dijo Kaja, y se alejó un poco del cuadro—. O lo está consolando.
—Le está mordiendo para chuparle la sangre —dijo Mikael.
—¿Por qué?
—Alguna razón habrá para que Munch lo llamara Vampiro. ¿Lo tienes todo listo?
—Sí, cojo el tren de Ustaoset dentro de una hora.
—¿Para qué querías que nos viéramos aquí antes de salir?
Kaja respiró hondo.
—Quería decirte que no podemos seguir viéndonos.
Mikael Bellman se balanceaba sobre los talones.
—Amor y dolor.
—¿Qué?
—Ese fue el primer título que le puso Munch al cuadro. ¿Te ha contado Harry los detalles del plan?
—Sí. ¿Has oído lo que acabo de decirte?
—Gracias, Solness, oigo perfectamente. Si no recuerdo mal, eso ya me lo habías dicho antes. Te sugiero que lo pienses bien.
—Ya está pensado, Mikael.
Bellman se pasó la mano por el nudo de la corbata.
—¿Te has acostado con él?
Ella se sobresaltó.
—¿Con quién?
Bellman se rió por lo bajo.
Kaja no lo vio alejarse. Mantuvo la mirada fija en la cara de la mujer, mientras oía cómo se extinguía el ruido de sus pasos.
La luz se filtraba hacia el interior a través de unas persianas grises de acero, y Harry se caldeaba las manos con una taza de café blanca con el nombre de Kripos en letras azules. La sala de conferencias se parecía, para variar, a aquella otra de Delitos Violentos en la que tantas horas de su vida había pasado. Luminosa, costosa a la par que espartana de esa forma fría y moderna que no implica minimalismo, sino solamente cierto grado de falta de espíritu. Una sala que incita a la eficacia, para poder salir de allí echando leches.
Las ocho personas que se encontraban allí constituían lo que Bellman le había presentado como el núcleo duro del grupo de investigación. Harry solo conocía a dos de ellos: Bjørn Holm, y una investigadora robusta y campechana aunque no demasiado imaginativa a la que llamaban Pelícano, que trabajó en su día en Delitos Violentos. Bellman presentó a Harry ante todos, incluido Ærdal, un hombre con gafas de montura de concha y un traje marrón con un corte que hacía pensar en la RDA. Estaba sentado en el extremo de la mesa, algo retirado de los demás, y se limpiaba las uñas con una navaja del ejército suizo. Harry le supuso un pasado militar en los servicios de inteligencia. Todos ellos habían entregado sus informes. Todos los cuales confirmaban la sospecha de Harry: el caso estaba estancado. Notó la postura defensiva, sobre todo en el informe sobre la búsqueda de Tony Leike. Su autor incluía las listas de pasajeros que se habían comprobado y con qué compañías, todas ellas con respuesta negativa; y qué instancias de qué compañías telefónicas los habían informado de que ninguno de sus repetidores había captado señales del teléfono móvil de Leike. Decía además que en ninguno de los hoteles de la ciudad se había alojado nadie apellidado Leike, pero que, naturalmente, el Capitán (Harry sabía del autonombrado y superentusiasta informante de la policía y recepcionista del hotel Bristol) había llamado para avisarles de que había visto a una persona que se parecía a Tony Leike. El investigador responsable informó con una prolijidad impresionante de todo lo que se había hecho, sin percatarse de que lo que hacía era defender el resultado. Cero. Nada.
Bellman estaba sentado en un extremo de la mesa, con las piernas cruzadas, pero con la raya del pantalón aún impecable. Agradeció los informes e hizo una presentación un poco más formal de Harry, leyendo algo parecido a un currículo, con mención del año de licenciatura en la Escuela Superior de Policía, el curso del FBI sobre asesinatos en serie que siguió en Chicago, el caso del payaso asesino en Sidney, el ascenso a comisario y, por supuesto, el caso del Muñeco de Nieve.
—En otras palabras, Harry es parte de este equipo desde hoy —dijo Bellman—. Y me informará a mí.
—¿Y solo está bajo tu mando? —preguntó sibilante el Pelícano.
Harry recordó que precisamente se ganó el sobrenombre por lo que acababa de hacer. El modo en que bajaba la barbilla y una nariz larguísima y picuda hacia la garganta no menos larga y delgada cuando te miraba por encima de las gafas. Escéptica y voraz al mismo tiempo, como si estuviera planteándose incluirte en el menú.
—Es más bien que no está a las órdenes de nadie —dijo Bellman—. Es independiente dentro del equipo. Digamos que el comisario Hole es un asesor. ¿Qué te parece, Harry?
