Policía
—Me alegro de que lograrais salir de la cabaña de Håvass antes de que empezara la nevada —dijo el comisario Krongli—. Podríais haberos quedado allí aislados varios días. —Señaló la gran ventana panorámica del restaurante del hotel—. Pero es un espectáculo precioso, ¿no te parece?
Kaja veía los densos copos de nieve que caían al otro lado de la ventana. Even también era así, se entusiasmaba con las fuerzas de la naturaleza, con independencia de que le fueran o no favorables.
—Espero que el tren pueda llegar hasta aquí —dijo.
—Claro que sí —dijo Krongli, y empezó a girar la copa entre los dedos de un modo que le indicó a Kaja que no lo hacía muy a menudo—. Ya nos encargaremos de que llegue. Y de los libros de visitas de las otras cabañas también nos encargaremos.
—Gracias —dijo Kaja.
Krongli se pasó la mano por los rizos indomables y sonrió. Chris de Burgh y «Lady in Red» chorreaban como melaza por los altavoces.
Solo había otros dos clientes en el restaurante, dos hombres de unos treinta años sentados cada uno a una mesa con el mantel blanco, y cada uno con su cerveza, contemplando la nevada, esperando algo que no iba a suceder.
—¿No resulta esto un poco solitario a veces? —preguntó Kaja.
—Depende —dijo el comisario, y le siguió la mirada—. Si no tienes mujer y familia, te reúnes en sitios como este.
—Para estar solos juntos —dijo Kaja.
—Eso es —dijo Krongli, sonrió y sirvió más vino en las dos copas—. Pero lo mismo pasa en Oslo, ¿no?
—Pues sí —dijo Kaja—. Lo mismo. ¿Tú tienes familia?
Krongli se encogió de hombros.
—Tenía novia. Pero esto empezó a resultarle muy aburrido y se fue a donde vives tú. La comprendo perfectamente. Para vivir en un sitio como este hay que tener un trabajo interesante.
—¿Y el tuyo lo es?
—A mí me lo parece. Aquí conozco a todo el mundo, y todo el mundo me conoce. Nos ayudamos mutuamente. Ellos me son útiles y yo…, bueno… —Giró la copa.
—Tú les resultas útil —dijo Kaja.
—Sí, eso creo.
—Y eso es importante.
—Pues sí, es importante —dijo Krongli con voz firme, y levantó la vista.
La mirada de Even. Que siempre encerraba un resto de risa, que siempre daba la impresión de que acabase de ocurrir algo gracioso o algo por lo que alegrarse. Aunque no fuera así. Sobre todo, cuando no era así.
—¿Y Odd Utmo? —dijo Kaja.
—¿Qué pasa con él?
—Se ha ido en cuanto me ha traído aquí. ¿Qué tiene él que hacer una noche como esta?
—¿Y tú cómo sabes que no está en casa con su mujer y sus hijos?
—No es el primer tipo solitario que conozco, comisario…
—Llámame Aslak —dijo, se rió y alzó la copa—. Y comprendo que eres una policía de verdad, pero Utmo no ha sido siempre así.
—¿Ah, no?
—Antes de que su hijo desapareciera, era parlanchín. Incluso sociable. Aunque es verdad que siempre ha tenido un temperamento peligroso.
—No me habría imaginado casado a un hombre como Utmo.
—Pues su mujer era muy guapa. Teniendo en cuenta lo feo que es él. ¿Le has visto los dientes?
—Sí, ya he visto que llevaba aparato.
—Dice que es para que no se le tuerzan los dientes. —Aslak Krongli meneó la cabeza con la risa en los ojos, aunque no en la voz—: Pero el aparato es lo que le sujeta los dientes, si no lo tuviera, se le caerían todos.
—Dime, ¿de verdad era dinamita lo que llevaba en la motonieve?
—Eso lo habrás visto tú, yo no.
—¿Qué quieres decir?
—Muchos de los habitantes de la zona no terminan de ver lo romántico que es pasarse varias horas sentado con una caña de pescar. Pero sí les gusta cenar un pescado que consideran suyo.
—¿Echan dinamita al agua?
—En cuanto empieza el deshielo.
—¿Y eso no es ilegal, comisario?
Krongli levantó las palmas de las manos.
—Ya te digo que yo no he visto nada.
—No, claro, tú vives aquí, puede que también uses dinamita, ¿no?
—Solo para el garaje que pienso construir.
—Ya. ¿Y el rifle de Utmo? Parecía moderno, con mira telescópica y todo.
—Por supuesto. Al parecer, Utmo era buen cazador de osos. Hasta que se quedó medio ciego.
