Orden
—O sea —dijo Aslak Krongli girando la taza de café.
A Kaja le parecía un huevero perdido en aquella mano enorme. Se había sentado enfrente de él, en la mesa más próxima a la ventana. La cantina de la Comisaría General estaba en el último piso y era de un diseño noruego estándar, es decir, grande, luminosa y limpia, pero no tan acogedora como para que la gente se sintiera tentada de quedarse allí más tiempo del necesario. Lo mejor de la sala eran las vistas a la ciudad, pero a Krongli no parecían interesarle mucho.
—Comprobé los libros de visitas de las demás cabañas de autoservicio de la zona —continuó—. Las únicas personas que habían escrito en el apartado de los comentarios que pensaban pasar esa noche en la cabaña Håvass fueron Charlotte Lolles e Iska Peller, que habían estado en la cabaña Tunvegg la noche anterior.
—Y a ellas ya las conocemos —dijo Kaja.
—Sí. De modo que, en realidad, solo tengo dos cosas que pueden interesarte.
—¿Que son?
—Estuve hablando por teléfono con una pareja mayor que estuvo en la cabaña Tunvegg la misma noche que Lolles y Peller. Dijeron que, aquella noche, apareció un hombre que solo entró, comió algo, se cambió de camisa y continuó hacia el sudoeste. A pesar de que ya había oscurecido. Y la única cabaña que hay en esa dirección es la de Håvass.
—Y ese hombre…
—Apenas lo vieron. Además, era como si no quisiera que lo vieran, no se quitó en ningún momento el pasamontañas ni las gafas de slalom, un tanto anticuadas, ni siquiera cuando se cambió de camisa. La mujer dijo que pensó que parecía que hubiera sufrido una lesión grave alguna vez.
—¿Por qué?
—Solo recordaba que se le pasó por la cabeza, pero no por qué. En cualquier caso, pudo haber cambiado de dirección después de desaparecer de su vista, y haber llegado esquiando a otra cabaña.
—Claro —dijo Kaja, y miró el reloj.
—Por cierto, ¿ha respondido alguien a vuestra solicitud de contacto?
—No —dijo Kaja.
—Pues parece que quisieras decir que sí. —Kaja miró rápidamente a Aslak, que reaccionó levantando las manos—. ¡El paleto del pueblo llega a la ciudad! Perdón, eso no es asunto mío.
—No pasa nada —dijo Kaja.
Se concentraron en las tazas de café.
—Has dicho que tenías dos cosas que podían interesarme —dijo Kaja—. ¿Cuál es la otra?
—Sé que me voy a arrepentir de decir esto —dijo Krongli.
Le había vuelto la risa a los ojos.
En ese momento, Kaja comprendió los derroteros por los que iría la conversación y supo que Krongli tenía razón, que se arrepentiría de lo que iba a decir.
—Me alojo en el Plaza y me preguntaba si querrías cenar conmigo esta noche.
Kaja le vio en la cara que la suya no era difícil de interpretar.
—No conozco a nadie más en la ciudad —dijo con una mueca que quizá quería ser una sonrisa—. Salvo a mi ex, claro, pero a ella no me atrevo a llamarla.
—Me habría gustado… —comenzó Kaja, e hizo una pausa. Condicional compuesto. Y vio que Aslak ya se había arrepentido—. Pero esta noche estoy ocupada.
—No pasa nada, te lo he dicho con muy poco margen —dijo Krongli sonriendo, y se pasó la mano por el pelo rizado e ingobernable—. ¿Y mañana?
—Es que… son días de mucho trabajo, Aslak.
El comisario asintió como para sus adentros.
—Pues claro. Claro que estás ocupada. El que estaba en tu despacho cuando he entrado yo será la razón, ¿no?
—No, ahora tengo otros jefes.
—No me refería a ningún jefe.
—¿Ah, no?
—Me dijiste que estabas enamorada de un policía. Y me ha dado la impresión de que a él no le ha costado mucho convencerte. Al menos, le ha costado menos que a mí.
