Bombay Garden
El Bombay Garden era uno de esos sitios que no parecían tener derecho a existir, pero que, al contrario que sus competidores más modernos, se mantenía año tras año. Su ubicación en la zona este del centro de Oslo era desastrosa, en una calle lateral entre un antiguo almacén de madera y una vieja fábrica que ahora alojaba a un grupo de teatro independiente. La licencia para servir alcohol aparecía y desaparecía según incumplían las reglas, y lo mismo ocurría con la licencia para servir comida. La inspección de las autoridades de la industria alimentaria encontró allí en una ocasión un roedor cuya familia no pudieron precisar más allá del hecho de que se trata de un ejemplar emparentado con el Rattus norvegicus. En el apartado del informe provisto para los comentarios, el inspector se había empleado a fondo y aludía a la cocina como a una «escena del crimen» donde «se cometían asesinatos de la peor clase». Las tragaperras que había a lo largo de una de las paredes proporcionaban algunos beneficios, pero, de vez en cuando, eran víctima de los ladrones. La pervivencia tampoco se debía a que el propietario vietnamita utilizara el local para blanquear dinero del narcotráfico, aunque había quien sospechaba que así era. La razón de que el Bombay Garden sobreviviera se encontraba en el interior del local, detrás de dos puertas cerradas. Allí había lo que llamaban un club privado al que solo tenían acceso los miembros. En la práctica, eso significaba que había que firmarle al vietnamita una solicitud en la barra del restaurante, te admitían en el acto y pagabas una cuota de cien coronas al año. Luego te conducían allí dentro y cerraban la puerta.
Entrabas en una habitación llena de humo —dado que la ley del tabaco no afectaba a los clubes privados— y te encontrabas delante de un hipódromo en miniatura, de cuatro metros por dos. La pista estaba cubierta de una tela verde con siete carriles. Por ellos se movían a trompicones siete caballos planos de metal fijados a una varilla. Un ordenador que zumbaba debajo de la mesa determinaba la velocidad de cada caballo, que, por lo que se sabía hasta el momento, era totalmente arbitraria y justa. Es decir, el programa de ordenador daba a algunos de los caballos más probabilidades de mayor velocidad, lo que se reflejaba en las apuestas y, por tanto, en el posible premio. Alrededor del hipódromo estaban los miembros del club: algunos, clientes antiguos; otros, recién llegados. Sentados en cómodas sillas giratorias de piel, fumaban y bebían la cerveza del establecimiento a precio de socio y animaban al caballo o la combinación por los que habían apostado.
Dado que el club operaba en una tierra de nadie jurídica en lo que a la ley del juego se refería, las reglas eran que, con doce o más socios presentes, se limitaba la apuesta a cien coronas por carrera. Cuando había menos de doce socios se contaba, según los estatutos del club, como un grupo limitado de amigos que utilizaban el local para reunirse; y en un encuentro privado de personas adultas no se podían prohibir las apuestas personales, y las cantidades eran cosa de quienes allí se encontraban. Por esa razón, y con una frecuencia sorprendente, se juntaban exactamente once personas en el local del fondo del Bombay Garden. Por lo demás, nadie sabía de dónde venía el jardín del nombre.
A las catorce horas y diez minutos dejaron entrar al hombre con la tarjeta de socio más reciente —a saber, exactamente con una antigüedad de cuarenta segundos—, que comprobó que, aparte de él, no había en el local más que otro socio, que estaba sentado de espaldas a él, y un hombre, probablemente de origen vietnamita, que obviamente gestionaba las carreras y las apuestas; por lo menos, llevaba un chaleco de crupier.
La espalda de la silla era ancha y llevaba una camisa de franela ajustada, sobre cuyo cuello caían unos rizos negros.
—¿Vas ganando, Krongli? —preguntó Harry, y se sentó en la silla que había junto al comisario.
Este giró la cabeza poblada de rizos.
—¡Harry! —exclamó con voz risueña y cara de alegría sincera—. ¿Cómo me has encontrado?
—¿Por qué crees que te estaba buscando? A lo mejor soy cliente fijo.
Krongli se echó a reír y miró los caballos que avanzaban a sacudidas por los carriles, con un jinete de metal en el lomo.
—De eso nada, yo vengo aquí siempre que estoy por el centro de Oslo y no te había visto antes.
—Vale. Me han dicho que te encontraría aquí.
