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Beavis

Fue una reacción instintiva. Sencillamente, Harry no pudo pararla.

Cuando la cara un tanto lunar del técnico de la Científica Bjørn Holm apareció en la abertura de la puerta de Tony Leike, y Harry vio al fondo a los demás técnicos empleados de lleno en el registro, tardó unos segundos en comprender lo que había ocurrido y se le cruzaron los cables.

Notó la onda del golpe a través del brazo, subiendo hasta el hombro, y el dolor en los nudillos. Al abrir los ojos de nuevo vio a Bjørn Holm de rodillas en el recibidor, y la sangre le chorreaba de la nariz y la boca y le goteaba de la barbilla.

Los dos policías del grupo Delta se adelantaron de un salto apuntando a Holm con sus armas, aunque estaban visiblemente desconcertados. Seguramente habrían visto el famoso gorro de rastafari en otras ocasiones y se dieron cuenta de que los demás hombres vestidos de blanco formaban parte del equipo que investigaba la escena del crimen.

—Comunica que la situación está bajo control —le dijo Harry al hombre que llevaba el tres en el pecho—. Y que han arrestado al sospechoso. Lo ha arrestado Mikael Bellman.

Harry estaba hundido en la silla. Tenía las piernas estiradas y le llegaban hasta el escritorio de Gunnar Hagen.

—Es muy sencillo, jefe. Bellman se enteró de que íbamos a coger a Tony Leike. Joder, si tienen a la fiscalía nacional al otro lado de la calle, en el mismo edificio que la Científica. No tenía más que cruzar y obtener la orden de alguno de los fiscales, seguramente la consiguió en dos minutos. ¡Mientras yo estuve esperando dos putas horas!

—No hace falta que grites —dijo Hagen.

—No hace falta que grites tú, pero yo tengo que gritar —vociferó Harry, y dio un puñetazo en el brazo del asiento—. ¡Mierda, mierda!

—Da gracias a que Holm no ha querido denunciarte. ¿Por qué le atizaste a él, por cierto? ¿Es que es el soplón?

—¿Querías algo más, jefe?

Hagen observó a su comisario. Luego meneó la cabeza.

—Tómate unos días libres, Harry.

A Truls Berntsen lo habían llamado muchas cosas en la vida. La mayoría de los apodos ya estaban olvidados. Sin embargo, después del instituto, a principios de los noventa, le pusieron uno que pervivió: Beavis. Ese personaje ridículo de la serie animada de la MTV. El pelo rubio, prognatismo y una risa que parecía un gruñido. Vale, quizá se riera así. Se reía así desde primaria, sobre todo cuando le pegaban a alguien. Sobre todo cuando le pegaban a él. Había leído en un tebeo que el tío que dibujaba a Beavis y a Butthead se llamaba Judge, no recordaba el nombre de pila. Pero aquel Judge decía que se imaginaba que el padre de Beavis era un borracho que le daba palizas a su hijo. Truls Berntsen recordaba que, cuando lo leyó en la tienda, dejó el tebeo en el suelo y se fue riéndose con su típico gruñido.

Beavis tenía dos tíos policías y superó las pruebas de acceso a la Escuela Superior de Policía por los pelos y con dos cartas de recomendación. Y se sacó el título pidiendo socorro y, como mínimo, con la mano que le echó el compañero del banco de al lado. Y qué menos: eran amigos de la infancia. En fin, amigos, lo que se dice amigos… En honor a la verdad, Mikael Bellman era su jefe desde que tenían doce años y se conocieron en el solar que estaban excavando en Manglerud. Bellman lo sorprendió mientras trataba de prenderle fuego a una rata muerta. Y le enseñó que era mucho más divertido meterle a la rata en la boca un cartucho de dinamita. Incluso dejó que Truls lo encendiera. Y desde aquel día, siguió a Mikael Bellman a todas partes. Cuando él se lo permitía. Mikael sacaba adelante todo aquello en lo que Truls fracasaba. Los estudios, la gimnasia y cómo hablar para que nadie te tomara el pelo. Incluso iba con chicas, una de ellas un año mayor, con unas tetas que Mikael podía tocar cuanto quisiera. Solo había una cosa que a Truls se le daba mejor: recibir palos. Mikael siempre emprendía la retirada cuando alguno de los mayores se enfadaba al oírlo fardar más que ellos y se acercaba con los puños cerrados. En esos casos, ponía a Truls de escudo. Porque Truls sabía recibir palos. Se había entrenado en casa. Los mayores podían atizarle hasta hacerlo sangrar, pero él seguía allí con aquella risa gruñona que los irritaba más todavía. Pero él no podía evitarlo, era incapaz de contener la risa. Sabía que Mikael le daría después una palmadita alentadora y, si era domingo, le diría que Julle y Te-Ve iban a echar otra carrera. Que entonces se apostarían en el puente del cruce de Ryenkrysset, aspirarían el aroma del asfalto ardiendo al sol y oirían rugir los motores de las Kawa-1000 entre los gritos y los vítores de los espectadores. Y las motos de Julle y Te-Ve aparecerían zumbando por la autopista desierta en domingo, pasarían por debajo del puente y seguirían hacia el túnel y hacia Bryn, y quizá —si Mikael estaba de buen humor y la madre de Truls tenía guardia en el hospital de Aker— irían a cenar a casa de la señora Bellman.

