Búsqueda relacionada
Harry llegó a la comisaría a las siete menos cuarto de la mañana. Aparte del vigilante de recepción, no había nadie en el gran atrio al que se accedía por las grandes puertas de entrada.
Saludó con un gesto al vigilante de Securitas, pasó la tarjeta por el lector de control y cogió el ascensor al sótano. De allí, fue casi corriendo por el túnel y abrió la puerta de la habitación. Encendió el primer cigarrillo del día y llamó al móvil mientras arrancaba el ordenador. Katrine Bratt parecía adormilada.
—Quiero que hagas esas búsquedas relacionadas que decías —dijo Harry—. Entre un tal Tony Leike y cada una de las víctimas. Incluida Juliana Verni, Leipzig.
—La sala de recreo está vacía por lo menos hasta las ocho y media —dijo Katrine—. Me pongo con ello enseguida. ¿Algo más?
Harry vaciló un instante.
—¿Podrías comprobar a un tal Jussi Kolkka? Policía.
—¿Qué pasa con él?
—Precisamente —dijo Harry—. Que no sé qué pasa con él.
Harry dejó el teléfono y empezó a trabajar con el ordenador.
Efectivamente, sobre Tony Leike pesaba una condena. Y, según el registro, había tenido tratos con la policía en otras dos ocasiones. Tal y como le había dado a entender Colbjørnsen, por agresión. En uno de los casos, retiraron la denuncia, en el otro, se sobreseyó.
Harry lo buscó en Google y obtuvo varios resultados de artículos de prensa sin importancia, la mayoría relacionados con su novia, Lene Galtung; aunque también algunos de la prensa económica, donde se referían a él como inversor y como especulador de Bolsa, y más tonto que un borrego. Esto último lo decían en Kapital, y aludían al hecho de que Leike seguía a Kringlen, el líder de la manada económica, en todo lo que emprendía, desde la compra de acciones, inmuebles y coches hasta la elección de los bares, las bebidas y las mujeres adecuadas, y el lugar de oficinas, residencia y vacaciones.
Harry repasó los enlaces hasta que se fijó en un artículo del Finansavisen.
—Bingo —murmuró Harry.
Al parecer, Tony Leike estaba a punto de dar una campanada y quitarse el sombrero. O el casco. Porque en el Finansavisen escribían sobre un proyecto minero del que Leike era promotor e impulsor. Aparecía en una foto con sus socios, dos jóvenes con la raya al lado. No llevaban los típicos trajes de diseño, sino monos y ropa de trabajo, y estaban sentados en una pila de tablones, delante de un helicóptero. Tony Leike era el que más sonreía. Tenía la espalda ancha, era alto, de tez morena y pelo oscuro, y con una nariz de gancho tan impresionante que, junto con la tonalidad de la piel, hizo pensar a Harry que Leike debía de tener como mínimo una gota de sangre árabe en las venas. Pero la razón del arrebato contenido del comisario era el titular: ¿EL REY DEL CONGO?
Continuó revisando los enlaces.
La prensa amarilla estaba más interesada en su inminente boda con Lene Galtung y en la lista de invitados.
Harry miró el reloj. Las siete y cinco. Llamó al oficial de guardia.
—Necesito refuerzos para una detención en la calle de Holmenveien.
—¿Una detención?
Harry sabía perfectamente que no tenía suficiente para pedirle al fiscal una orden de arresto.
—Para traer al sujeto e interrogarlo —dijo Harry.
—Pues me ha parecido que hablabas de detención. ¿Y por qué necesitas refuerzos si es solo…?
—¿Vas a tener listos a dos hombres y un coche delante de la cochera dentro de cinco minutos?
El oficial respondió con un resoplido que Harry interpretó como un sí. Dio dos caladas, apagó el cigarro, se levantó, cerró la puerta al salir y se fue. No había caminado ni diez metros por el túnel cuando oyó a su espalda un sonido leve y supo que era el teléfono.
