Interrogatorio
Mikael Bellman había soñado otra vez que caía al vacío. Escalada en solitario en El Chorro, el crampón que se suelta, la montaña que pasa como una exhalación ante sus ojos, el suelo que se le acerca a toda velocidad. El despertador que suena en el último segundo. Se limpió la yema de huevo de la comisura de los labios y miró a Ulla, que estaba detrás de él sirviéndole un café recién hecho. Había aprendido a saber exactamente cuándo había terminado de comer Mikael, y entonces, ni un segundo antes, era cuando quería el café, ardiendo y en la taza azul. Y esa era solo una de las razones por las que la apreciaba. Otra era que se mantenía en tan buena forma que todavía atraía las miradas de los demás en las reuniones a las que los invitaban cada vez con más frecuencia. Después de todo, Ulla había sido la belleza indiscutible de Manglerud cuando empezaron a salir, él con dieciocho años, y ella con diecinueve. La tercera, que, sin grandes aspavientos, Ulla había dejado de lado sus sueños de hacer carrera para que él pudiera dar prioridad a su trabajo. Pero las tres razones más importantes estaban sentadas alrededor de la mesa discutiendo quién se quedaría con el muñeco de plástico que venía en el paquete de cereales, y quién iba a sentarse delante hoy cuando los llevara al colegio. Dos niñas, un niño. Tres razones perfectas para apreciar a aquella mujer y la compatibilidad de sus genes.
—¿Llegarás tarde hoy también? —dijo Ulla, y le pasó la mano por el pelo.
Sabía que a ella le encantaba su pelo.
—Los interrogatorios pueden ser largos —dijo—. Empezamos hoy con el sospechoso.
Era consciente de que los periódicos harían público lo que él ya sabía: que el detenido era Tony Leike, pero él consideraba una cuestión de principios mantener el secreto profesional también en casa. Además, eso le permitía justificar periódicamente las horas extra con un «Querida, no te lo puedo decir».
—¿Por qué no lo interrogasteis ayer? —preguntó Ulla mientras ponía la merienda en las mochilas de los niños.
—Teníamos que reunir más datos. Y terminar el registro de su domicilio.
—¿Habéis encontrado algo?
—Pues es que no puedo dar muchos detalles, cariño —dijo, y le indicó con la mirada que era una cuestión de secreto profesional.
Para no tener que revelar el hecho de que, en efecto, acababa de poner el dedo en la llaga. Bjørn Holm y los demás técnicos de la Científica no habían encontrado nada que se pudiera relacionar directamente con ninguno de los asesinatos. Pero, por suerte y para empezar, eso tenía, de momento, una importancia menor.
—No pasa nada si va madurando un poco en el calabozo por la noche —dijo Bellman—. Así estará más receptivo cuando empecemos. Y el principio de un interrogatorio siempre es decisivo.
—¿Ah, sí? —dijo Ulla, y él se dio cuenta de que trataba de aparentar interés.
—Tengo que irme.
Se levantó y le dio un beso en la mejilla. Sí, la apreciaba de verdad. La idea de renunciar a ella y a los niños, a lo que constituía el fundamento y la infraestructura que posibilitaban la apuesta por su carrera, por el ascenso en la escala social, era absurdo, naturalmente. Seguir el impulso del corazón, tirarlo todo por la borda por un enamoramiento, o lo que fuera, era una utopía, un sueño del que podía hablar y sobre el que podía pensar en voz alta con Kaja como única oyente, claro. Pero si de soñar se trataba, Mikael Bellman prefería tener sueños más elevados.
Se inspeccionó los dientes en el espejo de la entrada y comprobó que la corbata de seda estuviera perfecta. La prensa aguardaría sin duda a la puerta de la Comisaría General.