Un día que Mikael fue a su casa a buscarlo el padre le gritó a Truls desde la puerta que era Jesús que preguntaba por su discípulo.

Bellman y él no habían discutido en la vida. Es decir, Truls nunca respondía si Mikael estaba de mal humor y decía alguna burrada. Ni siquiera en aquella fiesta en la que Mikael lo llamó Beavis y todos se echaron a reír y Truls supo que aquel sería su mote para siempre. Tan solo una vez respondió Truls. Cuando Mikael dijo que su padre era uno de los borrachos de la fábrica Kadok. Truls se levantó y se dirigió a él con el puño en alto. Mikael se encogió protegiéndose la cabeza con el brazo, le dijo con una risita que se relajara, que era una broma y que «perdón». Pero después de aquello, Truls se arrepintió y se disculpó.

Un día, Mikael y Truls entraron en una de las gasolineras donde sabían que Julle y Te-Ve robaban gasolina. Llenaban el depósito de la Kawasaki en el surtidor de autoservicio mientras la novia seguía sentada con la cazadora vaquera atada alrededor de la cintura, de modo que tapaba la matrícula. Cuando terminaban, se montaban de un salto en las motos y salían de allí a todo gas.

Mikael dio el nombre completo y la dirección de Julle y Te-Ve, pero solo el de una de las chicas, la novia de Te-Ve. El propietario de la gasolinera se mostró escéptico, dudó un poco preguntándose si no había visto la cara de Truls en una de las cámaras de vigilancia; desde luego, se parecía al chico que había robado un bidón de gasolina poco antes de que le prendieran fuego al barracón de trabajadores vacío del solar de Manglerud. Mikael dijo que no quería ninguna recompensa por la información, solo que los culpables asumieran su responsabilidad. Y que contaba con que el propietario de la gasolinera conociera su deber como ciudadano. El hombre asintió, un tanto sorprendido. Mikael provocaba ese efecto en la gente. Cuando salieron de la gasolinera, Mikael le dijo que, al terminar el instituto, iba a solicitar la admisión en la Escuela Superior de Policía, y que Beavis debería pensar en hacer lo mismo, ya que incluso tenía familiares en el cuerpo.

Poco después, Mikael empezó a salir con Ulla, y Truls y él se veían cada vez menos. Pero, terminados los estudios de policía, los destinaron a los dos a la misma comisaría de Stovner, en la zona este de Oslo, para trabajar con delitos de bandas, robos en domicilios e incluso algún que otro asesinato. Al cabo de dos años, Mikael se casó con Ulla y se convirtió en jefe de Truls, o de Beavis, como lo venían llamando todos esos años, y el futuro se presentaba bien para Truls y brillante para Mikael. Hasta que un tío que era un perfecto idiota, un civil que trabajaba de sustituto en el servicio de nóminas, acusó a Bellman de haberle destrozado la mandíbula después de la cena de Navidad. No tenía pruebas, y Truls sabía con certeza que Mikael no había sido, pero a causa del jaleo que se organizó Mikael buscó trabajo fuera, y lo encontró en la Europol y se mudó a la central de La Haya, donde tampoco tardó en convertirse en una estrella.

Una de las primeras cosas que hizo al regresar a Noruega y al trabajo en Kripos fue llamar a Truls y decirle:

—Beavis, ¿estás listo para volver a reventar ratas con dinamita?

Lo primero que hizo fue reclutar a Jussi.

Jussi Kolkka era especialista en media docena de técnicas de deportes de combate con nombres que uno olvidaba antes de haber terminado de oírlos. Llevaba cuatro años trabajando para la Europol, y antes de eso había sido policía en Helsinki. Jussi Kolkka se vio obligado a dejar la Europol por extralimitarse durante la investigación de una serie de violaciones de adolescentes en el sur de Europa. Al parecer, Kolkka había machacado a uno de los violadores hasta el punto de que incluso a su abogado le costó reconocerlo. Sin embargo, no le costó nada amenazar a la Europol con interponer una demanda. Truls trató de convencer a Jussi de que le contara los detalles más jugosos del asunto, pero su colega se lo quedó mirando sin decir una palabra. Vale, Truls tampoco era muy hablador. Y se había dado cuenta de que, cuanto menos habla uno, menor es el riesgo de que la gente te juzgue equivocadamente. Lo cual no era desdeñable, por lo general. Tanto daba. Aquella noche tenían un motivo de celebración. Mikael, él, Jussi y Kripos habían vencido. Y puesto que Mikael no estaba, tendrían que tomar las riendas de la juerga ellos dos.