—¡Qué va! Pero ¿qué dices? ¡No es él! Yo… creo que había bebido más vino de la cuenta aquella noche.
Kaja se dio cuenta de que su risa sonaba forzada y notó el rubor en el cuello.
—Ya, ya —dijo Krongli, y apuró la taza—. Me aventuraré a través de la gran ciudad. Supongo que hay museos que ver y bares a los que ir.
—Claro, aprovecha.
Krongli enarcó una ceja. En la mirada llevaba el llanto y la risa, igual que Even al final de sus días.
Kaja lo acompañó abajo. Él le dio la mano y ella se sorprendió diciéndole:
—Llámame si te ves demasiado solo y veré si puedo escaparme un rato.
Kaja interpretó su sonrisa como gratitud por haberle dado un motivo para rechazar una oferta o, al menos, la posibilidad de no aceptarla.
Ya en el ascensor, de vuelta a la sexta planta, pensó en lo que le había dicho Krongli: «… no le ha costado mucho convencerte». ¿Cuánto tiempo llevaba escuchándolos en el umbral?
A la una de la tarde sonó el teléfono que Kaja tenía delante.
Era Harry.
—Bueno, pues ya tengo la orden. ¿Lista?
—Sí.
Notó que el corazón se le aceleraba un poco.
—¿Chaleco?
—Chaleco y arma.
—De las armas se encarga el grupo Delta. Están esperando en un coche, delante de la cochera, no tenemos más que bajar. Y coge la orden de mi casillero, por favor.
—De acuerdo.
Diez minutos después cruzaban el centro de Oslo hacia el oeste en una de las furgonetas azules de doce asientos. Kaja escuchaba a Harry, que le contaba que, media hora antes, había llamado a Leike al edificio donde tenía el despacho, y que allí le habían dicho que hoy trabajaba desde casa. Llamó entonces al teléfono particular de la calle de Holmenveien y, cuando oyó que Tony Leike respondía, colgó. Harry había hecho especial hincapié en que le enviaran como jefe de la operación a Milano, un hombre moreno, corpulento y de cejas compactas que, a pesar del nombre, no tenía en las venas ni una gota de sangre italiana.
Cruzaron el túnel de Ibsen mientras los rectángulos de luz se reflejaban en los cascos y las viseras de los ocho policías, que parecían encontrarse en profundo estado de meditación.
Kaja y Harry iban en la última fila de asientos. Harry llevaba una cazadora negra con la palabra POLICÍA escrita en grandes letras amarillas, tanto por delante como por detrás, y había sacado el arma reglamentaria para comprobar que tenía cartuchos en todas las cámaras.
—Ocho hombres del grupo Delta y la batidora —dijo Kaja, refiriéndose a las luces azules que giraban en el techo de la furgoneta—. ¿Seguro que no es un pelín agresivo de más?
—Es que tiene que ser agresivo —dijo Harry—. Si queremos publicidad sobre quién efectúa la detención, tenemos que darle más emoción.
—¿Lo has filtrado a la prensa?
Harry se la quedó mirando.
—Si lo que quieres es llamar la atención… —dijo Kaja—. Imagínate, el famoso Tony Leike detenido por el asesinato de Marit Olsen: habrían pasado del nacimiento de una princesa por esa primicia.
—Y figúrate si su novia está con él —dijo Harry—. O su madre. ¿Quieres que también ellas aparezcan en el periódico y en las noticias televisadas en directo?
Giró rápidamente el revólver y el tambor se encajó en su sitio.
—¿Y entonces para qué queremos darle más emoción?
—La prensa llegará después —dijo Harry—. Hablarán con los vecinos, con los transeúntes, con nosotros. Y se enterarán de que ha sido un show de lo más grandioso. Con eso basta. Ningún inocente se ve involucrado y nosotros conseguimos la primera página que queríamos.
