33

Leipzig

Gunnar Hagen cogió el ascensor para bajar al sótano.

Descenso. Desmantelamiento. Derrota.

Salió y echó a andar por el túnel.

Pero Bellman había mantenido su promesa, no se había chivado. Y le había arrojado un salvavidas, un puesto destacado en una Kripos renovada y ampliada. El informe de Harry fue breve y conciso. Ningún resultado. Cualquier idiota habría comprendido que había llegado el momento de empezar a nadar hacia el salvavidas.

Hagen abrió sin llamar a la puerta del final de túnel.

Kaja Solness sonrió con dulzura, mientras que Harry Hole —que estaba delante del ordenador con el teléfono al oído— ni siquiera se volvió y le soltó sin mirar un «Jefe, siéntate, ¿hace un café del malo?», como si el espíritu guardián del jefe de grupo hubiese anunciado su llegada.

Hagen se detuvo en la puerta.

—Ya sé que no habéis encontrado a Adele Vetlesen. Pues nada, hora de recoger. Se ha acabado el tiempo, os necesitan en otros puestos. Al menos a ti, Solness.

Danke schön, Günter —dijo Harry al teléfono, lo dejó en la mesa y se giró en la silla.

Danke schön? —repitió Hagen.

—La policía de Leipzig —dijo Harry—. Por cierto, muchos recuerdos de Katrine Bratt, jefe. ¿Te acuerdas de ella?

Hagen miró suspicaz a su comisario.

—Yo creía que Bratt estaba en un psiquiátrico.

—Pues claro —dijo Harry; se levantó y se encaminó hacia la cafetera—. Pero esa mujer es una fiera buscando en la red. A propósito de buscar, jefe.

—¿Buscar?

—¿Podrías plantearte la posibilidad de facilitarnos medios ilimitados para una campaña de búsqueda?

Hagen miró a su comisario con escepticismo. Luego se echó a reír.

—Joder, Harry, tú no estás en tus cabales. Acabáis de fundir la mitad del presupuesto anual de viajes en una visita infructuosa al Congo, ¿y quieres financiación para una campaña de búsqueda? Esta operación acaba de finalizar en este instante. ¿Lo comprendes?

—Lo que yo comprendo… —dijo Harry, sirvió dos tazas de café y le dio una a Hagen—… va mucho más allá. Y, dentro de un momento, a ti te pasará lo mismo. Siéntate un momento en mi silla y escucha.

Hagen miró a Harry, luego a Kaja. Inspeccionó suspicaz el contenido de la taza. Y se sentó.

—Os doy dos minutos.

—Es muy sencillo —dijo Harry—. Según la lista de pasajeros de Brussels Airlines, Adele Vetlesen voló a Kigali el 25 de noviembre. Pero según el control de pasaportes, allí no se bajó nadie con ese nombre. Es decir, que de Oslo salió una mujer con un pasaporte falso a nombre de Adele. El pasaporte falso funcionó sin problemas hasta que llegó a Kigali, porque allí lo pasan por un lector digital y comprueban el número, ¿verdad? De modo que, una vez allí, esa mujer misteriosa tuvo que utilizar su pasaporte, el auténtico. En el control de pasaportes no te piden que les enseñes el billete, de modo que no se detecta la posible discrepancia entre el nombre que figure ahí y el del pasaporte. A menos que estén alerta y la busquen expresamente, como es lógico.

—Y eso fue lo que hiciste tú, ¿no?

—Exacto.

—¿Y no podría deberse simplemente a un error administrativo, y que se les haya pasado registrar la llegada de Adele?

—Pues sí. Pero es que tenemos la tarjeta…

Harry le hizo una seña a Kaja, que le enseñó la postal. Hagen observó la foto de lo que parecía un volcán humeante.

—Tiene matasellos de Kigali, del mismo día que se supone que Adele llegó a la ciudad —dijo Harry—. Pero, para empezar, ese es el Nyiragongo, un volcán que se encuentra en el Congo, no en Ruanda. Para continuar, le hemos pedido a Jean Hue que compare la firma de la postal con la que se supone que Adele Vetlesen plasmó en el libro de registro del Gorilla Hotel.

—Y llegó a la conclusión de algo que hasta yo puedo ver —dijo Kaja—. No se trata de la misma persona.

—Vale, vale —dijo Hagen—. Pero ¿qué queréis decir con todo eso?

—Que alguien se ha esforzado mucho para que parezca que Adele Vetlesen se ha ido a África —dijo Harry—. Supongo que Adele se encontraba en Noruega, y que la obligaron a escribir la postal aquí. Luego, se la llevó a África otra persona, que la envió desde allí. Y todo para que pareciera que Adele se había ido y había encontrado al hombre de sus sueños y que no volvería hasta el mes de marzo.