¿Cuánto tiempo podría conservar a Kaja? La noche anterior había creído advertir cierta duda en ella. Y falta de entusiasmo cuando se acostaron. Pero sabía que, mientras apuntara a la cima tal y como había venido haciendo hasta ahora, podría controlarla. No porque Kaja fuera una cazafortunas con intereses propios por lo que él, como jefe supremo, pudiera hacer por su carrera. No era cuestión de intelecto, sino biología pura. Las mujeres podían ser todo lo modernas que quisieran, pero a la hora de someterse al macho alfa, seguían encontrándose en el nivel del simio. Pero ya que había empezado a dudar, puesto que comprendía que él jamás renunciaría a su mujer por ella, tal vez hubiera llegado el momento de animarla. Después de todo, aún le sería útil por un tiempo para sacarle información interna de Delitos Violentos, hasta que hubieran atado todos los cabos sueltos, hasta que hubiera superado aquella batalla. Y ganado la guerra.
Se dirigió a la ventana mientras se abrochaba el abrigo. La casa que había heredado de sus padres estaba en Manglerud; no era la mejor zona de la ciudad, según los que vivían en la zona oeste. Pero quienes se habían criado allí mostraban cierta tendencia a quedarse, era una zona con alma. Y era su zona. Con vistas al resto de la ciudad. Que también sería suya muy pronto.
—Ya vienen —dijo el ayudante que estaba en el umbral de una de las nuevas salas de interrogatorios con vídeo que habían acondicionado en Kripos.
—Muy bien —dijo Mikael Bellman.
Había responsables de interrogatorios que gustaban de dejar al sospechoso en la sala, hacerlo esperar un rato, para que se diera cuenta de quién mandaba allí. Y para luego hacer una entrada triunfal y atacar duro cuando el sospechoso estaba más vulnerable y a la defensiva. Bellman prefería estar listo en la sala cuando entrara el sospechoso. Marcar el territorio, dejar claro quién era el dueño de aquel espacio. A veces lo dejaba esperando mientras él hojeaba los documentos, notaba cómo iba creciendo el nerviosismo y luego, llegado el momento, levantaba la vista y arremetía. Pero aquellos eran detalles refinados de la técnica de interrogatorios, los cuales él, lógicamente, estaba dispuesto a discutir con otros colegas competentes. Volvió a comprobar que la luz roja de grabación estaba encendida. Tener que ponerse con los aspectos técnicos una vez que el sospechoso hubiera entrado podía arruinar todo el despliegue inicial para marcar el estatus.
Vio por la ventana que Beavis y Kolkka entraban en la habitación contigua. Entre ellos caminaba Tony Leike, al que traían del calabozo de la Comisaría General.
Bellman respiró hondo. Sí, se le había acelerado el pulso levemente. Una mezcla de ansias de atacar y de nerviosismo. Tony Leike había declinado la oferta de contar con la presencia de un abogado. En un principio, esa opción era más ventajosa para Kripos, naturalmente, les daba más margen de maniobra. Al mismo tiempo, indicaba la convicción de Leike de que no tenía gran cosa que temer. Pobre desgraciado. No sabía que Bellman tenía pruebas de que había llamado a Elias Skog poco antes de que lo asesinaran. Una persona a la que, según sus declaraciones, no conocía ni de nombre.
Bellman miró los documentos y oyó que Leike entraba en la sala. Que Beavis cerraba la puerta, tal y como él le había pedido.
—Siéntate —dijo Bellman sin levantar la vista.
Oyó que Leike obedecía.
Bellman se detuvo en un papel y se pasó el índice por el labio inferior mientras contaba despacio para sus adentros. Uno, dos, tres. Junto con los colegas, lo habían enviado a un curso sobre el método de interrogatorio que debían aplicar, el llamado investigative interviewing, donde lo principal, según aquellos académicos ajenos a la realidad, eran la franqueza, el diálogo y la confianza. Cuatro, cinco, seis. Bellman había escuchado en silencio; después de todo, habían elegido aquel modelo en lo más alto de la cúpula, pero ¿qué clase de personas eran en realidad los individuos que Kripos creía que debían interrogar? ¿Almas débiles pero solícitas que lo contarían todo con tal de que les dieras un hombro en el que llorar? Decían que el método que la policía había utilizado hasta el momento, el tradicional del FBI, el procedimiento americano en nueve pasos, era inhumano, manipulador, que hacía que los inocentes reconocieran delitos que no habían cometido y que por eso era contraproducente. Siete, ocho, nueve. Bueno, supongamos que metieran en la jaula a algún que otro gallito maleable, pero ¿qué era eso en comparación con todos los malos que saldrían de allí partiéndose de risa ante la idea de «franqueza, diálogo y confianza»?
