Visita
Algo lo había despertado. Un ruido. No había ruidos allá fuera, o ninguno que no le resultara familiar, y esos no lo despertaban. Se levantó, puso los pies en el suelo frío y miró por la ventana. Su paisaje. Había quien lo llamaba tierra desierta, a saber qué querían decir. Porque desierta no estaba nunca, siempre había algo. Como ahora. ¿Un animal? ¿O sería él, el fantasma? Algo había allá fuera, eso era seguro. Miró hacia la puerta. Estaba cerrada con llave y cerrojo por dentro. La escopeta estaba en el granero. Se estremeció a pesar de la camisa de gruesa franela roja que usaba para abrigarse y para dormir cuando estaba allí. Estaba tan desolado el salón… Y desolado estaba el paisaje de fuera. Un mundo vacío. Pero no desierto. Estaban los dos. Los dos que quedaban.
Harry estaba soñando. Con un ascensor con dientes, con una mujer con un palito de cóctel entre los labios color rojo sangre, un payaso que llevaba la cabeza sonriente bajo el brazo, una novia blanca en el altar con un muñeco de nieve, una estrella dibujada en el polvo de la pantalla de un televisor, una niña manca en un trampolín de Bangkok, el agradable olor de las pastillas para urinarios, la silueta de un cuerpo humano que se recorta bajo el plástico azul de un colchón de agua, un martillo percutor y la sangre que le salpica en la cara, tibia y mortal. El alcohol había sido cruz, ajos y agua bendita para combatir los fantasmas, pero esa noche había luna llena y sangre virginal, y ahora surgían de los más oscuros rincones y las tumbas más profundas e iban jugando a la pelota con él, arrojándoselo unos a otros en la danza, más violentos, más salvajes que nunca, al ritmo de los latidos de un corazón angustiado ante la muerte, y la alarma de incendios, que resonaba implacable aquí, en el infierno. Luego todo quedó en un silencio súbito. Un silencio profundo. Allí estaba otra vez. Le llenaba la boca. No podía respirar. Hacía frío y todo estaba oscuro y él no podía moverse, no…
Harry se estremeció y parpadeó desconcertado en la oscuridad. Entre las paredes quedó suspendido un eco. ¿Un eco de qué? Cogió el revólver, que tenía en la mesita de noche, puso los pies en el suelo helado y bajó la escalera hasta el salón. Vacío. En la licorera no había nada pero aún tenía la luz encendida. Allí había siempre una única botella de coñac Martell. Su padre era muy prudente con el alcohol, sabía cuáles eran sus genes, y el coñac era para las visitas. La botella, polvorienta y medio vacía, había sucumbido en el maremoto, junto con el capitán Jim Beam y el marinero Harry Hole. Harry se sentó en el sillón, jugueteó metiendo el dedo en el agujero del brazo. Cerró los ojos y se imaginó llenando un vaso hasta la mitad. El profundo chapoteo del líquido al caer de la botella, el brillo del color dorado. El aroma, el temblor cuando se llevaba el vaso a los labios, y notó que el cuerpo entero se resistía aterrorizado. Luego, se echó el contenido en la boca.
Fue como un golpe en la sien.
Harry abrió los ojos. Otra vez reinaba el silencio.
Pero enseguida volvió a oírse.
Le atravesaba los tímpanos. La mierda de la alarma de incendios. La misma que lo había despertado. El timbre de la puerta. Harry miró el reloj. Las doce y media.
Fue a la entrada, encendió la luz del porche, vio una silueta al otro lado del tornasol del cristal; con el revólver en la mano derecha, cogió el picaporte con el índice y el pulgar izquierdos y abrió la puerta de par en par.
A la luz de la luna veía sin dificultad las huellas de esquís que cruzaban el jardín. No eran suyas. Y los fantasmas no dejan huellas.
Rodeaban la casa hasta la parte trasera.
En ese momento cayó en la cuenta de que la ventana del dormitorio estaba abierta, que debería… Dejó de respirar. Fue como si alguien más hubiera dejado de respirar al mismo tiempo. No alguien, sino algo. Un animal.
Se dio la vuelta. Abrió la boca. El corazón había dejado de latir. ¿Cómo había conseguido moverse tan rápida y silenciosamente? ¿Cómo se le había acercado… tanto?