Ya había salido del ascensor y se dirigía a la puerta cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se dio la vuelta y vio al vigilante de Securitas haciéndole señas. Delante del mostrador vio la espalda de un abrigo de lana color mostaza.
—Este hombre preguntaba por ti —dijo la recepcionista.
El abrigo se dio la vuelta. Era de esa clase que se supone que debe parecer de cachemira y que a veces lo es. En este caso, Harry supuso que lo era de verdad. Dado que lo rellenaba por completo la espalda ancha de una persona alta de pelo y ojos oscuros que, seguramente, tenía en las venas una gota de sangre árabe.
—Eres más alto de lo que pareces en las fotos —dijo Tony Leike, le mostró la hilera de rascacielos de porcelana que tenía por dientes y le dio la mano.
—Buen café —dijo Tony Leike con cara de estar diciendo la verdad. Harry veía los dedos largos y torcidos de Leike alrededor de la taza. Se lo había explicado a Harry con una sonrisa cuando se dieron la mano. Que no era contagioso, sino reumatismo normal y corriente, algo hereditario que, por lo menos, tenía la ventaja de convertirlo en un meteorólogo excelente—. Pero, la verdad, yo creía que los comisarios tenían unas dependencias algo mejores. Hace calor, ¿no?
—La caldera de la prisión —dijo Harry, y tomó un poco de café—. Así que esta mañana has leído lo de los asesinatos en el Aftenposten, ¿no?
—Sí. Ha sido en el desayuno. Casi me atraganto, la verdad.
—¿Por qué?
Leike se balanceó un poco en la silla, como un piloto de Fórmula 1 en el asiento del coche antes de que empezara la carrera.
—Espero que lo que te voy a contar quede entre nosotros.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—La policía y yo. Preferiblemente, tú y yo.
Harry esperaba que su voz sonara neutral y que no revelase ninguna irritación.
—¿Y por qué razón?
Leike dio un hondo suspiro.
—Porque no quiero que se haga público que estuve en la cabaña Håvass la misma noche que la diputada Marit Olsen. En estos momentos, tengo un perfil mediático bastante alto gracias a mi próxima boda. Sería muy desafortunado que se me relacionara con un asesinato. La prensa estaría encima del caso, lo que podría… destapar cosas de mi pasado que preferiría que quedaran enterradas y olvidadas.
—Ah —dijo Harry con tono inocente—. Naturalmente, debo considerar varios factores, por eso no puedo prometer nada. Pero esto no es un interrogatorio formal, solo una conversación, y por lo general no le filtro nada a la prensa.
—¿Y tampoco a mis… más allegados?
—No, siempre que no haya razón para ello. Si temes que se sepa que estuviste allí, ¿por qué has venido?
—Habéis pedido a quienes pasaron allí esa noche que se pongan en contacto con vosotros, así que supongo que es mi deber ciudadano, ¿verdad? —dijo, preguntándole a Harry con la mirada. Luego hizo una mueca—. Joder, ¡es que me asusté! Me di cuenta de que los que estuvimos aquella noche en la cabaña estamos en la lista. Cogí el coche y me vine derecho.
—¿Ha pasado últimamente algo que te haya inquietado?
—No. —Tony Leike se quedó absorto, reflexionando—. Aparte del robo de hace unos días, entraron por la puerta del sótano. Joder, debería poner una alarma, ¿no?
—¿Lo denunciaste a la policía?
—No, solo se llevaron una bicicleta.
—¿Y tú crees que los asesinos en serie se dedican a robar bicis como actividad extra?
Leike soltó una risita y asintió sonriendo. No con la sonrisa bobalicona de quien se avergüenza de haber dicho una tontería, pensó Harry. Sino con la sonrisa terminante y triunfadora que dice «Ahí me has pillado, colega», la felicitación galante del que se sabe vencedor.