Diez.
Bellman juntó las yemas de los dedos y levantó la vista.
—Sabemos que llamaste a Elias Skog desde un número de Oslo, y que, dos días después, estuviste en Stavanger. Y que entonces lo mataste. Esos son los datos que tenemos, pero lo que me pregunto es por qué. ¿O es que no tenías móvil, Leike?
Era el paso número uno en el modelo de interrogatorio en nueve pasos de los agentes del FBI Inbau, Reid y Buckley: el enfrentamiento, tratar de utilizar el efecto de choque para dejarlo KO en el primer asalto, la afirmación de que ya lo sabían todo, de que no tenía ningún sentido negarlo. Porque aquello solo consistía en una cosa: la confesión. En esta ocasión, Bellman combinó el paso número uno con otra técnica de interrogatorio: vincular un hecho objetivo a otro o varios que no lo eran. En esta ocasión, vinculó el hecho indiscutible de la llamada telefónica con que Leike hubiera estado en Stavanger y fuera el asesino. Al oír las pruebas de la primera afirmación, Leike creería automáticamente que también estaban en posesión de pruebas de las otras dos. Y de que estos hechos eran tan simples e incontestables que podían saltárselo todo e ir directos a la pregunta: «¿Por qué?».
Bellman vio que Leike tragaba saliva, vio cómo trataba de mostrar los dientes blancos grandes como menhires en un conato de sonrisa, vio el desconcierto en sus ojos y supo que ya lo tenían.
—Yo no he llamado a ningún Elias Skog —dijo Leike.
Bellman suspiró.
—¿Quieres que te enseñe el registro de llamadas de la central de Telenor?
Leike se encogió de hombros.
—Yo no he llamado. Se me perdió el móvil hace un tiempo. Puede que alguien haya llamado al tal Skog desde ese móvil.
—No te hagas el listo, Leike. Estamos hablando del teléfono de tu casa.
—Estoy diciendo que no lo he llamado.
—Ya, si te he oído. Según el censo, vives solo, ¿no?
—Sí. O sea…
—Tu novia va a dormir a veces. Y a veces tú te levantas antes que ella y la dejas en casa cuando te vas al trabajo, ¿no?
—Sí, a veces. Pero la mayoría de las veces estamos en su casa.
—Vaya, ¿es que la hija del armador Galtung tiene una guarida mejor que la tuya, Leike?
—Puede. Más acogedora sí es.
Bellman se cruzó de brazos y sonrió.
—En cualquier caso, si tú no llamaste a Skog desde casa, tuvo que ser ella. Leike, te doy cinco segundos para que nos lo cuentes. Dentro de cinco segundos, un coche patrulla cruzará las calles de Oslo con las sirenas puestas rumbo a su acogedora guarida, le pondrán las esposas, la traerán aquí, la dejaremos que llame a su padre y le cuente que has permitido que ella cargue con la culpa de la llamada a Skog. Anders Galtung le buscará una jauría de los mejores abogados del país y tú te habrás agenciado un buen enemigo. Cuatro, tres.
Leike se encogió de hombros otra vez.
—Si estás seguro de que eso es suficiente para conseguir una orden de arresto contra una joven con un pasado intachable, por mí adelante. Pero para mí que en ese caso no seré yo quien se agencie un enemigo.
Bellman observó a Leike. ¿Lo habría subestimado, después de todo? Ahora le resultaba más difícil interpretar sus gestos. De todos modos, ya había superado el paso número uno. Sin confesión. Bueno, aún faltaban ocho. El paso dos del modelo de los nueve pasos era simpatizar con el sospechoso por el procedimiento de normalizar sus actos. Pero eso implicaba conocer el móvil, para así tener algo que normalizar. El móvil para matar a todos los huéspedes que pasaron la misma noche en la misma cabaña turística no estaba claro más allá de lo obvio: la mayoría de los móviles de los asesinos en serie se alojan en rincones de la conciencia que la mayoría de nosotros no visitamos nunca. Durante los preparativos, Bellman había decidido pasar rápidamente por el paso simpatizador antes de abalanzarse sobre el paso del móvil: darle al asesino una razón para confesar.