Kaja lo miraba con los ojos como platos.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
Llevaba una gabardina que le quedaba demasiado grande, el pelo revuelto, la cara pálida y estragada. Él parpadeó para comprobar si seguía soñando. Nunca la había visto tan guapa.
Harry trataba de vomitar con toda la calma posible. Llevaba veinticuatro horas sin probar el alcohol y el estómago era un animal de costumbres que se rebelaba contra el consumo repentino y contra la abstinencia brusca. Tiró de la cadena, bebió despacio un poco de agua del vaso del cepillo de dientes y volvió a la cocina. La cafetera chisporroteaba en el fogón y Kaja lo miraba sentada en una de las sillas de la cocina.
—Así que Tony Leike se ha esfumado —dijo.
—Mikael había ordenado que lo localizaran. Pero no lo encontraron, no estaba en casa, ni en la oficina, y no había dejado ningún mensaje. Y no aparece ningún Leike en las listas de pasajeros de vuelos o barcos en las últimas veinticuatro horas. Al final, uno de los investigadores dio con Lene Galtung. Ella cree que se ha ido a la montaña. Para pensar. Por lo visto, lo hace a menudo. En ese caso, se habrá ido en tren, porque el coche sigue en el garaje.
—Ustaoset —dijo Harry—. Decía que era su paisaje.
—Pues en el hotel no está.
—Ya.
—Creen que está en peligro.
—¿Creen?
—Bellman. Kripos.
—Yo creía que ellos eran tu «nosotros». ¿Y por qué quería Bellman localizar a Tony Leike, por cierto?
Kaja cerró los ojos.
—Mikael tenía un plan. Para atraer al asesino.
—¿No me digas?
—El asesino trata de matar a todos los que estuvieron en la cabaña Håvass aquella noche. Y por eso quería convencer a Tony Leike de que hiciera de señuelo y aceptara un trato, que accediera a que lo entrevistaran en un periódico, que contara lo mal que lo pasó, y que ahora ya podía relajarse solo en un lugar cuyo nombre revelaría en la entrevista.
—Y Kripos le tendría preparada una trampa, ¿no?
—Sí.
—Pero ahora se ha estropeado el plan. Y por eso has venido, ¿verdad?
Ella lo miraba sin pestañear.
—Solo nos queda una persona a la que usar como cebo.
—¿Iska Peller? Pero está en Australia.
—Y Bellman sabe que está bajo vigilancia policial y que tú has estado en contacto con un tal McCormack. Bellman quiere que la convenzas de que venga para hacer de cebo.
—¿Y por qué iba a hacer una cosa así?
Kaja se miró las manos.
—Ya lo sabes. El mismo método de presión que antes.
—Ya. ¿Cuándo descubriste que había opio en el cartón de tabaco?
—Cuando fui a guardarlo en el estante del armario de mi dormitorio. Tienes razón, tiene un olor muy fuerte. Y lo recordaba del albergue en el que te alojabas. Abrí el cartón y vi que el último paquete tenía el plástico roto. Y encontré la bola. Se lo conté a Mikael. Me dijo que te diera el cartón cuando me lo pidieras.
—Eso a lo mejor te facilitó las cosas a la hora de traicionarme. Saber que te había utilizado, ¿no?
Ella negó despacio moviendo la cabeza.
—No, Harry. No me facilitó nada. Quizá debería haberlo hecho, pero…
—¿Pero?
Ella se encogió de hombros.
—Este es el último favor que le hago a Mikael.
—¿Y eso?
—Pienso decirle que ya no quiero verlo nunca más.
El chisporroteo de la cafetera cesó.
—Debería haberlo hecho hace mucho —dijo—. No había pensado pedirte que me perdonaras por lo que he hecho, Harry, es demasiado pedir. Pero quería decírtelo cara a cara para que me comprendas. En realidad, he venido por eso, para decirte que lo hice porque estaba enamorada, enamorada como una tonta. El amor me hizo sobornable. Yo creía que era insobornable. —Bajó la cabeza y apoyó la frente en las manos—. Te he traicionado, Harry. No sé qué decir. Salvo que la traición a mí misma me parece peor todavía.
—Todos somos sobornables —dijo Harry—. Es solo que tenemos precios distintos. Y distinta moneda. La tuya es el amor. La mía es la anestesia. ¿Y sabes qué…?
La cafetera pitó, una octava más alto esta vez.