—¿Por qué no? —dijo Harry—. Un tío pagado y valorado de más que cree que sabe algo que vosotros no sabéis.
Risas cautas en torno a la mesa. Harry intercambió una mirada con Bjørn Holm, que lo animó con un gesto.
—Salvo que, en este caso, sí que sabe más —dijo Mikael Bellman—. Has hablado con Iska Peller, ¿verdad, Harry?
—Sí —dijo Harry—. Pero primero me gustaría que me contarais algo más acerca de ese plan vuestro de utilizarla como cebo.
El Pelícano se aclaró la garganta.
—No lo tenemos perfilado con detalle. Hasta ahora solo hemos pensado que queremos traerla a Noruega, hacer público que la tenemos alojada en un lugar donde el asesino vea que es una presa fácil. Y luego estar preparados y esperar confiando en que se trague el anzuelo.
—Ya —dijo Harry—. Sencillo.
—Está demostrado que, por lo general, lo sencillo es lo que funciona —dijo el hombre de la navaja militar y el traje de la RDA, y acto seguido se concentró en la uña del dedo índice.
—Estoy de acuerdo —dijo Harry—. Pero el señuelo no se presta a colaborar. Iska Peller se ha negado a venir.
Se oyeron lamentos y suspiros de resignación.
—Así que propongo que tratemos de hacer algo más sencillo todavía —dijo Harry—. Iska Peller me preguntó por qué no hacemos nosotros de cebo, ya que cobramos por atrapar al monstruo.
Miró a su alrededor. Desde luego, contaba con la atención de todos. Convencerlos sería más difícil.
—Resulta que tenemos una ventaja con respecto al asesino. Suponemos que tiene la hoja arrancada del libro de visitas de la cabaña, así que conoce el nombre de Iska Peller. Pero él no sabe cómo es. Aun cuando supongamos que el asesino estaba en la cabaña aquella noche, Iska Peller y Charlotte Lolles llegaron antes que él. Iska estaba enferma y pasó ese día y toda la noche sola en el dormitorio que compartía solamente con Charlotte. Y allí se quedó hasta que todos se hubieron marchado. En otras palabras, podemos hacer un poco de teatro con uno de los nuestros en el papel de Iska Peller, sin que el asesino se entere.
Otra mirada alrededor de la mesa. El escepticismo flotaba como una nube densa sobre sus caras inexpresivas.
—¿Y cómo habías pensado que acudiera la gente a esa representación teatral? —preguntó Ærdal, y cerró la navaja.
—Haciendo lo que mejor se os da en Kripos —dijo Harry.
Silencio.
—¿A saber? —preguntó al fin el Pelícano.
—Las conferencias de prensa —dijo Harry.
Se hizo un silencio tremendo. Hasta que se oyó una carcajada. De Mikael Bellman. Todos miraron a su jefe sorprendidos. Y comprendieron que el plan de Harry Hole ya estaba aceptado.
—O sea… —comenzó Harry.
Después de la reunión, Harry llamó aparte a Bjørn Holm.
—¿Te sigue doliendo la nariz? —preguntó Harry.
—¿Estás pidiéndome perdón?
—No.
—Pues… No, tuviste suerte de no rompérmela, Harry.
—Podría haber supuesto un cambio para mejor.
—¿Vas a pedirme perdón o no?
—Perdona, Bjørn.
—Vale. Y supongo que eso quiere decir que vas a pedirme un favor, ¿verdad?
—Sí.
—¿Que es…?
—Me preguntaba si habéis estado en Drammen para comprobar el ADN de la ropa de Adele. Dado que se vio varias veces con el tío de la cabaña Håvass.
—Revisamos su armario, pero el problema es que había lavado la ropa, la había usado y, seguramente, había estado en contacto con muchas otras personas desde aquella noche.
—Tengo entendido que no era aficionada al esquí, ¿comprobasteis el equipo?
—No tenía.
—¿Y el uniforme de enfermera? Puede que solo se utilizara aquella vez y que aún conserve rastros de esperma.
—Tampoco había uniforme.
—¿Ninguna minifalda descarada ni la consabida cofia con la cruz roja?
—Nada. Había unos pantalones de hospital azul claro, con la parte de arriba, pero nada particularmente excitante.
—Ya. Puede que no encontrara la variante de la minifalda. O que ni se molestara. ¿Podríais analizarme ese uniforme hospitalario?
Holm dejó escapar un suspiro.
—Ya te digo que revisamos toda la ropa allí mismo, y lo que podía lavarse, estaba lavado. Ni una mancha, ni un pelo, nada.
—¿Podrías llevarlo todo al laboratorio? ¿Y comprobarlo a fondo?
