50

El soborno

Mikael Bellman esperaba.

Aquello era lo mejor. Los segundos antes de que ella abriera, en tensión por saber si —y, al mismo tiempo, con la certeza de que— ella satisfaría sus expectativas. Porque cada vez que la veía se daba cuenta de que se le había olvidado lo guapa que era. Cada vez que ella abría la puerta, necesitaba unos segundos para asimilar toda aquella belleza. Y para tomar conciencia de la confirmación. La confirmación de que, a la hora de elegir al hombre que quisiera estar con ella —en la práctica, cualquier hombre que tuviera ojos en la cara y una inclinación más o menos heterosexual—, ella lo había elegido a él. La confirmación de que era el jefe de la manada, el macho alfa, el macho con derecho preferente a aparearse con las hembras. En efecto, de una forma así de banal y de vulgar podía expresarse. Ser el macho alfa no era una aspiración, era algo para lo que se había nacido. Tampoco implicaba necesariamente una vida más cómoda para el hombre, pero quien había nacido para ello no podía oponerse.

La puerta se abrió.

Ella llevaba el jersey blanco de cuello alto y el pelo recogido. Parecía cansada, con los ojos más pequeños que de costumbre. Y aun así, tenía esa elegancia, esa clase con la que su mujer solo podía soñar. Le dijo hola, que estaba sentada en la terraza, y luego le dio la espalda y entró en la casa. Él la siguió, cogió una cerveza del frigorífico y se sentó en una de las pesadas sillas de la terraza, de unas dimensiones ridículas.

—¿Por qué estás aquí fuera? —preguntó—. Vas a pillar una neumonía.

—O un cáncer de pulmón —dijo ella, y cogió del cenicero el cigarrillo que tenía a medio fumar y el libro que estaba leyendo.

Él leyó la portada. La senda del perdedor. Charles… Entornó los ojos. ¿Bukowski? ¿Como la casa de subastas?

—Tengo buenas noticias —dijo—. No solo hemos evitado una catástrofe menor, sino que el incidente con Leike se ha vuelto a nuestro favor. Hoy han llamado del Ministerio de Justicia. —Bellman apoyó los pies en la mesa y observó la etiqueta de la botella de cerveza—. Para darme las gracias por haber intervenido y haber dejado libre a Leike con tanta resolución. Estaban muy preocupados por lo que hubieran podido hacer Galtung y su bufete de abogados si Kripos no hubiera intervenido con tanta celeridad. Y querían que les garantizase que yo llevaba el timón personalmente, y que nadie ajeno a Kripos va a hurgar en el caso.

Se llevó la botella a la boca y bebió. La dejó en la mesa con un golpe seco.

—¿A ti qué te parece, Bukowski?

Ella dejó el libro y lo miró a la cara.

—Debería interesarte —dijo Bellman—. A ti también te afecta, ¿sabes? ¿Qué piensas del caso, querida? Vamos, eres investigadora de homicidios…

—Mikael…

—Tony Leike es un hombre violento, y nos hemos dejado obnubilar por eso. Porque sabemos que las personas violentas no cambian. La capacidad y el deseo de matar no es algo que posea todo el mundo, es un rasgo o congénito o adquirido. Ahora bien, una vez que albergas en tu interior al asesino, no hay forma humana de sacarlo. ¿Quién sabe si el asesino de este caso no sabrá lo que sabemos? Si no sabía que, al ponernos en bandeja a Tony Leike, nosotros nos revolucionaríamos y gritaríamos a coro: «¡Eh, el caso está resuelto, ha sido el tío de la actitud violenta de toda la vida!». Por eso entró en el apartamento de Tony Leike y llamó a Elias Skog. Para que no buscáramos a ninguna de las otras personas que estuvieron en la cabaña Håvass.

—La llamada efectuada desde la casa de Leike se hizo antes de que alguien ajeno a la policía supiera que habíamos descubierto el vínculo con la cabaña.

—¿Y qué? Él contaba con que sería cuestión de tiempo que lo descubriéramos. Qué coño, deberíamos haberlo descubierto mucho antes.

Bellman echó mano de la botella otra vez.

—Y entonces ¿quién es el asesino?

—El séptimo hombre de la cabaña —dijo Mikael Bellman—. El caballero al que llevó Adele Vetlesen y cuya identidad nadie conoce.

—¿Nadie?