—Sí, me fijé en el ojo. ¿Qué pasó?
—Pues parece que su hijo le echó encima un vaso de ácido.
—¿Parece?
Krongli se encogió de hombros.
—Ahora Utmo es el único que sabe lo que pasó. Su hijo desapareció a la edad de quince años. Poco después, desapareció también la mujer. Pero de eso hace dieciocho años, fue antes de que yo me mudara aquí. Desde entonces, Utmo vive solo en la montaña, sin tele y sin radio, ni siquiera lee el periódico.
—¿Cómo desaparecieron?
—A saber. Por la granja de Utmo hay muchos precipicios. Y mucha nieve. Encontraron un zapato del hijo cerca de los restos de una avalancha, pero cuando se derritió la nieve no encontraron ni rastro del cadáver; y era muy raro, perder un zapato así, en la superficie de la capa de nieve. Alguien dijo que fue un oso, pero, por lo que yo sé, hace dieciocho años aquí no había osos. Y también hubo quien dijo que fue el propio Utmo.
—¿No me digas? ¿Y eso?
—Bueno —dijo Aslak, haciéndose el interesante—. El chico tenía una cicatriz terrible en el pecho. Y la gente creía que se la había hecho el padre. Y que todo tenía que ver con Karen, la madre.
—Pero ¿por qué?
—Porque padre e hijo competían por ella.
Aslak se encogió de hombros al ver la extrañeza de Kaja.
—Todo esto ocurrió antes de que yo viniera. Y Roy Stille, que ha sido inspector en esta zona desde el origen de los tiempos, fue a casa de Utmo, pero allí solo estaban él y Karen. Y los dos dijeron lo mismo, que el chico había salido a cazar y que no había vuelto. Solo que aquello ocurrió en abril.
—¿Y no es temporada de caza?
Aslak negó con la cabeza.
—Y desde entonces no lo han vuelto a ver. Karen desapareció al año siguiente. La gente dice que el dolor acabó con ella, que se arrojó por un precipicio.
A Kaja le pareció que al comisario le temblaba la voz, pero pensó que sería el vino.
—¿Y tú qué crees? —preguntó.
—Yo creo que es verdad. Y que al chico se lo llevó una avalancha. Que se ahogó en la nieve. Que, cuando llegó el deshielo, el agua lo arrastró hasta algún lago, y que está allí. Prefiero pensar que con su madre.
—Bueno, por lo menos suena más tranquilizador que un oso.
—Pues no.
Kaja lo miró a los ojos, que ya no reían
—Enterrado vivo en una avalancha… —dijo con la mirada perdida en la nevada que caía fuera—. Esa oscuridad. Esa soledad. No puedes moverte, la nieve te mantiene atenazado con mano de hierro, se ríe de tus esfuerzos por liberarte. Esa certeza de que vas a morir. Ese pavor, la angustia al ver que no puedes respirar. No hay un modo peor de morir.
Kaja tomó un trago de vino. Dejó la copa.
—¿Cuánto tiempo estuviste así? —preguntó.
—Yo creía que tres o cuatro horas —dijo Aslak—. Cuando me sacaron, me dijeron que fueron quince minutos. Quince más, y habría muerto.
El camarero se acercó y les preguntó si querían algo más, porque el servicio de alcohol cerraba al cabo de diez minutos. Kaja dijo que no, y el camarero respondió dándole la cuenta a Aslak.
—¿Por qué lleva Utmo ese rifle? —preguntó Kaja—. Por lo que yo sé, tampoco ahora es tiempo de caza.
—Dice que por los depredadores. Por protección.
—Pero ¿aquí hay depredadores? ¿Hay lobos?
—Él nunca dice a qué animales se refiere. Pero dicen que el fantasma del chico deambula de noche por las montañas. Y que si lo ves, tienes que andarte con cuidado, porque significa que cerca hay un precipicio o una zona de aludes.
Kaja apuró la copa.
—Si quieres, puedo pedir que amplíen el servicio una hora más.
—Gracias, Aslak, pero mañana tengo que madrugar.
—Vaya —dijo rascándose los rizos con la mirada risueña—. Ha sonado como si… —Guardó silencio.
—¿Como si qué? —dijo Kaja.
—Nada. Supongo que en tu tierra tienes marido o novio esperándote.
Kaja sonrió, pero no dijo nada.
Aslak bajó la vista y dijo bajito:
—Uf, dirás que el policía de pueblo no es capaz de tomarse dos copas de vino sin empezar a decir tonterías.
—No pasa nada —dijo Kaja—. No tengo novio. Y me caes muy bien. Me recuerdas un poco a mi hermano.