—¡Cerrad el pico! —gritó Truls, señalando el televisor que había colgado en la pared en el bar Justisen.

Y oyó sus gruñidos risueños al ver que sus colegas obedecían. Se hizo el silencio en las mesas y la barra. Todos observaban a aquel rey de los informativos que miraba directamente a la cámara y desvelaba lo que todos estaban esperando:

—Kripos ha detenido hoy a un hombre sospechoso de un total de cinco asesinatos, entre ellos, el de Marit Olsen.

Se oyeron gritos de júbilo, entrechocaron jarras de cerveza y ahogaron el resto de la noticia hasta que una voz grave con acento suecofinlandés masculló:

—¡Cerrad el pico!

La gente de Kripos obedeció y centró la atención en Mikael Bellman, que se hallaba plantado ante sus oficinas en Bryn, con un micrófono peludo delante de la cara.

—La persona en cuestión es sospechosa, la policía judicial de Kripos la interrogará y la arrestará —dijo Mikael Bellman.

—¿Quieres decir que consideras que la policía ha resuelto este caso?

—Haber encontrado al culpable y conseguir que lo condenen son dos cosas distintas —dijo Bellman con una sonrisita en la comisura de los labios—. Pero la investigación que hemos llevado a cabo en Kripos desveló tal cantidad de indicios y coincidencias que consideramos que lo correcto era efectuar la detención directamente, para no correr el riesgo de que se produjera otro asesinato o se destruyeran pruebas.

—El detenido es un hombre de unos treinta años. ¿Podéis decirnos algo más de él?

—Tiene una condena antigua por agresión, es cuanto puedo decir.

—En internet circulan rumores sobre la identidad de la persona en cuestión. Dicen que se trata de un conocido empresario y que es el prometido de la hija de un conocido armador, ¿puedes confirmar estos rumores, Bellman?

—No creo que pueda ni confirmar ni desmentir nada, solo puedo decir que en Kripos abrigamos grandes esperanzas de que este caso tenga una pronta resolución.

El periodista se volvió hacia la cámara para despedir la conexión, pero los aplausos del Justisen ahogaron su voz.

Truls pidió otra cerveza mientras uno de los investigadores se subía a una silla y se puso a pregonar a voz en grito que los de Delitos Violentos podían chuparle la polla, o al menos la punta, si se lo pedían amablemente. Las risas retumbaron en el aire enrarecido por el sudor del local a rebosar.

En ese momento se abrió la puerta y Truls vio en el espejo la figura que ocupaba el vano.

Notó un entusiasmo extraño ante aquella visión, el cosquilleo de la certeza de que allí iba a pasar algo, de que alguien saldría mal parado.

Era Harry Hole.

Alto, con la espalda ancha, la cara enjuta y los ojos enrojecidos en el fondo de las cuencas. Se quedó allí, sin más. Y, sin que nadie gritara que cerraran el pico, el silencio se extendió desde la entrada hacia el fondo del Justisen, hasta que se oyó un último siseo de advertencia a dos técnicos criminalistas que no paraban de hablar. Cuando se hizo el silencio absoluto, habló Hole:

—Vaya, estáis celebrando que habéis conseguido robarnos el trabajo que teníamos hecho.

Pronunció aquellas palabras en voz baja, casi susurrante. A pesar de todo, cada sílaba resonó atronadora entre las paredes del establecimiento.

—Estáis celebrando que tenéis un jefe que está dispuesto a pisar cadáveres, tanto los que ya se apilan con este caso como los que no tardarán en salir de la sexta planta de la comisaría general, solo para convertirse en el puto rey sol de Bryn. Bueno. Aquí tenéis un billete de cien.

Truls vio que Hole sostenía un billete en la mano.

—Este no vais a tener que robarlo. Aquí tenéis, comprad cerveza, el perdón, un consolador para el threesome de Bellman…

Arrugó el billete y lo tiró al suelo. Truls vio con el rabillo del ojo que Jussi ya estaba en movimiento.

—O un soplón más.

Hole se tambaleó y, en ese momento, Truls comprendió que, aunque hablaba tan claro como un pastor, el tío estaba borracho como una cuba.

