Hipótesis
Neil McCormack, jefe de Delitos Violentos del distrito policial de Sydney South, se pasó la mano por la escasa cabellera mientras escrutaba a la mujer con gafas que estaba al otro lado de la mesa de interrogatorios. Había acudido directamente desde la editorial en la que trabajaba. Llevaba un traje sencillo y arrugado, pero Iska Peller tenía algo que le indujo a pensar que también era caro, solo que no estaba pensado para impresionar a seres simples como él. Aunque la dirección de su domicilio no indicaba que fuera rica. Bristol no era la zona más chic de Sidney. Parecía una mujer madura y sensata. Desde luego, no el tipo de persona que gusta de dramatizar, exagerar ni de llamar la atención solo por ser el centro. Además, la habían llamado ellos, no fue ella quien acudió a la policía de Sidney. McCormack miró el reloj. Había quedado con su hijo en salir a hacer vela esa tarde; se verían en Watson Bay, donde tenían el barco. Por eso albergaba la esperanza de que aquello no le llevase mucho tiempo. Y eso le había parecido, hasta que se enteró de aquel último detalle.
—Señorita Peller —dijo McCormack, se recostó en la silla y cruzó las manos sobre la impresionante mole semiesférica de su barriga—. ¿Por qué no le ha mencionado esto antes a nadie?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a hacerlo? Nadie me ha preguntado, y tampoco veo que tenga la menor relevancia para el asesinato de Charlotte. Lo he dicho ahora porque me ha preguntado con tanto detalle. Yo creía que lo que les interesaba era lo que había ocurrido en la cabaña, no el… episodio posterior. Eso fue. Un episodio sin importancia, que pasó rápido y se olvidó rápido. Idiotas así los hay en todas partes, y uno no puede imponerse la tarea de perseguir a todos los ejemplares de su especie.
McCormack emitió un pequeño gruñido. Naturalmente, aquella mujer tenía razón. Y él tampoco tenía gran interés en hacer un seguimiento del asunto. La cosa siempre acarreaba más problemas, más situaciones desagradables y, desde luego, más trabajo cuando la persona en cuestión tenía una profesión que incluía la palabra «policía» al principio o al final. Miró por la ventana. El sol se reflejaba en el agua de Port Jackson y en la zona de Manly, donde aún se veía humo, aunque hacía más de una semana que habían extinguido el último incendio de la temporada. El humo se dirigía hacia el sur. Un viento suave y cálido del norte. Perfecto para hacer vela. A McCormack le gustaba Harry Hole. O Holy, como él solía llamar al policía noruego. Hizo un trabajo sensacional cuando les ayudó con aquel caso tan difícil del payaso. Pero aquel noruego rubio y altísimo parecía cansado cuando habló con él por teléfono. McCormack esperaba de verdad que Holy no estuviera a punto de naufragar otra vez.
—Vamos a empezar por el principio, señorita Peller.
Mikael Bellman entró en la sala de conferencias Odin y oyó que enseguida se extinguían las conversaciones. Se encaminó raudo a la tarima, dejó las notas en la mesa, conectó el ordenador al puerto USB y se plantó en mitad de la sala con porte seguro. El grupo de investigación constaba de treinta y seis personas, el triple de lo habitual en un caso de asesinato. Llevaban tanto tiempo trabajando sin resultado que había tenido que fortalecerles la moral en varias ocasiones, pero, en términos generales, habían seguido adelante como héroes. De ahí que Bellman se hubiera atribuido no solo a sí mismo, sino también a sus hombres, lo que se presentó en un principio como su gran triunfo: la detención de Tony Leike.
—Habéis leído la prensa de hoy —comenzó, contemplando a los allí reunidos.
Había conseguido salvar los muebles. Las primeras páginas de dos de los tres periódicos principales mostraban la misma fotografía: Tony Leike entrando en un coche delante de la Comisaría General. El tercer periódico sacaba una instantánea de Harry Hole, una foto de archivo de un programa de televisión donde estuvo hablando del Muñeco de Nieve.
—Como veis, el comisario Hole asume la responsabilidad, como es justo y razonable.