—¿Alguna idea de quién puede ser la impostora?

—Sí.

—¿Sí?

—En la oficina de inmigración del aeropuerto de Kigali tenían una tarjeta cumplimentada por una tal Juliana Verni. Pero, según nuestra amiga de Bergen (la misma que está loca de atar), en la fecha que nos interesa ese nombre no figura en la lista de pasajeros de ningún vuelo a Ruanda con ninguna compañía aérea ni en ningún hotel que tenga un sistema de reservas electrónico. Sin embargo, sí aparece en la lista de pasajeros de RwandAir del vuelo a Kigali tres días después.

—¿Quiero saber cómo habéis conseguido esa información?

—No, jefe. Pero sí quieres saber quién es y dónde está Juliana Verni.

—¿Y la respuesta es…?

Harry miró el reloj.

—Según los datos de su tarjeta de inmigración, vive en Leipzig, Alemania. ¿Tú has estado en Leipzig, jefe?

—No.

—Yo tampoco. Pero sé que se la conoce por ser la ciudad en que vivieron Bach y Goethe, y el rey del vals… ¿Cómo se llamaba?

—¿Qué tiene que ver eso con…?

—Y además, Leipzig también es famosa por el archivo principal de la policía secreta de la Stasi. Y es que esa ciudad estaba en la antigua República Democrática Alemana. ¿Sabías que el modo de hablar de los alemanes orientales se desarrolló tanto mientras existió la República Democrática que un oído sensible es capaz de distinguir la diferencia entre su dialecto y el de los alemanes occidentales?

—Harry…

—Perdona, jefe. Iré al grano: resulta que una mujer con acento de Alemania Oriental estuvo por esas fechas en la ciudad de Goma, en el Congo, que está a tan solo tres horas de Kigali en coche. Y allí compró el arma que, estoy convencido, se usó para matar a Borgny Stem-Myhre y a Charlotte Lolles.

—Nos han enviado una copia del documento que la policía conserva cuando expide un pasaporte —dijo Kaja, y le dio el papel a Hagen.

—Coincide con la descripción que Van Boorst hizo del comprador —continuó Harry—. Juliana Verni tenía grandes rizos rojizos.

—Rojo ladrillo —dijo Kaja.

—¿Perdón? —dijo Hagen.

Kaja señaló el papel.

—Tiene un pasaporte de los antiguos, donde figura el color del pelo. Lo llamaban brick red, rojo ladrillo. La minuciosidad alemana, ya sabes.

—Además, le he pedido a la policía de Leipzig que le confisque el pasaporte y que compruebe si lleva un sello de Kigali de la fecha en cuestión.

Gunnar Hagen miraba atónito el documento mientras trataba de digerir lo que Harry y Kaja acababan de contarle. Al final, levantó la vista enarcando una ceja muy poblada.

—¿Estás diciendo…? ¿Estás diciendo que es posible que tengas a la persona que…? —El jefe de grupo tragó saliva, como si estuviera buscando un modo indirecto de decirlo por miedo a que aquel milagro, aquel espejismo desapareciera si lo decía en voz alta, pero abandonó sus intentos—. ¿Que esa persona es nuestro asesino en serie?

—No digo más que lo que digo —dijo Harry—. Hasta nueva orden. Un colega de Leipzig está comprobando los datos personales y el archivo de delitos penales, así que pronto sabremos algo más sobre Fräulein Verni.

—Pero… ¡es una noticia estupenda! —dijo Hagen, y miró sonriente a Harry y luego a Kaja, que asintió alentadora.

—No para… —dijo Harry, que calló para tomar un sorbo de café—… la familia de Adele Vetlesen.

A Hagen se le apagó la sonrisa.

—Cierto. ¿Crees que hay alguna esperanza de que…?

Harry meneó la cabeza.

—Está muerta, jefe.

—Pero…

En ese momento, sonó el teléfono.

Harry respondió.

—¡Sí, Günther! —Y repitió con una sonrisa forzada—: Sí, Harry Klein, genau.

Gunnar Hagen y Kaja observaban a Harry, que escuchaba en silencio. Harry terminó con un «Danke» y colgó. Carraspeó un poco.

—Está muerta.

—Sí, eso ya lo has dicho —dijo Hagen.

—No. Juliana Verni. La encontraron en el río Elster el 2 de diciembre.

Hagen soltó un taco.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Kaja.

Harry respondió distraído.

—Ahogamiento.

—Quizá fuera un accidente.

Harry negó despacio con la cabeza.

—No se ahogó por el agua.

En el silencio que se hizo después de esas palabras solo se oía el rumor de la caldera de la habitación contigua.

—¿Heridas en la boca? —preguntó Kaja.

Harry asintió.

—Veinticuatro, para ser exactos. La mandaron a África para que recogiera el objeto con el que iban a matarla.