—Mierda, ¿esa fama tengo? Puede que no sea muy apropiado para un policía, aunque está dentro de la legalidad.
—A propósito de legalidad —dijo Harry, y le dijo que no con un gesto al crupier, que señaló inquisitivo el grifo de cerveza—. De eso quería hablar contigo.
—Pues habla —dijo Krongli, y se puso a mirar muy concentrado la carrera, que iba ganando el caballo azul, en el carril exterior, pero ahora estaba a punto de tomar una curva muy cerrada.
—Iska Peller, la mujer australiana a la que recogiste en la cabaña Håvass, dice que tuviste un comportamiento vejatorio con su amiga, Charlotte Lolles.
Harry no vio ni un amago de cambio en la expresión concentrada de Krongli. Esperó. Al final, Krongli levantó la vista.
—¿Quieres que diga algo al respecto?
—Solo si quieres tú —dijo Harry.
—Me da la impresión de que sí quieres. «Vejatorio» no es la palabra adecuada. Tonteamos un poco. Nos besamos. Yo quería más. Para ella era suficiente. Ejercí cierta persuasión constructiva, del tipo que las mujeres suelen esperarse de un hombre; después de todo, es el reparto de papeles entre los sexos. Pero no hubo más.
—Eso no encaja con lo que Iska Peller dice que le contó Charlotte. ¿Crees que Peller está mintiendo?
—No.
—¿No?
—Pero sí creo que Charlotte quería darle a su amiga una versión algo distinta. A las chicas católicas les gusta parecer un poco más recatadas de lo que son.
—Decidieron pasar la noche en Geilo en lugar de en tu casa. A pesar de que Peller estaba enferma.
—Fue la australiana la que insistió en que tenían que irse. Yo no sé lo que se traían entre manos ellas dos, las relaciones entre amigas suelen ser complicadas. Por lo demás, sospecho que Peller no tiene novio. —Levantó el vaso de cerveza medio vacío—. ¿Qué pretendes con este interrogatorio, Harry?
—Es un tanto extraño que, cuando Kaja Solness estuvo en Ustaoset, no le dijeras que habías conocido a Charlotte Lolles.
—Y es un tanto extraño que sigas trabajando en este caso. Creía que era negociado de Kripos, sobre todo, después de las noticias de hoy.
Krongli volvió a concentrarse en la carrera. El caballo amarillo iba ganando por un cuerpo de estaño en el carril número tres.
—Sí —dijo Harry—. Pero los casos de violación siguen siendo negociado de Delitos Violentos.
—¿Violación? ¿Es que todavía no estás sobrio, Harry?
—Bueno. —Harry sacó el tabaco del bolsillo del pantalón—. Estoy más sobrio de lo que espero que estuvieras tú, Krongli. —Se puso entre los labios un cigarrillo algo torcido—. Todas las veces que golpeaste y violaste a tu exmujer en Ustaoset.
Krongli se giró hacia Harry y volcó el vaso con el codo. La cerveza cayó en la tela verde, la mancha de humedad avanzaba como la Wehrmacht por un mapa de Europa.
—Acabo de estar en el colegio en el que trabaja —continuó Harry, y encendió el cigarrillo—. Ha sido ella la que me ha dicho que, seguramente, te encontraría aquí. También me ha contado que el día que se alejó de ti y de Ustaoset, lo que hizo fue huir, más que mudarse. Que tú…
Y no pasó de ahí. Krongli fue rápido, giró la silla con el pie y, antes de que Harry pudiera reaccionar, se abalanzó sobre él por detrás. Harry notó cómo le agarraba la mano, sabía lo que iba a pasar, lo sabía porque era algo que practicaban desde el primer año en la Escuela Superior de Policía: agarre de defensa policial. Y aun así, reaccionó dos segundos más lento, dos días de borrachera más torpe y cuarenta años más tonto de la cuenta. Krongli le retorció el brazo y la muñeca hacia atrás, lo obligó a caer hacia delante y le aplastó la sien contra la tela del hipódromo que tenía delante. Por el lado de la mandíbula destrozada. Harry gritó de dolor y, por un segundo, se le nubló la vista por completo. Volvió en sí antes de que se pasara e hizo un intento desesperado por liberarse. Harry era fuerte, siempre lo fue, pero comprendió que contra Krongli no tenía la menor posibilidad. Notó en la cara el aliento cálido y húmedo de aquel gigantón.