—¿Por qué has preguntado por mí?
—El periódico decía que tú llevas la investigación del caso, así que pensé que era lo lógico. Además, como te decía, espero que sea posible que esto quede entre unos pocos, por eso he ido directamente a lo más alto.
—Yo no soy lo más alto, Leike.
—¿Ah, no? Pues en el Aftenposten daban esa impresión.
Harry se frotó la barbilla prominente. Todavía no había decidido qué pensar de Tony Leike. Era un hombre de aspecto exterior muy cuidado en combinación con el encanto de chico malo que le recordaba a un jugador de hockey al que había visto en un anuncio de ropa interior. Parecía que quisiera dar una impresión de jovialidad despreocupada y mundana, pero como si en el fondo hubiera una autenticidad, un hombre sensible que no se podía ocultar. ¿O sería al contrario? Quizá lo auténtico fuera la jovialidad y los sentimientos, lo fingido.
—¿Qué hacías en la cabaña Håvass, Leike?
—Esquiar, naturalmente.
—¿Solo?
—Sí. Había tenido unos días de mucho estrés en el trabajo, necesitaba un tiempo muerto. Voy mucho a Ustaoset y a Hallingskarvet. Y paso la noche en las cabañas turísticas. Ese es mi terreno, por así decirlo.
—Ya, ¿y por qué no te has agenciado una cabaña propia?
—Porque ya no dan licencias de obra donde yo quisiera tenerla. Normativa de parques nacionales.
—¿Por qué no fue tu novia contigo? ¿Es que ella no esquía?
—¿Lene? Es que… —Leike tomó un trago de café. El tipo de trago que la gente toma en mitad de una frase cuando necesita tiempo para pensar, se dijo Harry—. Ella se quedó en casa. Yo… Nosotros…
Miró a Harry con cara de desesperación, como si estuviera suplicando ayuda. Harry no le ofreció ninguna.
—Joder. Nada de prensa, ¿verdad?
Harry no respondió.
—Vale —dijo Leike, como si Harry le hubiera respondido afirmativamente—. Necesitaba respirar un poco, alejarme de todo. Pensar. Compromiso, boda… Son cosas de adultos ante las que hay que adoptar una postura. Y yo pienso mejor solo. Sobre todo, en la montaña.
—Y parece que lo de pensar te ayudó, ¿no?
—Sí.
Leike volvió a mostrar la pared de porcelana.
—¿Recuerdas quién más había en la cabaña?
—Como te decía, recuerdo a Marit Olsen. Nos tomamos una copa de vino. Yo sabía que era diputada antes de que ella me lo dijera.
—¿Alguien más?
—Había allí otras tres o cuatro personas a las que apenas saludé. Pero yo llegué bastante tarde y algunos ya se habrían ido a dormir.
—¿Ajá?
—Fuera, clavados en la nieve, había seis pares de esquís. Lo recuerdo porque me los llevé dentro por la amenaza de avalancha, pensé que los demás no tendrían experiencia en recorridos de montaña. Si la cabaña está medio enterrada bajo tres metros de nieve, te ves en un apuro si nadie tiene esquís. Fui el primero en despertarme por la mañana, me suele pasar, y salí antes de que se levantaran los demás.
—Dices que llegaste tarde aquella noche. O sea, ¿cruzaste la ladera solo en la oscuridad?
—Linterna frontal, mapa y brújula. Fue un viaje más o menos espontáneo, así que llegué en el tren de Ustaoset por la noche. Pero, como te decía, conozco la zona, estoy acostumbrado a orientarme a oscuras en la montaña. Y hacía buen tiempo, la luna iluminaba la nieve, no tuve que usar ni el mapa ni la linterna.
—¿Puedes contarme algo de lo que pasó en la cabaña mientras estuviste allí?
