La inmersión
La niebla flotaba sobre el espejo negro y brillante de las aguas del Lyseren. Los árboles bordeaban la orilla como testigos mudos, sombríos, abatidos. Las órdenes, las comunicaciones por radio y el chapoteo de los buzos al tirarse al agua desde el bote interrumpieron el silencio. Habían empezado por tierra, cerca de las vías de la cordelería. Los jefes habían enviado a sus buzos en formación de abanico, y ahora estaban todos ellos en tierra, marcando en la cuadrícula del mapa las partes de la zona de búsqueda que habían cubierto y avisando, con un tirón de la cuerda, de cuándo querían que los buzos se detuvieran o salieran del agua. Además, los buzos profesionales de salvamento, como Jarle Andreassen, llevaban en los cordajes una línea conectada a la máscara que les permitía comunicarse con normalidad.
Solo hacía seis meses que Jarle había hecho el curso de buceo de salvamento y todavía se le aceleraba el pulso en ese tipo de inmersiones. Y un pulso más elevado implicaba mayor consumo de oxígeno. Los bomberos más expertos de Briskeby lo llamaban «el Flotador», por la frecuencia con que tenía que salir a cambiar las botellas.
Jarle sabía que fuera aún era de día, pero allí abajo reinaba la oscuridad de la noche. Trataba de atenerse a la norma e ir nadando a un metro y medio del fondo, pero aun así removía el lodo, que reflejaba la luz de la linterna y lo cegaba parcialmente. Aunque sabía que había otros buzos a tan solo unos metros de donde se encontraba y por ambos lados, se sentía solo. Solo y helado hasta la médula. Y aún podían quedarle horas de inmersión. Sabía que disponía de menos aire que los demás y soltó un taco para sus adentros. Ser el primero de los buzos de salvamento del parque de bomberos de Oslo que tenía que cambiar de botella tenía un pase, pero temía tener que subir antes que cualquiera de los voluntarios de los clubes de submarinismo locales. Se concentró en mirar hacia delante y dejó de respirar. No por un acto consciente para reducir el consumo, sino porque en medio del haz de luz, en el corazón del bosque de tallos que se mecían en el lodo y que crecían cerca de la orilla, flotaba una figura. Una figura que estaba fuera de lugar, que no podía vivir allí abajo. Un elemento extraño. Por eso era tan fantástico y, al mismo tiempo, tan aterrador. ¿O sería porque la luz de la linterna se reflejaba en los ojos oscuros, que así parecían seguir vivos?
—¿Todo en orden, Jarle?
Era la voz del jefe del equipo. Una de sus misiones consistía en controlar la respiración de sus buzos. No solo si respiraban, sino también si el ritmo indicaba nerviosismo. O tranquilidad excesiva. A tan solo veinte metros de profundidad empezaba a acumularse nitrógeno en el cerebro y se producía la narcosis, que a su vez provocaba ciertos olvidos, y que dificultaba la realización de tareas sencillas; a mayor profundidad, la narcosis por nitrógeno podía provocar mareos, pérdida de campo visual y conducta irracional. Jarle ignoraba si sería un cuento, pero había oído hablar de buzos que, a cincuenta metros de profundidad, se habían quitado la máscara con una sonrisa. Hasta aquel momento, él no había experimentado la narcosis más que como el agradable amodorramiento que le provocaba el vino tinto cuando lo degustaba con su pareja el sábado por la noche.
—Todo en orden —dijo Jarle Andreassen, y empezó a respirar otra vez.
Aspiró la mezcla de nitrógeno y oxígeno y oyó el murmullo que provocaban las burbujas al salir en su desesperado ascenso a la superficie.
Era un ciervo enorme. Pendía boca abajo, como si hubiera quedado atrapado en plena caída, con los cuernos apuntando al agua. Estaría pastando en la orilla y cayó al lago. O quizá algo o alguien lo asustó y lo empujó hacia allí. ¿Cómo se explicaba, si no? Seguramente, se habría enredado en los largos tallos de las algas y los nenúfares y, tratando de liberarse, se enredó más aún en aquellos tentáculos verdes y pegajosos. Luego se hundió en el agua y siguió luchando hasta ahogarse. Se fue hundiendo hasta el fondo y allí se quedó, hasta que las bacterias y las reacciones químicas del cuerpo lo llenaron de gas y volvió a subir a la superficie, pero se quedó suspendido, con los cuernos atrapados en la maraña verde de las plantas del fondo. Dentro de unos días, el cadáver se vaciaría de gas y volvería a sumergirse. Exactamente igual que un hombre ahogado. Eso mismo podría haberle ocurrido a la persona que buscaban, y por eso no habían encontrado el cadáver, porque nunca llegó a salir a la superficie. En ese caso, estaría allí abajo, en algún lugar, cubierto de lodo, seguramente. Un lodo que sería inevitable revolver y levantar cuando ellos se acercaran, lo que haría que incluso unas áreas de búsqueda tan reducidas como aquella conservaran por siempre su secreto.
Jarle Andreassen sacó el sólido cuchillo de buzo, nadó hasta el ciervo y cortó los tallos por debajo de la cornamenta. Sospechaba que a sus superiores no les gustaría, pero no le entusiasmaba la idea de que aquel animal tan hermoso quedara para siempre bajo el agua. El cadáver ascendió medio metro, pero había más tallos que lo retenían. Jarle iba con mucho cuidado para que la cuerda no se le enredara con los tallos y se apresuró a cortar. Entonces notó un tirón en la cuerda. Lo bastante fuerte como para notar la irritación. Lo bastante fuerte para perder la concentración. El cuchillo se le escurrió de las manos. Iluminó el fondo con la linterna y logró ver el destello de la hoja antes de que quedara enterrada en el lodo. Nadó despacio en su busca. Hundió la mano en el fango, que ascendió hacia él pulverizado como ceniza. Tanteó el suelo. Notó piedras, ramas, algas y putrefacción resbaladiza. Y algo duro. Cadenas. De un barco, seguramente. Otras cadenas. Algo más. El contorno de algo. Un agujero, una abertura. Oyó el rumor repentino de burbujas antes de que su cerebro formulase la idea: tenía miedo.
—¿Todo en orden, Jarle? ¿Jarle?
Todo no estaba en orden. Porque, a pesar del grosor de los guantes, a pesar de que el cerebro no recibía aire suficiente, no cabía la menor duda de dónde había metido la mano. En la boca abierta de un ser humano.