—Lo bueno en mi caso, Leike, es que yo no soy tu enemigo. Yo no soy más que un hombre que trata de comprender por qué haces lo que haces. Qué es lo que te mueve a actuar así. Pareces una persona inteligente y capaz, no hay más que ver lo que has conseguido en el mundo de los negocios. A mí esas cosas me fascinan, me fascina la gente que se propone unos objetivos y los persigue sin reparar en lo que piensen los demás. La gente que sobresale entre la mediocridad de la mayoría. Incluso me atrevo a decir que me reconozco a mí mismo en ese rasgo en concreto. Puede que te comprenda mejor de lo que tú crees, Tony.
Bellman le había pedido a uno de sus investigadores que llamara a alguno de los colegas accionistas de Leike para preguntarle cómo prefería que pronunciaran su nombre de pila: «Touny», «Tony» o «Tonny». La respuesta era: Tony. Bellman combinó la pronunciación correcta con un intento de sostenerle a Leike la mirada.
—Voy a decirte algo que, en realidad, no debería revelar, Tony. Resulta que, por una serie de circunstancias de orden interno, disponemos de poquísimo tiempo para este caso, por eso me gustaría que nos dieras una confesión. En condiciones normales, no le habríamos ofrecido un acuerdo de confesión a un sospechoso contra el que tenemos tantas pruebas como en tu caso, pero eso aceleraría los trámites. Y por esa confesión que, en realidad, no necesitamos para que te condenen, te voy a ofrecer una rebaja de la pena. Por desgracia, me veo limitado por la ley a la hora de ofrecerte una rebaja concreta, pero, entre nosotros, puedo decirte que va a ser significativa. ¿Vale, Tony? Es una promesa. Y, además, está recogida en la grabación.
Señaló la luz roja que brillaba en la mesa.
Leike se quedó mirando a Bellman un buen rato, pensando. Luego, abrió la boca.
—Los dos que vinieron a buscarme me dijeron que te llamas Bellman.
—Llámame Mikael, Tony.
—Además, me dijeron que eres un hombre muy inteligente. Duro, pero de fiar.
—Y creo que tendrás ocasión de comprobarlo, sí.
—Has dicho «significativa», ¿verdad?
—Tienes mi palabra.
Bellman notó que se le aceleraba el pulso.
—Estupendo —dijo Leike.
—Bien —dijo Mikael Bellman, y se rozó el labio inferior con el índice y el pulgar—. ¿Empezamos por el principio?
—Desde luego —dijo Leike, y sacó del bolsillo un papel que, al parecer, Truls y Jussi le habían dejado conservar—. Fue Harry Hole quien me dio las fechas y las horas, así que irá rápido. Borgny Stem-Myhre murió en Oslo el 16 de diciembre, entre las veintidós y las veintitrés horas.
—Así es —dijo Bellman, y notó cómo se le alegraba el corazón.
—He comprobado la agenda. En ese momento, me encontraba en Skien, en la sala Peer Gynt de la Casa de Ibsen, donde protagonicé una presentación de mi proyecto con el coltán. Esto lo pueden confirmar quienes me alquilaron la sala, y los ciento veinte inversores potenciales que estaban presentes. Supongo que sabéis que se tardan unas dos horas en llegar allí en coche. La siguiente fue Charlotte Lolles, entre… Vamos a ver… Aquí dice que entre las veintitrés horas y la medianoche del 3 de enero. En ese momento me encontraba cenando con unos inversores no muy potentes de Hamar. A dos horas en coche de Oslo. Por cierto que fui en tren, y he estado buscando el billete, pero nada, por desgracia.
Sonreía como disculpándose con Bellman, que había dejado de respirar. Y a Leike apenas se le entreveían en la boca los menhires blancos cuando concluyó:
—Pero espero que consideréis fiable a alguno de los doce testigos que estuvieron en la cena.