—No pasó nada. Marit Olsen y yo estuvimos hablando sobre vinos y luego sobre lo difícil que era mantener viva una relación moderna. Es decir, yo creo que su relación era más moderna que la mía.
—¿Y ella no te contó que hubiera pasado nada en la cabaña?
—Nada de nada.
—¿Y los demás?
—Estaban sentados delante de la chimenea, hablando de rutas de esquí y bebiendo. Cerveza, creo. O bebidas isotónicas. Dos chicas y un chico, de entre veinte y treinta y cinco años, diría yo.
—¿Los nombres?
—Nos dijimos hola y nada más. Ya te digo que fui allí para estar solo, no para hacer nuevas amistades.
—¿Puedes describirlos?
—En esas cabañas está bastante oscuro por la noche, pero si te digo que una era rubia y la otra morena puede que me equivoque. Es que ni siquiera recuerdo si eran tres o cuatro.
—¿Acentos?
—Una de las chicas creo que hablaba con acento de Vestlandet.
—¿Alguno tenía acento de Stavanger, Bergen, Sunnmøre?
—Lo siento, no se me dan bien esas cosas. Puede que no fuera de Vestlandet, sino de Sørlandet.
—Vale. Querías estar solo, pero con Marit Olsen hablaste de las relaciones, ¿no?
—Bueno, surgió así. Ella se me acercó y se sentó conmigo. No era una mujer tímida, precisamente. Muy parlanchina. Pero gorda y simpática.
Lo dijo como si esas dos características fueran indisociables. Y Harry cayó en la cuenta de que, a tenor de la nueva media noruega, Lene Galtung era, según la foto que había visto, flaca como un alambre.
—Así que, aparte de Marit Olsen, no puedes decirme nada de ninguna de las demás personas. ¿Ni siquiera si te enseño fotografías de quienes sabemos que estuvieron allí?
—Ah, sí —dijo Leike sonriendo de nuevo—. Así sí creo que puedo.
—¿Y eso?
—Cuando iba a acostarme en la litera de una de las habitaciones, tuve que encender la luz para ver cuál estaba libre. Y entonces vi que había dos personas durmiendo, un hombre y una mujer.
—¿Y a ellos sí podrías describirlos?
—Bueno, describirlos no, quizá, pero estoy bastante seguro de que los reconocería.
—¿Ah, sí?
—Sí, claro, uno recuerda una cara cuando la vuelve a ver.
Harry sabía que Leike tenía razón. Las descripciones de los testigos siempre eran aproximaciones, pero si les enseñaban una serie de fotografías, rara vez se equivocaban.
Harry se acercó al archivo, que habían vuelto a llevar allí, cogió las carpetas de las víctimas y sacó las cinco fotos. Se las dio a Leike, que las fue pasando.
—Esta es Marit Olsen —dijo, y se la devolvió a Harry—. Y estas creo que son las dos chicas que estaban junto a la chimenea, pero no estoy seguro. —Le devolvió las fotos de Borgny y Charlotte—. Y este sería el chico, Elias Skog. Pero ninguno de los tres estaban en la habitación, de eso estoy seguro.
—O sea, no estás seguro de las personas con las que estuviste un buen rato en la habitación, pero sí de las que viste unos segundos nada más en el dormitorio, ¿no?
Leike asintió.
—Es que estaban durmiendo.
—¿Es más fácil reconocer a una persona que duerme?
—No, pero ellos no te ven a ti, ¿no? Así que puedes observarlos sin problemas.
—Ya. Unos segundos.
—Bueno, quizá un poco más.
Harry volvió a colocar las fotos en la carpeta correspondiente.
—¿No tienes los nombres?
—¿Nombres?
—Sí. Como te decía, fui el primero en levantarme y me tomé un par de tostadas de pie en la cocina. El libro de visitas estaba allí, y yo ya me había registrado. Mientras comía, lo abrí y leí los nombres de los que habían llegado la noche anterior.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? —Tony se encogió de hombros—. Por lo general, los usuarios de las cabañas son siempre los mismos. Supongo que quería ver si había algún conocido.