Un segundo después, el derechazo de Jussi Kolkkas le dio en la parte izquierda de la barbilla y Hole hizo media pirueta, y luego una elegante reverencia, cuando el puño izquierdo del finlandés se le hundió en el plexo solar. Truls sabía que Hole iba a vomitar en cuanto le volviera el aire a los pulmones. Vomitaría allí dentro. Y, al parecer, Jussi pensó lo mismo, que más valía que lo hiciese fuera. Fue sorprendente ver cómo aquel finlandés compacto, casi cuadrado, levantaba el pie muy alto y con suavidad, como una bailarina, se lo plantaba a Harry en el hombro y empujaba con mucho cuidado de modo que el policía, que iba doblado, salió dando trompicones por la misma puerta por la que había entrado.

Los más jóvenes y borrachos aullaban de risa mientras Truls se carcajeaba con su típico gruñido. Un par de agentes de más edad alzaron la voz y uno de ellos dijo a gritos que Kolkka debería comportarse, joder. Pero ninguno de ellos hizo nada. Truls sabía por qué. Todos recordaban la historia. Harry había arrastrado el uniforme por el barro, había tirado piedras contra su propio tejado, le había quitado la vida a uno de sus mejores hombres.

Jussi se encaminó a la barra con cara impasible, como si hubiera salido a sacar la basura. Truls seguía relinchando y gruñendo. Jamás entendería a los finlandeses, los inuit, los esquimales o como coño se llamaran.

Al fondo del establecimiento, un hombre se había levantado y se había abalanzado hacia la puerta. Truls no lo había visto antes en Kripos, pero tenía cara de policía incluso con esos rizos oscuros.

—Si necesitas que te echemos una mano con él, avisa, comisario —gritó alguien desde su mesa.

Tres minutos después, cuando Celine Dion sonaba de nuevo y las conversaciones volvieron a cobrar vida, se atrevió Truls a bajarse del taburete, plantó el zapato en el billete de cien y lo arrastró hacia la barra para cogerlo.

A Harry le volvió el aire a los pulmones. Y vomitó. Una vez, dos veces. Luego se desplomó otra vez. El asfalto estaba tan frío que le escocía a través de la camisa y, al mismo tiempo, se le antojaba tan pesado como si fuera él quien lo estuviera sosteniendo y no al contrario. En el interior de los párpados cerrados veía manchas rojas en movimiento y serpientes negras enredándose entre sí.

—¿Hole?

Harry oyó la voz, pero sabía que demostrar que estaba consciente era tanto como dar vía libre a una patada. Por eso mantuvo los ojos cerrados.

—¿Hole?

La voz se había acercado y Harry notó una mano en el hombro.

Harry sabía que el alcohol reduciría la velocidad de sus movimientos, la puntería y la capacidad de calcular la distancia, pero lo hizo de todos modos. Abrió los ojos, se giró y dirigió un golpe hacia el cuello. Luego volvió a derrumbarse.

Falló por casi medio metro.

—Te voy a pedir un taxi —dijo la voz.

—Y una mierda —gruñó Harry—. Lárgate, rata asquerosa.

—No soy de Kripos —dijo la voz—. Me llamo Krongli. Comisario de Ustaoset.

Harry se dio la vuelta y lo miró a la cara.

—Solo estoy un poco borracho —dijo Harry con la voz ronca, y trató de respirar con calma para que el dolor no volviera a provocarle el vómito—. No es para tanto.

—Yo también estoy un poco borracho —sonrió Krongli, y se pasó el brazo de Harry por el hombro—. Y, si quieres que te diga la verdad, no sé dónde se puede coger un taxi aquí. ¿Puedes ponerte de pie?

Harry colocó una pierna debajo del tronco, luego la otra, parpadeó varias veces y se dio cuenta de que, después de todo, se encontraba en posición vertical. Y medio abrazado a un comisario de Ustaoset.

—¿Dónde duermes esta noche? —preguntó Krongli.

Harry miró al comisario de medio lado.

—En casa. Y preferiblemente solo, si no te importa.

En ese momento apareció un coche de policía delante de ellos, y alguien bajó la ventanilla. Harry oyó el final de una carcajada y luego una voz serena.

—¿Harry Hole, Delitos Violentos?

—Yo —suspiró Harry.

—Nos acaba de llamar un investigador de Kripos que nos ha dado órdenes de llevarte a casa sano y salvo.

—¡Pues abre la puerta de una vez!

Harry se sentó en la parte trasera. Recostó la cabeza, cerró los ojos, notó que todo le daba vueltas, pero prefería eso antes que ver la mirada de los dos policías. Krongli les pidió que cuando «Harry» estuviera en casa lo llamaran a un número que les dio. ¿Qué coño le hacía pensar a ese tío que eran amigos? Oyó que subían la ventanilla, y luego otra vez la voz complaciente del asiento delantero.

—¿Dónde vives, Hole?

—Ve todo recto —dijo Harry—. Vamos a hacer una visita.

Cuando Harry se percató de que el coche empezaba a moverse, abrió los ojos, se dio la vuelta y vio a Aslak Krongli plantado en la acera de la calle Møllergata.