Kaja lo miró a hurtadillas cuando cayeron las sombras del siguiente túnel. Cruzaron el barrio de Majorstua, subieron la calle de Slemdalsveien y pasaron por Vinderen; ella lo veía mirando por la ventanilla la parada del tranvía con una expresión claramente atormentada. Le entraron ganas de cogerle la mano, de decir algo, cualquier cosa, algo que le cambiara el semblante. Le miró la mano que sostenía el revólver agarrándolo fuerte, como si fuera lo único que le quedara. No podía seguir así, algo iba a romperse. Ya estaba roto.
Iban subiendo más y más, la ciudad quedaba allá abajo. Giraron pasando por encima de las vías del tranvía, terminaron de cruzar en el mismo instante en que las luces empezaron a parpadear a su espalda y se bajó la barrera.
Habían llegado a Holmenveien.
—¿Quién viene conmigo a la puerta, Milano? —preguntó Harry hacia el asiento del copiloto.
—Delta tres y cuatro —respondió Milano dándose la vuelta y señalando a un hombre que llevaba un tres enorme pintado con tiza en la pechera y en la espalda del mono.
—De acuerdo —dijo Harry—. ¿Y el resto?
—Dos hombres en cada lateral de la casa. Procedimiento Dyke 1-4-5.
Kaja sabía que era un código operativo, que se trataba de un método copiado del fútbol americano y que el objetivo era poder comunicarse rápidamente y que el enemigo no entendiera nada aunque consiguiera captar la frecuencia que usaba Delta. Se quedaron a varias casas de la de Leike. Seis de los hombres comprobaron sus MP-5 y salieron de la furgoneta. Kaja los vio avanzar por los grandes jardines vecinos con el césped pardo y agostado, manzanos desnudos y esos setos altos que tanto gustaban en la parte oeste de Oslo. Kaja miró el reloj. Habían transcurrido cuarenta segundos cuando se oyó el carraspeo de la radio de Milano:
—Todos a sus puestos.
El conductor soltó el embrague y avanzaron despacio hasta la casa.
El chalet que Tony Leike había adquirido no hacía mucho era amarillo, de una sola planta y con unas dimensiones impresionantes, pero la zona resultaba más esplendorosa que su estilo arquitectónico, que era una cosa intermedia entre funcionalista y cajón de madera, en opinión de Kaja.
Se detuvieron con la furgoneta atravesada delante de dos puertas de garaje, al final de un camino con empedrado sencillo que llevaba hasta la entrada. Unos años atrás, durante un dramático episodio con rehenes en Vestfold en que el grupo Delta había rodeado una casa, los secuestradores escaparon por el garaje que se comunicaba con la casa por un pasillo interior; allí arrancaron el coche del propietario de la vivienda y, sencillamente, salieron y se alejaron ante un público atónito compuesto de policías armados hasta los dientes.
—Mantente detrás de nosotros y síguenos —le dijo Harry a Kaja—. La próxima vez te tocará a ti.
Salieron del vehículo y Harry empezó a caminar directamente hacia la casa con los otros dos policías a un paso de él y a ambos lados, de modo que formaban un triángulo. Por su tono de voz, Kaja se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. Ahora, además, se lo vio en los gestos, en la tensión de la nuca, en el modo de moverse, exageradamente sigiloso.
Subieron la escalera. Harry llamó al timbre. Los otros dos se habían colocado a ambos lados de la puerta, con la espalda contra la pared.
Kaja fue contando. Harry le había revelado durante el trayecto que la normativa del FBI decía que había que llamar a la puerta, gritar «¡Policía!» y «¡Abran la puerta!», repetirlo y luego esperar diez segundos antes de entrar sin esperar a que abrieran. La policía noruega no tenía reglas específicas para eso, pero eso no significaba que no hubiera unas reglas.
Sin embargo, ninguna de ellas les fue de utilidad aquella mañana en Holmenveien.
La puerta se abrió y Kaja dio un paso atrás instintivamente al ver el gorro de rastafari en el umbral, y luego vio el movimiento de los hombros de Harry y oyó el ruido de un puño al estamparse en la carne.