—Yo creo que eso te hace mejor persona a ti que a mí. ¿Café?
Se dio la vuelta del todo y se quedó mirando la figura. Estaba delante de él, inmóvil, como si llevara allí mucho rato, como si fuera su sombra. Todo estaba tan en silencio… Lo único que oía era su respiración. Entonces intuyó un movimiento, algo que se elevaba en la oscuridad, oyó un silbido leve en el aire y, en ese mismo momento, se le pasó por la cabeza una idea extraña: que la figura era exactamente eso, su sombra. Que él…
Fue como si la idea hubiera dado un hachazo, como un espacio intermedio en el tiempo, como si la relación entre las formas se hubiera interrumpido un instante.
Se quedó mirando aquello, sorprendido, y sintió una gota caliente de sudor que le bajaba por la frente. Quiso hablar, pero las palabras surgían sin sentido, como si no funcionara el contacto entre la boca y el cerebro. Oyó una vez más el silbido tenue y apagado. Luego desapareció. Desaparecieron todos los sonidos, ni siquiera oía ya su respiración. Y se dio cuenta de que estaba de rodillas y de que tenía el teléfono en el suelo, a su lado. Delante de él, una estría blanca de luz lunar cruzaba los bastos tablones del suelo, pero se esfumó cuando la gota de sudor le llegó al entrecejo, le entró en los ojos y lo cegó. Y entonces se dio cuenta de que no era sudor.
El tercer golpe fue como si le hubieran clavado un carámbano en la cabeza, hasta la garganta y hacia abajo por el cuerpo. Todo se congeló.
No quiero morir, pensó tratando de levantar el brazo por encima de la cabeza para protegerse, pero al ver que no podía mover ningún miembro del cuerpo comprendió que estaba paralizado.
Del cuarto golpe no se percató, pero, por el olor a madera, dedujo que estaba con la cara contra el suelo. Parpadeó varias veces y recuperó la visión en un ojo. Allí mismo vio un par de botas de esquí. Y, muy despacio, volvieron los sonidos: su respiración jadeante, la respiración del otro, más tranquila, la sangre que le goteaba de la nariz y caía al suelo. La voz del otro no era más que un susurro, pero las palabras le resonaron como si se las hubieran gritado: «Ahora solo queda uno de nosotros».
Seguían hablando en la cocina cuando dieron las dos.
—El octavo hombre —dijo Harry, y sirvió más café—. Cierra los ojos. ¿Cómo te lo imaginas? Pero rápido, no pienses.
—Lleno de odio —dijo Kaja—. Furioso. Desequilibrado, desagradable. Uno de esos hombres con los que Adele se cruza, radiografía y descarta. Tiene en casa montones de revistas y películas porno.
—¿Por qué crees que tiene porno en casa?
—No lo sé. Quizá porque le pidió a Adele que fuera vestida de enfermera a una fábrica abandonada.
—Sigue.
—Es un tanto femenino.
—¿En qué sentido?
—Pues…, voz clara. Adele dijo que al hablar le recordaba al chico con el que vivía, que es homosexual. —Se llevó la taza a los labios y sonrió—. O puede que sea actor. Con la voz clara y la boca carnosa. Por cierto, todavía no he caído en quién era el actor tipo macho con voz femenina.
Harry levantó la taza como para brindar.
—¿Y lo que te conté? La escena que vio por la noche Elias Skog fuera de la cabaña, ¿quiénes eran? ¿Fue una violación lo que presenció?
—En cualquier caso, no era Marit Olsen —dijo Kaja.
—¿Por qué lo sabes?
—Dado que era la única mujer gorda del grupo, Elias Skog la habría reconocido y habría dicho que era ella.
—Sí, eso mismo pensé yo. Pero ¿tú crees que fue una violación?
—Eso parece. Le puso la mano en la boca para acallar sus gritos, la metió en la letrina… ¿Qué otra cosa iba a ser?
—Pero ¿por qué no lo identificó Elias como una violación desde el primer momento?
—No lo sé. Por algo que tenía que ver con el modo…, con su forma de moverse, con el lenguaje gestual.
—Exacto. El inconsciente percibe mucho más que la conciencia pensante. Estaba tan seguro de que era sexo consentido que, sencillamente, volvió a la cama. Y solo mucho después, cuando leyó las noticias sobre los asesinatos y recordó aquella escena medio olvidada, se le ocurrió pensar en violación.
