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El ancla

Kaja se quedó en el umbral de la puerta del dormitorio, observándolo. Mikael Bellman. Para todo el mundo: un buen comisario, ambicioso, felizmente casado, padre de tres hijos y, en breve, jefe del nuevo Kripos gigantus, que llevaría todas las investigaciones de asesinato de Noruega. Para ella, Kaja Solness: un hombre del que se enamoró nada más conocerlo, que la sedujo según todos los cánones, y según un par de reglas no canónicas. Fue una partida fácil, pero la culpa no fue de él, sino de ella. En general. ¿Qué fue lo que le dijo Harry? «Está casado y dice que quiere dejar a su mujer y a sus hijos, pero nunca los deja.»

Justo en el clavo. Naturalmente. Así de banales somos. Creemos porque queremos creer. En dioses, porque así atenuamos nuestro miedo a la muerte. En el amor, porque embellece nuestra visión de la vida. En lo que dicen los hombres casados, porque es lo que dicen los hombres casados.

Kaja sabía lo que iba a decirle Mikael. Y lo dijo:

—Voy a tener que irme a casa. Si no, empezará a hacer preguntas.

—Lo sé —dijo Kaja con un suspiro y, como de costumbre, se abstuvo de hacer la pregunta que siempre se planteaba cuando él decía aquello: ¿por qué no hacer lo que debes para que no tenga que preguntar nada? ¿Por qué no hacer lo que llevas tanto tiempo diciendo que vas a hacer?

Y ahí era donde ella había empezado a hacerse una pregunta nueva: ¿por qué ya no estoy tan segura de querer que lo hagas?

Harry iba apoyándose en la barandilla de la escalera que subía a la sección de Hematología del Rikshospitalet. Iba sudando, aterido de frío, y los dientes le castañeteaban como un motor de dos tiempos. Y estaba hasta arriba. Otra vez. Hasta arriba de Jim Beam, hasta arriba de locura, hasta arriba de sí mismo, hasta arriba de mierda. Fue tambaleándose por el pasillo y divisó la puerta de la habitación de su padre al fondo, a lo lejos.

Una enfermera asomó la cabeza desde una sala, lo miró y desapareció. A Harry le quedaban cincuenta metros para llegar a la puerta cuando la enfermera y un enfermero calvo aparecieron por el pasillo y le cortaron el paso.

—En esta sección no tenemos medicamentos —dijo el calvo.

—Eso no solo es una mentira como un castillo —dijo Harry, tratando de mantener el equilibrio y de controlar la tiritona—, sino además, un insulto como un castillo. No soy un yonqui, sino un hombre que ha venido a ver a su padre. Así que quitaos de en medio, por favor.

—Perdón —dijo la enfermera, que pareció tranquilizarse al oír la dicción impecable de Harry—. Pero hueles como una cervecería, y no podemos permitir…

—Cervecería es cerveza —dijo Harry—. Jim Beam es bourbon. Lo que quiere decir es que huelo como una destilería, señorita. Es…

—Da igual —dijo el enfermero, y cogió a Harry del codo.

Pero lo soltó enseguida cuando este le retorció la muñeca. El enfermero profirió un grito y dibujó una mueca de dolor antes de que Harry lo soltara y se quedara allí plantado, mirándolo fijamente.

—Gerd, llama a la policía —dijo la enfermera en voz baja sin apartar la vista de Harry.

—Si no os importa, ya me encargo yo —dijo a su espalda una voz algo ceceante. Era Sigurd Altman. Apareció por el pasillo con una carpeta bajo el brazo y sonriendo amablemente—. ¿Quieres venir conmigo a donde tenemos las drogas, Harry?

Harry se balanceó un par de veces. Fijó la vista en aquel hombre pequeño y bajito de gafas redondas. Y luego asintió.

—Por aquí —dijo Altman, que ya había echado a andar.

La habitación de Altman era, en principio, un agujero. No tenía ventana, ni ventilación visible, pero sí una mesa con un ordenador y una cama de camping que, le dijo, usaba cuando tenía guardia, para que lo despertaran si hacía falta. Y un armario con cerradura que Harry supuso contenía posibilidades químicas de encendido y apagado.

—Altman —dijo Harry, que se había sentado en el borde de la cama y chasqueaba la lengua ruidosamente, como si tuviera pegamento en los labios—. Un apellido poco común. Solo conozco a otra persona que se llame así.

—Robert —dijo Sigurd Altman, que ocupaba la única silla de la habitación—. No me gustaba la persona que era en el pueblo en el que me crié. En cuanto me fui, solicité que me cambiaran el apellido, que era demasiado corriente. Lo argumenté diciendo que Robert Altman era mi director favorito. Y el funcionario debía de tener resaca aquel día, porque funcionó. A todos nos puede convenir volver a nacer de vez en cuando.

El juego de Hollywood —dijo Harry.

Gosford Park —dijo Altman.

Vidas cruzadas.

—Ah, una obra maestra.

—Buena, pero sobrevalorada. Demasiados temas. La dirección y el montaje complican la trama innecesariamente.