Oyó que las paredes le devolvían sus palabras y se enfrentó a aquellas miradas silenciosas y cansadas por el madrugón. ¿O era otro tipo de cansancio? En tal caso, debía combatirlo. Porque se hallaban en una situación límite. El jefe de Kripos se había pasado para informar de que habían llamado del ministerio para indagar. La arena seguía cayendo en el reloj.
—O sea, todavía no tenemos sospechoso —dijo—. Pero la buena noticia es que sí tenemos nuevas pistas. Y todas ellas parten de la cabaña Håvass, en Ustaoset.
Se acercó al ordenador, pulsó una tecla y apareció la primera diapositiva de la presentación de PowerPoint que había preparado la noche anterior.
Media hora después, había repasado todos los datos de que disponían con nombres, horas y posible esquema temporal.
—La cuestión es —dijo apagando el ordenador— de qué clase de asesinatos se trata. Yo creo que ya podemos descartar los típicos asesinatos en serie. No han elegido a las víctimas al azar dentro de un grupo demográfico concreto, sino que están vinculadas a unas coordenadas específicas de espacio y de tiempo. Es decir, hay motivos para pensar que también estamos ante un móvil específico, que quizá incluso pueda interpretarse como racional. Y de ser así, nos facilita muchísimo la tarea: si encontramos el móvil, tendremos al asesino.
Bellman comprobó que varios de los investigadores asentían.
—El problema es que no contamos con ningún testigo que nos informe. El único que aún vive es, que sepamos, Iska Peller, que estaba enferma y se pasó en la cama todo el día y toda la noche. Los demás o están muertos o no se han puesto en contacto con nosotros. Sabemos, por ejemplo, que Adele Vetlesen viajaba con un hombre al que acababa de conocer, pero ninguna persona de su entorno parece saber nada del tipo en cuestión, así que habrá que suponer que fue una relación breve. Vamos a comprobar con qué hombres estuvo en contacto por teléfono y a través de internet, pero nos llevará algún tiempo revisarlos todos. Y mientras no tengamos testigos, tendremos que crear un punto de partida propio. Necesitamos hipótesis sobre el móvil. ¿Cuál puede ser el móvil para matar a cuatro personas?
—Celos o voces en la cabeza —dijo una voz breve y cortante desde el fondo de la habitación—. Eso nos dice la experiencia.
—Estoy de acuerdo. ¿Quién oye voces en la cabeza que le ordenan que mate?
—Todos aquellos que tienen un historial psiquiátrico —canturreó alguien con dialecto de Finnmark.
—Y todos los que no lo tienen —dijo otra voz.
—Vale. ¿Quién puede haber sufrido un episodio de celos?
—El novio, la novia o el cónyuge de alguien que estuviera allí.
—¿Y quiénes serían? —dijo Bellman.
—Pero…, si ya hemos comprobado la coartada y el posible móvil de las parejas de las víctimas —dijo otro—. Es lo primero que se hace. Y o bien no tenían ninguna relación sentimental, o bien los descartamos del caso.
Mikael Bellman sabía perfectamente que solo estaban acelerando mientras las ruedas giraban sin lograr salir del hoyo en que llevaban atascados tanto tiempo, pero ahora lo importante era que tuvieran ganas de hacer eso precisamente, acelerar. Porque no le cabía duda: la cabaña Håvass era el tablón que podrían meter debajo de la rueda para salir del hoyo.
—No descartamos a todos los novios, las novias y los cónyuges —dijo Bellman balanceándose sobre los talones—. Sencillamente, no pensamos que fueran sospechosos. ¿Quién de ellos no tenía coartada para la hora en que asesinaron a su mujer?
—¡Rasmus Olsen!
—Exacto. Y cuando me acerqué al Parlamento y estuve hablando con él, reconoció que, unos meses atrás, habían tenido lo que él llamó «un asuntillo de celos». Una mujer con la que Rasmus había estado tonteando. Y que Marit Olsen se fue a la cabaña un par de días para pensar. Y eso encaja con los días que pasó en la cabaña Håvass. Quién sabe si no hizo algo más que pensar. Quién sabe si no se vengó. Y aquí tenéis otro dato: Rasmus Olsen no se encontraba en Oslo la noche que las víctimas pasaron en la cabaña Håvass, sino que se alojaba en un hotel de Ustaoset. ¿Qué hacía Rasmus Olsen en el pueblo si su mujer estaba en la cabaña? ¿Pasó la noche en el hotel, o salió a hacer una larga excursión con los esquís?