—Un juego —dijo Kaja—. Que podía parecer una violación. ¿Quiénes se dedican a esas cosas? No un hombre y una mujer que acaban de verse en una cabaña y que salen a hurtadillas para conocerse un poco mejor. Esos juegos requieren más confianza.
—Así que serán dos que han estado juntos antes —dijo Harry—. Y, en ese caso, ¿quién puede ser…?
—Adele y el desconocido. El séptimo hombre.
—O eso, o aparecieron por allí más personas aquella noche.
Harry sacudió la ceniza.
—¿El cuarto de baño? —dijo Kaja.
—En la entrada, al fondo a la izquierda.
Vio el humo del tabaco ascender en remolinos hacia la pantalla de la lámpara que colgaba sobre la mesa. Esperó. No había oído que se abriera la puerta. Se levantó y fue tras ella.
Estaba delante de la entrada, mirando la puerta fijamente. Incluso con aquella luz tan débil la vio tragar saliva; luego, el brillo de un diente húmedo y afilado. Le puso la mano en la espalda, cerca del hombro, e incluso así, a través de la ropa, notó los latidos del corazón.
—¿Te parece bien que la abra yo?
—Debes de pensar que estoy mal de la cabeza —dijo Kaja.
—Como lo estamos todos. Voy a abrir, ¿vale?
Ella asintió y Harry abrió la puerta.
Cuando volvió, él estaba sentado a la mesa. Ella ya se había puesto la gabardina.
—Debería irme a casa.
Harry la acompañó a la entrada y esperó mientras ella se agachaba y se ponía los botines.
—Solo me pasa cuando estoy cansada —dijo—. Lo de las puertas.
—Lo sé —dijo Harry—. A mí me pasa lo mismo con los ascensores.
—¿No me digas?
—Sí.
—Cuéntamelo.
—Bueno, otro día. Quién sabe, puede que volvamos a vernos.
Ella guardó silencio. Tardó un rato en subirse la cremallera de los botines. Luego se levantó rápidamente, tan cerca de él que pudo percibir su olor como un eco al levantarse.
—Cuéntamelo —repitió con un brillo salvaje en la mirada que le fue imposible interpretar.
—Bueno —dijo Harry con un hormigueo en los dedos, como si hubiera sufrido hipotermia y estuviera entrando en calor—. Cuando éramos pequeños, mi hermana, que es menor que yo, tenía el pelo muy largo. Habíamos ido a ver a mi madre al hospital y estábamos esperando el ascensor para bajar. Mi padre nos esperaba abajo, no soportaba los hospitales. Søs estaba demasiado cerca y se le quedó el pelo atrapado entre la pared y el ascensor. Y me entró tanto miedo que no fui capaz de moverme. Me quedé viendo cómo se quedaba colgada en el aire solo por el pelo.
—¿Qué pasó? —preguntó Kaja.
Estaban más cerca de la cuenta, pensó Harry. Estaban invadiéndose el territorio. Y los dos sabían que era así. Harry respiró hondo.
—Perdió un poco de pelo. Volvió a crecerle. Yo… perdí otra cosa. Que no volvió a crecer.
—Crees que le fallaste.
—Bueno, es un hecho que le fallé.
—¿Cuántos años tenías?
—Los suficientes para fallar. —Harry sonrió—. Demasiada autocompasión para una noche, ¿no te parece? A mi padre le gustó que le hicieras una reverencia.
Kaja soltó una risita.
—Buenas noches.
E hizo una reverencia.
Él se apartó a un lado y abrió la puerta.
—Buenas noches.
Kaja salió al porche y se dio la vuelta.
—¿Harry?
—¿Sí?
—¿Te sentías solo en Hong Kong?
—¿Solo?
—Estuve observándote mientras dormías. Y parecías… muy solo.
—Pues sí —dijo—. Estaba solo. Buenas noches.
Se quedaron allí parados un segundo de más. Cinco décimas de segundo antes, y ella habría empezado a bajar la escalera y él a entrar en la cocina.
Kaja le rodeó el cuello con la mano y le bajó la cabeza al tiempo que se ponía de puntillas. Se le descentró la mirada, sus ojos se volvieron como lagos relucientes antes de cerrarse. Tenía los labios entreabiertos cuando lo besó. Los mantuvo así, y él no se movió, pero sintió la dulce puñalada en el estómago, como un chute de morfina.