—No deberías haberlo hecho, Harry. No deberías haber hablado con esa puta. Es capaz de decir cualquier cosa. De hacer cualquier cosa. ¿Te enseñó el coño, Harry? ¿Te lo enseñó?
Algo le crujió a Harry en la cabeza cuando Krongli aumentó la presión. Un caballo amarillo y otro verde se turnaban para darle cabezazos en la frente y la nariz. En ese momento, Harry levantó el pie derecho y dio un pisotón. Fuerte. Oyó gritar a Krongli, se soltó, se dio la vuelta y le atizó. No con el puño, ya se había roto bastantes nudillos con tonterías así, sino con el codo. Le dio a Krongli donde sabía que el efecto sería mayor, no en la base de la barbilla, sino en un lado. Krongli se tambaleó hacia atrás, cayó sobre una de las sillas giratorias y aterrizó en el suelo con los pies por alto. Harry se dio cuenta de que la Converse de Krongli tenía una mancha de sangre del encontronazo con la pieza de hierro de la bota que, desde luego, debería haber tirado hace mucho tiempo. También se dio cuenta de que aún tenía el cigarro en la boca. Y, con el rabillo del ojo, vio que el caballo rojo entraba vencedor por el primer carril.
Harry se inclinó, cogió a Krongli del cuello de la camisa, lo levantó y lo sentó de golpe en la silla. Dio una calada, y notó que le escocía y le caldeaba los pulmones al mismo tiempo.
—Estoy de acuerdo en que no hay mucha causa probable de violación —dijo—. Ya que ni Charlotte Lolles ni tu mujer presentaron ninguna denuncia. Por eso es mi deber de investigador averiguar más, ¿no? Y por eso tengo que volver a lo que pasó en la cabaña Håvass.
—¿De qué coño hablas? —Krongli sonaba como si acabara de pillar un fuerte resfriado.
—La noche que lo asesinaron, Elias Skog se sinceró con la chica de Stavanger. Iban en el mismo autobús, y Elias le contó que aquella noche, en la cabaña, presenció lo que luego pensó que podría ser una violación.
—¿Elias?
—Sí, Elias. Al parecer, tenía el sueño ligero. Entrada la noche, lo despertaron unos ruidos delante de la ventana del dormitorio y se asomó. Brillaba la luna y vio a dos personas a la sombra del tejado de la letrina. La mujer estaba mirando hacia él, y el hombre estaba detrás de ella, así que no le vio la cara. Le pareció que estaban bastante dispuestos a follar, la mujer estaba como bailando la danza del vientre, y el hombre le tapaba la boca con la mano, seguramente para que no despertara a nadie. Y cuando el hombre la metió en la letrina, Elias se fue a la cama, un tanto decepcionado al ver que iba a perderse un verdadero show en directo. Luego leyó en los periódicos las noticias de los asesinatos, y entonces empezó a ver aquel episodio de otra manera. Pensó que quizá la mujer estuviera intentando liberarse. Que el hombre le tapó la boca para que no pidiera ayuda. —Harry dio otra calada—. ¿Eras tú, Krongli? ¿Estabas allí?
Krongli se frotaba la barbilla.
—¿Coartada? —preguntó Harry en voz baja.
—Dormí solo en casa. ¿No dijo Elias Skog quién era la mujer?
—No. Y, como decía, al tío no lo vio.
—Yo no lo hice, y tú te la estás jugando, Hole.
—¿Me lo tomo como una amenaza o como un cumplido?
Krongli no respondió. Pero una risa fría y ambarina le asomó a los ojos.
Harry apagó el cigarro y se levantó.
—Por cierto, tu exmujer no me enseñó nada. Estuvimos en la sala de profesores. Algo me dice que le da miedo quedarse en una habitación a solas con un hombre, así que eso que has conseguido, ¿no, Krongli?
—Acuérdate de mirar atrás de vez en cuando, Hole.
Harry se dio la vuelta. El crupier parecía totalmente indiferente a la escena y ya había colocado los caballos para otra carrera.
—¿Quieres apostar? —le preguntó con una sonrisa y acento extranjero.
Harry negó con la cabeza.
—Sorry, no tengo nada que apostar.
—Tanto más tienes que ganar —dijo el crupier.
Harry lo fue meditando mientras salía y llegó a la conclusión de que o había sido un malentendido lingüístico, o era su lógica, que no daba para más. O quizá solo fuera otro proverbio oriental más.