—¿Pero?
—Pero ¿qué?
—Recuerda que yo también soy un policía de verdad. Y me doy cuenta de que no estás sola. Tienes a alguien, ¿verdad?
Kaja se echó a reír. En condiciones normales, no habría seguido con la conversación. Tal vez fuera el vino. Tal vez fue porque le gustaba Aslak Krongli. Tal vez fue porque, desde que Even murió, no había tenido con quién hablar de aquellos temas, y Aslak era un extraño que vivía lejos de Oslo y no podía contárselo a la gente de su entorno.
—Estoy enamorada —se oyó decir—. De un policía.
Con expresión distraída, se llevó el vaso de agua a la boca, como para esconder la cara. Lo más extraño fue que tuvo la impresión de que se había convertido en una verdad en aquel momento, al decir aquellas palabras en voz alta.
Aslak levantó la copa.
—Pues vamos a brindar por un tipo con suerte. Y por una chica con suerte, espero.
Kaja meneó la cabeza.
—No hay nada por lo que brindar. Todavía no. Puede que nunca. Pero, por Dios, no paro de hablar…
—¿Y qué otra cosa íbamos a hacer? Cuenta.
—Es complicado. Él es complicado. Y yo no sé si le intereso. Eso, precisamente, es así de sencillo.
—Deja que adivine. Tiene mujer, y no puede dejarla.
Kaja suspiró.
—Puede ser. Sinceramente, no lo sé. Aslak, gracias por todo, pero…
—… tienes que irte a dormir. —El comisario se levantó—. Espero que lo de ese tipo se estropee del todo, que quieras huir del mal de amor y de la ciudad y que pudieras plantearte venir aquí.
Le dio un folio con el logotipo de la comisaría de Hol en el encabezado.
Kaja lo leyó y se echó a reír.
—¿Vacante de inspector?
—Roy Stille se jubila en otoño, y no es fácil encontrar buenos policías —dijo Aslak—. Ese es el anuncio de la vacante. Lo sacamos la semana pasada. Tenemos la comisaría en el centro de Geilo. Libras los fines de semana alternos y tienes dentista gratis.
Cuando Kaja se metió en la cama, oyó un rumor lejano. La tormenta y la nevada rara vez venían juntas.
Llamó a Harry, saltó el contestador. Le contó una historieta de fantasmas sobre Odd Utmo, su conocimiento del entorno, sus dientes podridos y su corrector dental. Sobre su hijo, que seguramente sería más feo aún, puesto que llevaba dieciocho años vagando como un espectro por la comarca. Se rió. Se dio cuenta de que estaba borracha. Le dio las buenas noches.
Soñó con avalanchas.
Eran las once de la mañana. Harry y Joe habían salido de Goma a las siete, cruzaron sin problemas la frontera con Ruanda, y Harry se encontraba en la segunda planta de la terminal del aeropuerto de Kigali. Dos oficiales uniformados lo escrutaron de arriba abajo. No con hostilidad, sino para comprobar si era verdad que era quien decía ser: un policía noruego. Harry se guardó la identificación en el bolsillo y notó el tacto liso del papel marrón que tenía guardado. Eran dos, ahí estaba el problema. ¿Cómo se soborna a dos empleados públicos al mismo tiempo? ¿Pidiéndoles que se repartan el contenido del sobre y exigiéndoles educadamente que no se delaten el uno al otro?
Uno de los oficiales, el mismo que, dos días atrás, había comprobado el pasaporte de Harry, se retiró la gorra de la frente.
—So you want a copy of the immigrantion card of… Could you repeat the date and the name?
—Adele Vetlesen. We know she arrived at this airport November twenty-fifth. And I do pay a finder’s fee.
Los dos oficiales intercambiaron una mirada antes de que uno saliera por la puerta a una señal del otro. El que se quedó se dirigió a la ventana y contempló el aeropuerto, el pequeño DH8 que acababa de aterrizar, y que, dentro de cincuenta y cinco minutos, transportaría a Harry en la primera etapa de su vuelta a casa.
—Recompensa —dijo el oficial en voz baja—. Doy por hecho que sabes que es ilegal sobornar a un funcionario público, señor Hole. Pero, claro, habrás pensado: Sshiit, this is Africa.
Harry pensó, como la primera vez, que la piel de aquel hombre era tan negra que parecía lacada.
Notaba que la camisa se le pegaba a la espalda. La misma camisa. Quizá en el aeropuerto de Nairobi vendieran camisas. Si es que llegaba hasta allí.
—That’s right —dijo Harry.
El oficial se echó a reír y se dio la vuelta.