—Luego dijo que tal vez pudieran considerarlo sospechoso del asesinato de Marit Olsen porque, aunque se encontraba en casa con su prometida, es verdad que aquella noche estuvo fuera él solo dos horas dando una vuelta con los esquís en la pista iluminada de Sørkedalen.
Mikael Bellman meneó la cabeza y hundió las manos más aún en los bolsillos del abrigo mientras contemplaba La niña enferma.
—¿Estuvo fuera tan tarde, a la hora que murió Marit Olsen? —preguntó Kaja, ladeando un poco la cabeza para observar la boca de aquella niña tan pálida, seguramente moribunda.
Cada vez que iban al museo de Munch se concentraba en un detalle. Un día eran los ojos, otro, el paisaje del fondo, el sol o, sencillamente, la firma de Edvard Munch.
—Dijo que ni él ni la joven Galtung…
—Lene —dijo Kaja.
—… recordaban exactamente cuándo, pero que sería bastante tarde, que solía hacerlo así porque le gustaba tener la pista para él solo.
—O sea que Tony Leike pudo haber estado en el Frognerparken. Si estuvo en Sørkedalen, tuvo que pasar el peaje a la ida y a la vuelta. Si tiene tarjeta de pago electrónico en el parabrisas, la hora queda automáticamente registrada. Y puedes…
Kaja se volvió y se calló bruscamente al ver la frialdad de su mirada.
—… pero, como es lógico, eso ya lo habéis comprobado —añadió.
—No hizo falta —dijo Mikael—. No tiene tarjeta de pago electrónico, se para y paga al contado en cada estación de peaje. Y entonces el coche no queda registrado.
Kaja asintió. Continuaron caminando hasta el siguiente cuadro, se detuvieron detrás de unos japoneses que cacareaban señalando y gesticulando. La ventaja de verse entre semana en el museo de Munch —aparte de que se encontraba a medio camino entre Kripos, en Bryn, y la Comisaría General de Grønland— era que se trataba de uno de los lugares turísticos de Oslo en los que, con total seguridad, no te encontrabas ni a colegas ni a vecinos ni a conocidos.
—¿Qué dijo Leike de Elias Skog y Stavanger? —preguntó Kaja.
Mikael meneó la cabeza otra vez.
—Dijo que, seguramente, podía ser sospechoso de eso también, dado que esa noche durmió solo en casa y no tenía coartada. Así que le pregunté si estuvo en el trabajo al día siguiente, y entonces me dijo que no se acordaba, pero que suponía que llegó a las siete como de costumbre. Y que, si me parecía importante, lo podía comprobar con la recepcionista de las oficinas. Eso hice, y resultó que Leike había reservado una de las salas de conferencias para las nueve y cuarto. Y cuando hablé con varios de los inversores esos de la oficina, resultó que dos de ellos habían asistido a esa reunión con Leike. Si salió del apartamento de Elias Skog a las tres de la madrugada, tuvo que tomar un avión para llegar a tiempo. Y su nombre no aparece en ninguna lista de pasajeros.
—Eso no importa, pudo viajar con nombre y documentación falsos. Y además, todavía tenemos la llamada que hizo a Skog. ¿Cómo ha explicado eso?
—Ni siquiera lo intentó, lo negó sin más —dijo Bellman disgustado—. Pero ¿qué es lo que le ve la gente a este cuadro, La danza de la vida? Si ni siquiera tiene caras dignas de tal nombre. A mí por lo menos me parecen zombis.
Kaja examinó las figuras que bailaban en el cuadro.
—A lo mejor lo son —dijo.
—¿Zombis? —Bellman se echó a reír—. ¿Lo dices en serio?
—Gente que da vueltas, que baila, que se siente muerta por dentro, enterrada, en descomposición. Desde luego que sí.
—Interesante teoría, Solness.
Ella odiaba que la llamara por el apellido, cosa que hacía cuando estaba enfadado o cuando le parecía oportuno recordarle su superioridad intelectual. Y era algo que ella le había permitido hacer, puesto que parecía importante para él. Y quizá fuera verdad. ¿No era eso lo que la había hecho caer rendida a sus pies, su inteligencia manifiesta? Ya no lo recordaba del todo.