Las miradas a su alrededor ya no parecían cansadas ni aburridas; al contrario, estaba encendiéndolas. Esperó una respuesta. Normalmente, los grupos de investigación tan numerosos no eran los más eficaces para ese tipo de juegos de adivinanzas, pero llevaban tanto tiempo trabajando juntos en el caso que todos se habían dado algún batacazo, todos habían visto rebatidos sus soplos más seguros y sus fantasiosas hipótesis, y a todos les habían rebajado el ego.
Uno de los jóvenes levantó la voz.
—Llegó a la cabaña sin avisar aquella noche y la pilló in fraganti. O sea, los vio y se fue sin que lo vieran. Lo planeó todo con calma.
—Podría ser —dijo Bellman, se acercó a la tarima y cogió un papel—. Argumento número uno para esa teoría: acabo de recibir esto de la central de Telenor. Según esta lista, Rasmus Olsen habló por teléfono con su mujer esa mañana. Así que podemos suponer que sabía a qué cabaña se dirigía. El argumento número dos para apoyar esa hipótesis es este informe meteorológico, que demuestra que aquella noche había luna y buena visibilidad, así que bien pudo ir hasta allí esquiando igual que Tony Leike. Argumento número uno en contra de la hipótesis: ¿por qué matar a otros, en lugar de limitarse a su mujer y a su amante?
—Puede que tuviera más de uno —resonó una voz de mujer, una investigadora bajita y pechugona de la que Bellman sospechaba que era tan lesbiana que se había planteado invitarla una noche a casa de Kaja. Naturalmente, era solo una idea—. Igual lo que tenían allí era una puta orgía.
Risas. Bien, el ambiente ya iba mejorando un poco.
—Puede que no viera con quién se estaba acostando su mujer, ni siquiera si era otra mujer o un hombre, solo que había alguien debajo de las sábanas —dijo otro—. Y quiso apostar por lo seguro.
Más risas.
—Ya vale, no tenemos tiempo para tonterías —gritó Eskildsen, uno de los veteranos, del que nadie sabía cuánto llevaba trabajando en la investigación de asesinatos. Se hizo el silencio en la sala—. ¿Alguno de vosotros, mocosos, recuerda el caso que resolvieron en Delitos Violentos hace unos años, cuando todo el mundo creía que en Oslo andaba suelto un asesino en serie? —continuó—. Cuando dieron con el asesino, comprobaron que solo tenía móvil para matar al número tres de la serie. Pero como sabía que sospecharían de él si la única víctima era ese número tres, les quitó la vida a otras dos para camuflarlo como la obra de un asesino en serie perturbado.
—Joder —rió un agente joven—. ¿De verdad que consiguieron resolver un caso los de Delitos Violentos? Debió de ser pura casualidad.
El joven miró sonriente a su alrededor y no tardó en ponerse colorado al ver que nadie secundaba sus risas. Porque todo el que llevaba cierto tiempo trabajando como investigador recordaba aquel caso. La investigación se utilizaba en las academias de policía de toda Escandinavia. Era legendaria. Exactamente igual que quien había resuelto el caso.
—Harry Hole.
—It’s Neil McCormack, Holy. How are you? And where are you?
McCormack entendió claramente que Harry respondía «En coma», pero dio por hecho que habría pronunciado el nombre de alguna ciudad noruega.
—I talked to Iska Peller. Tal y como suponías, no tenía mucho que decir sobre la noche en cuestión; en cambio, sobre la noche siguiente…
—¿Ajá?
—El policía de la zona las recogió a ella y a su amiga Charlotte y las instaló en su casa. Parece que mientras la señorita Peller trataba de librarse de la gripe con una cura de sueño, el policía y la amiga estuvieron tomándose unas copas en el salón, tras de lo cual parece que el policía trató de seducir a Charlotte de un modo bastante resuelto y corporal. Tanto que Charlotte pidió ayuda, la señorita Peller se despertó, se levantó y fue al salón, donde el policía ya había conseguido bajarle a Charlotte hasta las rodillas los pantalones de esquí. El policía paró y la señorita Peller y la amiga decidieron ir a la estación de tren y alojarse en el hotel de un sitio cuyo nombre siento mucho…
—Geilo.