—La vida es complicada. Las personas son complicadas. Te recomiendo que la veas otra vez, Harry.

—Mmm.

—¿Cómo van las cosas? ¿Algún éxito en el caso de Marit Olsen?

—Éxito —repitió Harry—. Al tío que la mató lo han arrestado hoy.

—¡Mi madre! Claro, entonces comprendo que lo estés celebrando. —Altman hundió la barbilla en el pecho y lo miró por encima de las gafas—. Reconozco que espero poder contarles a mis posibles nietos que resolvisteis el caso gracias a la información que te di sobre la ketamina.

—Por supuesto que puedes, pero lo que lo delató fue una llamada telefónica que hizo a una de las víctimas.

—Pobre.

—Pobre, ¿quién?

—Pobre todo el mundo, supongo. Bueno, pero ¿por qué tanta prisa por ver a tu padre esta noche precisamente?

Harry se llevó la mano a la boca y eructó sin hacer ruido.

—Existe una razón —dijo Altman—. Por borracho que estés, siempre existe una razón. Por otro lado, naturalmente, esa razón no es nada que me incumba, así que quizá debería cerrar el…

—¿Alguien te ha pedido alguna vez que le ayudes a morir?

Altman se encogió de hombros.

—Bueno, alguna vez, sí. Dado que soy enfermero anestesista, es fácil que me lo pidan. ¿Por qué?

—Mi padre me lo ha pedido.

Altman asintió despacio.

—Es una carga muy pesada para encomendársela a otra persona. ¿Y por eso has venido? ¿Para dejarlo hecho?

Harry ya había recorrido la habitación con la mirada para comprobar si había por allí alguna bebida alcohólica. Le dio otro repaso.

—He venido a pedirle perdón. Porque no puedo hacer eso por él.

—No tienes que pedir perdón por eso. Que te quiten la vida no es nada que se le pueda pedir a nadie, y menos a tu propio hijo.

Harry apoyó la cabeza en las manos. La notaba dura y pesada, como una bola de jugar a los bolos.

—Ya lo he hecho una vez —dijo.

Altman sonó más asombrado que escandalizado:

—¿Has ayudado a morir a alguien?

—No —dijo Harry—. Me negué a hacerlo. A mi peor enemigo. Tiene una enfermedad incurable, mortal y muy dolorosa. Se asfixia lentamente atrapado por su propia piel, que se va encogiendo.

—Esclerodermia —dijo Altman.

—Cuando lo atrapé, trató de hacer que le disparase. Estábamos solos en lo alto de un salto de esquí, solos él y yo. Había matado a un número desconocido de personas y me había herido a mí y a gente a la que quiero. Secuelas permanentes. Le estaba apuntando con el revólver. Solos él y yo. Defensa propia. No arriesgaba una mierda matándolo.

—Pero preferiste dejar que sufriera —dijo Altman—. La muerte era una salida fácil.

—Sí.

—Y ahora tienes la sensación de que haces lo mismo con tu padre, lo dejas sufrir en lugar de dejar que muera.

Harry se frotó la nuca.

—No es que yo sea de los que tienen principios sobre la inviolabilidad de la vida ni chorradas de esas. Es debilidad pura y dura. Cobardía, eso es. Joder, ¿no tienes nada de beber aquí, Altman?

Sigurd Altman negó con un gesto. Harry no estaba seguro de que fuera su respuesta a la última pregunta o a las anteriores. Quizá a ambas cosas.

—No puedes descalificar tus sentimientos así, Harry. Tratas de saltarte alegremente el hecho de que tú, como todo el mundo, te guías por nociones de lo que está bien y lo que está mal. Puede que, intelectualmente, no tengas todos los argumentos para esas nociones y, aun así, las tienes ancladas en lo más profundo. Bien y mal. Puede que sea eso lo que te enseñaron tus padres cuando eras niño, una historia moral que tu abuela te leyó, alguna injusticia que viste en el colegio y sobre la que reflexionaste a fondo. La suma de todas las cosas olvidadas. —Altman se inclinó—. «Ancladas en lo más profundo» es una expresión muy acertada, desde luego. Porque significa que tal vez no veas el ancla en las profundidades, pero que no puedes moverte del sitio de todos modos, que eso es lo que estás arrastrando, que ahí está tu sitio. Trata de aceptarlo, Harry. Acepta el ancla.

Harry se miraba las manos entrelazadas.

—Es que le duele tanto…

—El dolor físico no es lo peor para un ser humano —dijo Altman—. Créeme, yo lo veo a diario. Tampoco la muerte. Ni siquiera el miedo a la muerte.

—Y entonces ¿qué es lo peor?

—La humillación. Que te arrebaten el honor y la dignidad. Que te desnuden, que te aparten del rebaño. Ese es el peor castigo, eso es enterrar a un hombre en vida. Y el único consuelo es que la persona en cuestión se hunde relativamente rápido.

—Ya. —Harry se quedó mirando a Altman un buen rato—. A lo mejor en ese armario tienes algo que pueda aligerar un poco el ambiente, ¿no?