—¿Y lo había?
—No, pero si me dices los nombres de las personas que sabéis o creéis que estuvieron allí, puede que recuerde si los vi en el libro de visitas, ¿no?
—Parece lógico, pero, por desgracia, no tenemos nombres. Ni direcciones.
—Ya, pues nada —dijo Leike, y empezó a abrocharse el abrigo—. Entonces me temo que no puedo ser de gran ayuda, lo siento. Por lo demás, ya podéis descartarme.
—Bueno —dijo Harry—. Ya que estás aquí, me gustaría hacerte un par de preguntas. Si tienes tiempo.
—Soy mi propio jefe —dijo Leike—. Al menos por ahora.
—Bien. Dices que hay cosas en tu pasado… ¿Podrías hacerme un resumen de qué cosas son?
—Intenté matar a un tío —dijo Leike sin ambages.
—Vaya —dijo Harry, y se recostó en la silla—. ¿Y por qué fue?
—Porque él me atacó. Decía que le había quitado a la novia. La verdad era que la chica ni era su novia ni quería serlo, y que yo no tengo por costumbre quitar novias. No me hace falta.
—Ya. ¿Os pilló in fraganti y le pegó a la chica?
—¿Qué quieres decir?
—Nada, simplemente trato de comprender cuáles fueron las circunstancias que te llevaron a querer matarlo. Si es que debo entenderlo literalmente.
—El tío arremetió contra mí. Y por eso hice todo lo que pude por matarlo. Con una navaja. Y estaba a punto de conseguirlo cuando varios de mis amigos me apartaron de él. Me acusaron de agresión grave. Bastante poco para un intento de asesinato, la verdad.
—Supongo que eres consciente de que lo que acabas de decir te convierte en sospechoso de asesinato, ¿verdad?
—¿En este caso? —Leike miraba a Harry con incredulidad—. Estás de broma, ¿no? Sois más listos que todo eso, ¿verdad que sí?
—Si has querido matar una vez…
—He querido matar varias veces. Seguramente, lo habré hecho, además.
—¿Seguramente?
—No es fácil ver a los negros en la selva por la noche. Por lo general, uno dispara al azar.
—¿Y tú has hecho eso?
—Pecados de juventud, sí. Después de cumplir la condena, seguí un curso de formación de mando del cuerpo de oficiales y sargentos cuando hice la mili y me fui directamente a Sudáfrica, donde conseguí trabajo de merc.
—Vaya, así que has sido mercenario en Sudáfrica, ¿no?
—Durante tres años. Y en Sudáfrica me enrolé, los enfrentamientos tenían lugar en los países vecinos. Allí siempre estaban en guerra, siempre había mercado para profesionales, sobre todo, si eran blancos. Los negros siguen creyendo que nosotros somos más listos, ¿sabes?, confían más en los oficiales blancos que en los suyos.
—Y no estarías también en el Congo, ¿verdad?
La ceja derecha de Tony Leike dibujó un ángulo negro:
—¿Por qué lo preguntas?
—Nada, por curiosidad, estuve allí hace poco.
—En aquel entonces se llamaba Zaire. Pero la mayor parte del tiempo no teníamos ni puta idea de en qué lado de la frontera nos encontrábamos. Todo era verde y más verde, y negro, todo negro hasta que el sol volvía a salir. Yo trabajaba para una supuesta empresa de seguridad de minas de diamantes. Allí fue donde aprendí a interpretar un mapa y a usar una brújula a la luz de una linterna frontal. Por cierto que de la brújula puedes pasar en esa zona, hay demasiados metales en las montañas.
Tony Leike se retrepó en la silla. Relajado y sin temor alguno, constató Harry.
—A propósito de metales —dijo Harry—. Juraría que he leído en algún sitio que te dedicas allí a la explotación minera.