—Gracias.
—Dices que trató de seducirla, Neil, pero te refieres a que intentó violarla, ¿no?
—No. La señorita y yo le dimos varias vueltas hasta que acordamos la forma exacta de expresarlo. Dijo que lo que le contó la amiga fue que el policía le bajó los pantalones en contra de su voluntad, pero que, aparte de eso, no la tocó.
—Pero…
—Ya, claro, quizá podamos suponer que esa era la intención, pero no lo sabemos. La cuestión es que aún no había cometido ningún acto punible. La señorita Peller se mostró de acuerdo con ello, y tampoco se molestaron en denunciarlo, simplemente se marcharon de allí. El policía consiguió incluso que un lugareño las llevara a la estación, donde les ayudó a subir al tren. Según la señorita Peller, el policía no se mostró arrepentido de nada, parecía más interesado en conseguir el número de teléfono de la amiga que en disculparse. Como si aquello hubiera sido una historia normal y corriente entre un hombre y una mujer que se han conocido y ya está.
—Vale. ¿Algo más?
—No, Harry. Salvo que le hemos puesto protección policial, tal y como sugeriste. Las veinticuatro horas, comida y demás necesidades servidas en bandeja en su misma puerta. Puede dedicarse a disfrutar del sol, si es que hace sol en Bristol, claro.
—Gracias, Neil. Si hay…
—… alguna novedad, te llamo. Y viceversa.
—Claro. Take care.
¿Y tú me lo aconsejas?, pensó McCormack, colgó y contempló el cielo azul claro de la tarde. Los días eran un poco más largos ahora que era verano; aún tenía tiempo de salir a navegar una hora y media antes de que anocheciera.
Harry se levantó y se metió en la ducha. Se quedó sin moverse debajo del chorro ardiente unos veinte minutos. Luego salió, se secó la piel rojiza y reblandecida y se vistió. Vio que había recibido dieciocho mensajes en el móvil mientras dormía. Así que se las habían arreglado para averiguar su número. Reconoció las primeras cifras de los números de los tres grandes periódicos de Noruega y de los dos canales de televisión más importantes, ya que el prefijo de la centralita de todos ellos empezaba por varios ceros y una combinación de dígitos muy similar. El final de la lista de números era más arbitrario y correspondía seguramente a diversos periodistas sedientos de algún comentario por su parte. Pero, sin saber por qué, se quedó mirando uno de los números. Porque tal vez a algunos bites de su cerebro les gustara memorizar. O porque las primeras cifras le decían que procedía de Stavanger. Revisó las llamadas anteriores y encontró el mismo número dos días atrás. Colbjørnsen.
Harry llamó y se encajó el teléfono entre el hombro y la mejilla mientras se ataba las botas y comprobaba que iba siendo hora de comprarse unas nuevas. Los herrajes que antes le permitían pisar un clavo sin problemas se habían salido de las suelas.
—Joder, Harry. Hoy te han crucificado en los periódicos. Una carnicería, de verdad. ¿Qué dice tu jefe?
Colbjørnsen parecía resacoso. O resfriado.
—No lo sé —dijo Harry—. No he hablado con él.
—Delitos Violentos sale bien parado, claro; toda la culpa recae sobre ti personalmente. ¿Fue tu jefe el que te convenció para que aceptaras el take one for the team?
—No.
Formuló la pregunta después de un silencio:
—No… No sería Bellman, ¿verdad?
—¿Qué quieres, Colbjørnsen?
—Qué coño, Harry. Yo he hecho una investigación somewhat ilegal en solitario, exactamente igual que tú. Así que antes tengo que saber si seguimos estando en el mismo equipo o no.
—Yo no estoy en ningún equipo, Colbjørnsen.
—Estupendo, ya veo que sigues estando en nuestro equipo. El equipo de los valientes.
—Iba a salir.
—Right on. He vuelto a hablar con Stine Ølberg, la chica que tanto interesaba a Elias Skog.
—¿Sí?
—Resulta que Elias Skog le contó más de lo que yo entendí en el primer interrogatorio acerca de lo que ocurrió en la cabaña aquella noche.
—Estoy empezando a tener fe en los segundos interrogatorios —dijo Harry.
—¿Qué?
—Nada. Cuéntame.