—Tengo que volver al trabajo —dijo Kaja.
—¿Para hacer qué? —dijo Mikael, y miró hacia donde estaba el guardia de seguridad, que bostezaba detrás de la cuerda al fondo de la sala—. ¿Contar clips y esperar el cierre de la unidad? Eres consciente de que me has causado un problema enorme con lo de Leike, ¿verdad?
—¿Quién, yo? —preguntó Kaja incrédula.
—Baja la voz, querida. Tú fuiste quien me llamó para contarme lo que Harry había averiguado sobre Leike. Y que iba a detenerlo. Yo confiaba en ti. Confiaba tanto que arresté a Leike basándome en la información que me diste, y luego, prácticamente, le dije a la prensa que la cosa estaba poco menos que despachada. Y ahora resulta que la mierda esa nos ha estallado en la cara. El tío tiene una coartada sólida para al menos dos de los asesinatos, querida, y tendremos que soltarlo hoy mismo. Fijo que su suegro, Galtung, estará ya planteándose una demanda con abogados traídos del infierno, y el ministro de Justicia querrá saber cómo coño ha podido producirse un fallo así. Y la cabeza que ahora descansa en el tajo no es la tuya ni la de Hole ni la de Hagen, sino la mía, Solness. ¿Lo comprendes? La mía y la de nadie más. Así que tendrás que hacer algo al respecto.
—¿Y qué puedo hacer?
—No mucho, una cosilla de nada, del resto nos ocupamos nosotros. Quiero que salgas con Harry a dar una vuelta. Esta noche.
—¿Una vuelta? ¿Yo?
—Tú le gustas.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿No te he contado que os vi fumando en la terraza?
Kaja se puso blanca.
—Llegaste tarde, pero no dijiste que nos habías visto.
—Estabais tan ocupados que no os disteis cuenta de que me acercaba con el coche, así que aparqué y me quedé mirando. Le gustas, querida. Y quiero que lo lleves a algún sitio. Unas horas nada más.
—¿Por qué?
Mikael Bellman sonrió.
—Pasa demasiado tiempo sentado en su casa. O acostado. Hagen no debería dejarle tanto tiempo libre, la gente como Hole no sabe llevarlo bien. Y no querréis que se mate bebiendo nada menos que en Oppsal, ¿verdad? Llévalo a cenar a algún sitio. Al cine. A tomar una cerveza. Tú procura que no esté en casa entre las ocho y las diez. Y ten cuidado. No sé si es listo o simplemente paranoico, pero se quedó mirando mi coche con mucha atención la noche que te acompañó. ¿Vale?
Kaja no respondió. Mikael sonreía con aquella sonrisa con la que ella podía pasarse soñando los largos periodos en que él no estaba, cuando el trabajo y las obligaciones familiares le impedían verla. Pero entonces ¿por qué esa misma sonrisa le revolvía el estómago en aquellos momentos?
—No… No habrás pensado…
—He pensado hacer lo que tengo que hacer —dijo Mikael, y miró el reloj.
—¿Es decir?
Mikael se encogió de hombros.
—¿Tú qué crees? Cambiar la cabeza que hay ahora en el patíbulo, naturalmente.
—No me pidas eso, Mikael.
—Pero, querida, no te lo estoy pidiendo. Es una orden.
Apenas se la oyó decir:
—¿Y… y si te dijera que no?
—Entonces no solo aplastaría a Hole, sino a ti también.
La luz del techo le iluminó las manchas de la piel. Es tan guapo, pensó. Alguien debería pintarlo.
Las marionetas bailan como deben. Harry Hole averiguó que yo había llamado a Elias Skog. Me gusta. Creo que podríamos haber sido amigos si nos hubiéramos conocido de niños o de jóvenes. Tenemos varias cosas en común. Como la inteligencia. Es el único de los investigadores que parece tener la capacidad de ver tras el velo de las cosas. Lo que, naturalmente, significa que debo tener cuidado con él. Solo de pensar en cómo continuará todo esto, ya me alegro. Como un niño.