Ella lo soltó.
—Que duermas bien, Harry.
Él no dijo nada.
Ella se volvió y bajó la escalera. Él entró, cerró la puerta despacio.
Retiró las tazas, enjuagó la cafetera y no acababa de colocarla en su sitio cuando sonó el timbre.
Fue a abrir.
—Se me ha olvidado una cosa.
—¿El qué?
Ella levantó la mano y le acarició la frente.
—Hay que ver qué aspecto tienes…
Él la atrajo hacia sí. Su piel. Su olor. Y cayó, una caída espléndida y vertiginosa.
—Te deseo —susurró ella—. Quiero acostarme contigo.
—Y yo contigo.
Se soltaron. Se miraron. Se impuso entre ellos una especie de solemnidad repentina y, por un instante, Harry pensó que ella iba a arrepentirse. Que él iba a arrepentirse. Que era demasiado, y demasiado rápido. Que había demasiadas cosas de por medio, demasiada escoria, demasiado equipaje, demasiadas buenas razones. Pero ella le cogió la mano, casi angustiada, le susurró un «Ven» y se le adelantó escaleras arriba.
El dormitorio estaba frío y olía a padres. Encendió la luz.
La gran cama de matrimonio estaba hecha con dos edredones y dos almohadones.
Le ayudó a cambiar las sábanas.
—¿Cuál era el lado de tu padre? —preguntó.
—Este —dijo Harry señalando.
—Y siguió durmiendo ahí después de que ella muriera —dijo Kaja como pensando en alto—. Por si acaso.
Se quitaron la ropa sin mirarse. Se arrebujaron bajo las sábanas y se abrazaron.
Al principio se quedaron así, muy pegados, besándose, explorando, con cuidado, como para no estropearlo todo antes de saber cómo se sentían; escuchando la respiración y el rumor de coches solitarios que pasaban. Luego los besos se volvieron más exigentes, las manos más audaces, y oyó cómo ella respiraba jadeando ansiosa al oído.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
—No —respondió ella con un gemido; le cogió el miembro resuelta, levantó las caderas para meterlo dentro, pero él le apartó la mano porque quería ser él quien lo hiciera.
No se oyó ni un sonido, solo un jadeo, mientras él la penetraba. Cerró los ojos, se quedó muy quieto, sintiendo. Luego, empezó a moverse despacio. Abrió los ojos, se quedó prendido de los de ella. Parecía a punto de echarse a llorar.
—Bésame —le susurró Kaja.
Entrelazó su lengua con la de ella, suave por arriba, áspera por debajo. Rápido y profundo, lento y profundo. Sin despegar la boca, ella lo giró y se le sentó encima. Cada vez que se pegaba a él, frotaba su sexo contra los abdominales. Entonces apartó la cara, echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido ronco. Dos veces, un sonido grave y animal en intensidad ascendente, que se convirtió en un tono alto cuando perdió la respiración y se quedó callada. Se le quebró en la garganta un grito. Él levantó la mano y le puso dos dedos en la arteria, que palpitaba azulada bajo la piel.
Y entonces gritó, como de dolor, como de rabia, como una liberación. Harry notó que se le tensaba el escroto y se corrió. Fue perfecto, tan insoportablemente perfecto que le dio un puñetazo a la pared que tenía detrás. Y, como si le hubiera administrado una inyección letal, ella se derrumbó sobre él.
Se quedaron así, temblando, como soldados caídos. Harry sintió la sangre zumbándole en los oídos y un placer inmenso le recorrió todo el cuerpo. Eso, y algo que, podría jurarlo, era felicidad.
Se durmió, pero se despertó al sentir que ella volvía a meterse en la cama y se acurrucaba a su lado. Llevaba una de las camisetas de su padre. Le dio un beso, susurró algo y se fue al limbo, con una respiración leve y serena. Harry miraba al techo. Y dejó que las ideas camparan a sus anchas, sabía que no tenía ningún sentido resistirse.
Había sido fantástico. No era tan fantástico desde… desde…
El estor no estaba echado y, a las cinco y media, las luces de los coches empezaron a pasar por el techo de la habitación mientras Oslo se despertaba y se dirigía adormilada al trabajo. La miró una vez más. Y luego, él también se durmió.