—Exacto.
—¿Qué metal?
—¿Has oído hablar del coltán?
Harry asintió despacio.
—Se utiliza en los móviles.
—Eso es. Y en las consolas. Cuando se incrementó la producción de teléfonos móviles en todo el mundo en los años noventa, yo estaba con mi unidad en una misión en el nordeste del Congo. Varios franceses y unos cuantos nativos estaban explotando una mina allí, utilizaban a niños con pico y pala para sacar el coltán. Parece una piedra normal y corriente, pero se utiliza para extraer el tantalio, que es el material que se utiliza en realidad. Y comprendí que, si conseguía que alguien me financiara, podría impulsar una explotación minera en condiciones, moderna, y mis socios y yo nos haríamos ricos.
—¿Y fue así?
Tony Leike se echó a reír.
—No del todo. Me prestaron dinero, pero un socio poco honrado me engañó y lo perdí todo. Pedí más dinero, me volvieron a joder, me prestaron más y gané un poco.
—¿Un poco?
—Unos millones para pagar la deuda. Pero me había agenciado una buena red de contactos y varias primeras páginas, porque, como comprenderás, había vendido la piel del oso antes de cazarlo; lo suficiente para que me pescaran los grupos que manejan el dinero de verdad. Para entrar ahí como socio solo cuenta el número de cifras de tu fortuna, no si delante llevan un más o un menos.
Leike volvió a reír con una risa sentida, estruendosa, y Harry no pudo por menos de sonreír.
—¿Y ahora?
—Ahora estamos a punto de dar el gran golpe, porque ahora toca por fin cosechar el coltán. Ya, ya sé que llevo mucho tiempo diciéndolo, pero esta vez es de verdad. He tenido que vender mis acciones en el proyecto por opciones de compra para poder pagar la deuda. Ya está todo arreglado, así que solo queda conseguir dinero para pagar mis opciones, y volveré a ser un socio de pleno derecho.
—Ajá. ¿Y ese dinero?
—Hay una persona que ha visto que es sensato prestármelo a cambio de una participación. Los dividendos son enormes; el riesgo, mínimo. Y todas las grandes inversiones ya están hechas, incluidos los sobornos locales. Si hasta hemos preparado una pista de aterrizaje en la selva, para poder cargar los aviones directamente y sacar la mercancía a través de Uganda. ¿Eres millonario, Harry? Puedo conseguir que te lleves una parte del pastel.
Harry negó con la cabeza.
—¿Has estado en Stavanger últimamente, Leike?
—Pues sí, este verano.
—¿No has vuelto desde entonces?
Leike hizo memoria, y luego negó otra vez.
—No pareces del todo seguro, ¿no? —preguntó Harry.
—Voy presentando el proyecto a posibles inversores, y eso implica mucho viaje de aquí para allá. Habré estado en Stavanger tres o cuatro veces este año, pero creo que no he vuelto desde el verano.
—¿Y en Leipzig?
—¿Ahora es cuando debería pedir un abogado, Harry?
—Lo único que quiero es descartarte del caso lo antes posible, para que podamos concentrarnos en cuestiones más relevantes. —Harry se pasó el dedo índice por el tabique de la nariz—. A menos que quieras que los medios se enteren de esto, doy por hecho que no te apetece nada mezclar a un abogado, que te llamemos formalmente a interrogatorio y todo eso, ¿no?
Leike asintió despacio.
—Claro, naturalmente, tienes razón. Gracias por el consejo, Harry.
—¿Leipzig?
—Sorry —dijo Leike, y tanto la voz como la expresión revelaban que lo sentía de verdad—. Nunca he estado allí. ¿Debería?
—Ya. Tengo que preguntarte también dónde estabas y qué hacías en determinadas fechas.
—Adelante.
Harry le dictó las cuatro fechas de los asesinatos mientras Leike iba anotando en un cuaderno Moleskine de piel.