—He tenido a más de treinta hombres trabajando en ello. Hemos registrado el apartamento de Adele. Ni una sola fuente escrita. Ningún diario, ni una postal, ni una carta, apenas había algún correo electrónico o SMS. Los hombres a los que hemos identificado como conocidos de Adele están investigados y descartados del caso. Y las mujeres también. Y ninguna de esas personas ha visto al hombre que la acompañó a Håvass ni ha hablado con él. A nadie le extrañaba, pero al parecer cambiaba de pareja como de bragas, y no solía contárselo a nadie. Lo único que averiguamos fue que, por lo que se ve, Adele le contó a una amiga que con aquel caballero de la cabaña lo que hubo fue algo así como un turn on y un turn off. El turn on consistió en que el tipo le había propuesto una cita nocturna en una fábrica vacía a la que debía acudir vestida de enfermera.

—Pues si ese era el turn on, no quiero saber qué era el turn off.

—El turn off fue, por lo visto, que cuando el hombre empezó a hablar, a Adele le dio por pensar en su pareja. La amiga no sabía qué quería decir con eso.

—La pareja no es tal pareja —dijo Kaja con un bostezo—. Geir Bruun es gay. Si el séptimo hombre trataba de inculpar de los asesinatos a Tony Leike, tenía que saber que su nombre figuraba en los archivos.

—Bueno, las condenas por agresión son información accesible a todo el mundo, naturalmente. Incluido el lugar donde se produjo la agresión, es decir, en el municipio de Ytre Enebakk. Leike estuvo a punto de convertirse en un asesino cuando vivía con su abuelo en Lyseren. Si tú fueras el asesino y quisieras que la atención de la policía enfocase a Leike, ¿dónde arrojarías el cadáver de Adele Vetlesen? Lógicamente, en un lugar que la policía pudiera relacionar con una persona y una condena por agresión que figurase en los archivos. Por eso eligió Lyseren. —Mikael Bellman guardó silencio—. Oye, ¿te estoy aburriendo?

—No.

—Como parece que no te interesa…

—Es que… tengo muchas cosas en las que pensar.

—¿Cuándo has empezado a fumar? Por cierto, tengo un plan para dar con el séptimo hombre.

Kaja se lo quedó mirando un buen rato.

Bellman suspiró.

—¿No vas a preguntarme cómo, querida?

—¿Cómo?

—Utilizando la misma táctica que él.

—Es decir…

—Desviando la atención hacia un inocente.

—¿No es esa tu táctica habitual?

Mikael Bellman levantó la vista. Empezaba a tomar conciencia de una cosa. Una cosa que tenía que ver con el hecho de ser macho alfa.

Le contó el plan. Le contó cómo pensaba atraer la atención del séptimo hombre.

Al cabo de un rato, empezó a temblar de frío y de rabia. No sabía qué lo indignaba más. Si que no respondiera, ni positiva ni negativamente; o que se quedara allí sentada fumando como si la cosa no fuera con ella. ¿Es que no comprendía que su carrera, sus movimientos de ajedrez en aquellos días fatídicos, también iban a ser decisivos para ella y para su futuro? Ya que no podía contar con ser la nueva señora Bellman, al menos podría ascender en el escalafón bajo su protección, siempre y cuando fuera leal y continuara con sus prestaciones. Aunque quizá la rabia se debiera a la pregunta que ella le había hecho. A que se tratara de él. Del otro. Del antiguo macho alfa ya sin fuelle.

Kaja le había preguntado por el opio. Le preguntó si de verdad lo habría utilizado si Hole no se hubiera amoldado a sus exigencias de asumir la culpa de la detención de Leike.

—Desde luego que sí —dijo Bellman, y trató de verle la cara; pero estaba demasiado oscuro—. ¿Por qué no? Ha introducido droga ilegalmente.

—No estaba pensando en él. Sino en si habrías manchado el nombre del Cuerpo.

Él negó con vehemencia.

—No podemos dejarnos sobornar por esas consideraciones.

La risotada de Kaja sonó reseca al dar con el frío compacto de la noche.

—Si estabas dispuesto a sobornarlo a él…

—Porque es sobornable —dijo Bellman, y apuró el resto de cerveza de la botella de un trago—. Esa es la diferencia entre él y yo. Dime, Kaja, ¿estás tratando de decirme algo?

Ella abrió la boca. Quería decírselo. Iba a decirlo. Pero en ese momento, sonó el teléfono de Bellman. Lo vio rebuscar en los bolsillos mientras hacía como siempre, la miraba arrugando el morro. Un gesto que no significaba un beso, sino que cerrara la boca. Que era su mujer, su jefe o cualquier otra persona que no debiera saber que estaba allí y que se follaba a una colega de Delitos Violentos que le proporcionaba toda la información que necesitaba para dejar fuera de combate al grupo competidor en materia de investigación de homicidios. A la mierda Mikael Bellman. A la mierda Kaja Solness. Y, sobre todo, a la mierda…

—Se ha largado —dijo Mikael Bellman, y se guardó el teléfono en el bolsillo.

—¿Quién?

—Tony Leike.