—Harry…
—Gracias, Bjørn. Y estaba de broma. Tienes una nariz preciosa. De verdad.
Habían dado las cuatro cuando Harry recogió a Søs en un coche de Kripos del que Bellman le había permitido disponer por el momento. Fueron al Rikshospitalet y hablaron con el doctor Abel. Harry fue traduciendo lo que Søs no comprendía, y ella lloró un poco. Luego fueron a ver a su padre, al que habían trasladado a otra habitación. Søs le cogió la mano a su padre y susurró su nombre una y otra vez, como para despertarlo del sueño.
Sigurd Altman entró, le puso la mano a Harry en el hombro un rato, no demasiado, y le dijo unas palabras, no demasiadas.
Después de dejar a Søs en el apartamento de Sognsvann, Harry bajó al centro, donde siguió conduciendo, avanzando por los meandros de calles de dirección única, de calles en obras, de calles sin salida. Cruzó calles de putas, calles de tiendas, calles de droga, y hasta que no llegó y tuvo la ciudad a sus pies, no comprendió que iba rumbo a los búnkeres alemanes. Llamó a Øystein, que se presentó a los diez minutos, aparcó el taxi al lado de su coche, dejó la puerta entornada, subió el volumen de la música, trepó al muro y se sentó al lado de Harry.
—Coma —dijo Harry—. No estoy muy seguro de que sea tan malo. ¿Tienes un cigarrillo?
Se quedaron allí escuchando a Joy Division. «Transmission». Ian Curtis. A Øystein siempre le habían gustado los cantantes que morían jóvenes.
—Lástima que no me haya dado tiempo de hablar con él desde que se puso enfermo —dijo Øystein, y dio una calada.
—No lo habrías hecho aunque hubieras tenido todo el tiempo del mundo —dijo Harry.
—No, ya, tendré que consolarme con eso.
Harry se echó a reír. Øystein lo miró mosqueado, sonrió, como si no estuviera seguro de que fuera apropiado reír con un padre a las puertas de la muerte.
—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo Øystein—. ¿Una fiestecita en la que emborracharse como homenaje? Podría llamar a Tresko y…
—No —dijo Harry, y apagó el cigarrillo—. Tengo que trabajar.
—¿Prefieres más muerte y depravación antes que unas copitas?
—Puedes pasarte a ver a mi padre y decirle «Que te vaya bien» mientras todavía respira.
Øystein se estremeció.
—No soporto los hospitales. Además, no oirá una mierda, ¿no?
—No estaba pensando en él, Øystein.
El amigo cerró los ojos para que no le entrara el humo.
—La poca educación que me dieron me la dio tu padre, Harry. ¿Lo sabías? El mío no valía una cagada de mosca. Mañana voy a verlo.
—Me parece bien.
Levantó la vista hacia el hombre que tenía encima. Veía cómo movía la boca, oía las palabras que pronunciaba, pero algo debía de haberse estropeado, era incapaz de juntarlas y entender nada sensato. Lo único que comprendía era que había llegado la hora. La venganza. Que tendría que pagar. Y, en cierto modo, saberlo era un alivio.
Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la gran estufa circular de hierro. Tenía los brazos hacia atrás, rodeando el horno; las manos, atadas con dos correas de esquí. De vez en cuando vomitaba, seguramente por la conmoción cerebral. Había dejado de chorrear sangre y había recuperado la sensibilidad en todo el cuerpo, aunque en los ojos tenía como una neblina que iba y venía. Aun así, estaba seguro. Aquella voz. Era la voz de un espectro.
—Vas a morir muy pronto —le susurraba—. Igual que ella. Pero hay algo positivo, y es que tú vas a poder elegir el modo. Por desgracia, solo hay dos alternativas. La manzana de Leopoldo…
El hombre sostenía en la mano una bola metálica perforada, de uno de cuyos agujeros colgaba un hilo también metálico.
—Tres de las chicas tuvieron ocasión de probarla. A ninguna le gustó demasiado. Pero es indoloro y rápido. Y lo único que exige es que respondas a unas preguntas. ¿Cómo? ¿Y quién más lo sabe? ¿Con quién has estado colaborando? Créeme, es preferible la manzana a la otra opción. La cual tú, que eres un hombre inteligente, ya habrás adivinado…
El hombre se levantó, se dio unas palmaditas exageradamente lentas para entrar en calor y sonrió encantado. Lo único que quebraba el silencio era aquella voz susurrante:
—Aquí dentro hace un poco de frío, ¿no te parece?
Luego oyó un crepitar débil. Se quedó mirando la cerilla. La llama firme, amarilla, en forma de tulipán.