—Lo comprobaré en cuanto llegue al despacho —dijo—. Por cierto, aquí tienes mi número.
Le dio a Harry una tarjeta de visita donde se leía: «Tony C. Leike, empresario».
—¿Qué significa la ce?
—A saber —dijo Leike al tiempo que se levantaba—. Tony es una forma abreviada de Anthony, así que pensé que necesitaba una inicial. Otorga un poco más de carisma, ¿no te parece? Yo creo que a los extranjeros les gusta.
En lugar de cruzar el túnel, Harry llevó a Leike por la escalera que conducía a la prisión, dio unos golpecitos en la cristalera y un vigilante vino a abrirles.
—Es como participar en un episodio de una serie policiaca —dijo Leike cuando salieron al sendero de grava, al otro lado de los muros relativamente venerables de la prisión de Botsfengselet.
—Así es un poco más discreto —dijo Harry—. Tu cara empieza a ser conocida, y la gente empieza a llegar a la comisaría.
—A propósito de caras, veo que te han partido la mandíbula.
—Me habré caído y me habré dado un golpe.
Leike meneó la cabeza sonriendo.
—Sé mucho de mandíbulas rotas. Eso es de un puñetazo. Veo que has dejado que se cure sola. Deberías ir a que te lo arreglen, es un trabajito de nada.
—Gracias por el consejo.
—¿Les debías mucho dinero?
—¿De eso también sabes?
—¡Sí! —exclamó Leike con los ojos de par en par—. Por desgracia.
—Ya. Una última cosa, Leike…
—Tony. O Tony C.
Leike volvió a mostrar el destello de sus herramientas de masticación. Como quien no tiene el menor problema en la vida, pensó Harry.
—Tony, ¿has estado alguna vez en Lyseren? El lago de Øst…
—Pero ¿qué dices? —rió Tony—. La finca de la familia está en Rustad. Iba allí con mi abuelo todos los veranos. Y también viví allí unos años. Un lugar espléndido, ¿verdad? Pero ¿por qué lo preguntas? —La sonrisa se esfumó de pronto—. Ah, joder, allí habéis encontrado a la chica esa… Qué coincidencia, ¿no?
—Sí —dijo Harry—. Aunque no es del todo inverosímil. Lyseren es grande.
—Tienes toda la razón. Pues gracias otra vez, Harry. —Leike le dio la mano—. Y si surge algún nombre de la cabaña Håvass, o si alguien se presenta, llámame y vengo a ver si los recuerdo. Colaboración total, Harry.
Harry se vio estrechándole la mano a un hombre que, según acababa de decidir, había matado a cinco personas en los tres últimos meses.
Quince minutos después de que Leike se hubiera marchado llamó Katrine Bratt.
—¿Sí?
—Negativo en cuatro de los cinco —dijo.
—¿Y el quinto?
—Una coincidencia. En las entrañas más recónditas de la información digital.
—Poético.
—Te va a gustar. A Elias Skog lo llamaron el 16 de febrero desde un número que no aparece registrado a nombre de nadie. Es decir, un número de teléfono secreto. Y esa puede ser la razón de que no hayáis…
—La policía de Stavanger.
—… descubierto el vínculo. Pero en las entrañas más recónditas…
—Es decir, en el registro telefónico interno y extraordinariamente protegido de la central de Telenor, ¿no?
—Algo así. Bueno, ahí aparece el nombre de un tal Tony Leike, calle de Holmenveien, 172, como el receptor de la factura de ese número de teléfono secreto.
—Yes! —dijo Harry—. Eres un ángel.
—Una metáfora mal elegida, diría yo. Dado que por tu reacción parece que acabo de condenar a un hombre a cadena perpetua.
—Hablamos.
—¡Espera! ¿No quieres saber lo de Jussi Kolkka?
—Ya se me olvidaba. Dispara.
Katrine disparó.