—Qué huevos, ¿eh? ¿Eres un tío duro, Hole? Me di cuenta cuando llegaste. Vi que eras policía.
—¿Ah, sí?
—Me radiografiaste tanto como yo a ti.
Harry se encogió de hombros.
Se abrió la puerta. El otro oficial volvía con una mujer de uniforme, con tacones cantarines y las gafas en la punta de la nariz.
—Lo siento —dijo en un inglés impecable mientras pasaba revista a Harry—. He comprobado la fecha. No tenemos a ninguna Adele Vetlesen en ese vuelo.
—Vaya. ¿Será un error?
—Inverosímil. Las tarjetas de inmigración están colocadas por orden cronológico. El vuelo al que te refieres es un DH8 procedente de Entebbe, con treinta y siete plazas. Se comprueba rápido.
—De acuerdo. ¿Querría mirar otra cosa, si es que puede ser?
—Naturalmente, nadie le impide preguntar. ¿Qué quiere saber?
—Una lista de las demás extranjeras que llegaron en ese vuelo.
—¿Y por qué habría de proporcionarle esa información?
—Porque Adele Vetlesen tenía plaza reservada en ese vuelo. Así que, o bien enseñó un pasaporte falso en el control…
—Lo dudo —dijo la mujer—. Comprobamos a fondo las fotos de los pasaportes antes de pasarlos por el escáner, cuyo lector compara el número de pasaporte con el registro internacional ICAO.
—… o bien alguien ha viajado con el nombre de Adele Vetlesen, pero pasó el control con su pasaporte, es decir, con un documento auténtico. Lo cual es perfectamente posible, dado que ni en facturación ni al entrar en el avión se controla el número de pasaporte.
—Cierto —dijo el jefe del control de pasaportes, y tiró de la gorra hacia abajo—. Los de las compañías aéreas solo comprueban que el nombre y la foto coincidan más o menos. Además, para eso se puede conseguir un pasaporte falso por cincuenta dólares en cualquier parte del mundo. Hasta que no llegas al aeropuerto de destino y tienes que pasar el control de pasaportes, nadie controla el número de documento, y entonces es cuando se descubren los pasaportes falsos. Pero la cuestión es: ¿por qué íbamos a ayudarle, señor Hole? ¿Está usted aquí en misión oficial y tiene la documentación que lo acredita?
—Tenía la misión oficial en el Congo —mintió Harry—. Pero allí no encontré nada. Adele Vetlesen está desaparecida, y tememos que la haya matado un asesino en serie que ya ha acabado con la vida de otras tres mujeres por lo menos, entre ellas, un miembro de la Asamblea Nacional noruega. Se llamaba Marit Olsen, podéis comprobarlo en internet. Sé que ahora la idea es que me vuelva a casa, siga los cauces oficiales, que perdamos varios días y le demos más ventaja al asesino. Y tiempo para matar otra vez.
Harry vio que sus palabras surtían efecto. La mujer y el jefe de control de pasaportes intercambiaron unas palabras y la mujer volvió a salir.
Aguardaron en silencio.
Harry miró el reloj. Todavía no había facturado.
Habían transcurrido seis minutos cuando oyeron que se acercaban los tacones cantarines.
—Eva Rosenberg, Juliana Verni, Veronica Raul Gueno y Claire Hobbes.
Escupió los nombres, se colocó bien las gafas y le dejó a Harry en la mesa cuatro tarjetas de inmigración antes de que la puerta se hubiera cerrado.
—Aquí no vienen muchas mujeres europeas —dijo.
Harry observó las tarjetas; en todas constaba una dirección de hotel en Kigali, pero ninguno era el Gorilla Hotel. Leyó las direcciones de procedencia. Eva Rosenberg había dado una dirección de Estocolmo.
—Gracias —dijo Harry, y anotó los nombres, las direcciones y el número de pasaporte en el reverso de un recibo de taxi que encontró en el bolsillo.
—Siento que no hayamos sido de más ayuda —dijo la mujer, y se ajustó las gafas otra vez.
—Al contrario —dijo Harry—. Me habéis ayudado mucho. De verdad.
—And now, policeman —dijo el oficial alto y delgado, y una sonrisa brilló en medio de su cara negra.
—Yes? —dijo Harry, y esperó dispuesto a sacar el sobre marrón.
—Ya es hora de que vayas a facturar para el vuelo de Nairobi.
—Mmm… —dijo Harry, y miró el reloj—. Puede que tenga que coger el siguiente.
—¿El siguiente?
—Tengo que volver al Gorilla Hotel.
Kaja estaba en el vagón NSB que llamaban de primera clase, que, aparte de prensa gratuita, dos tazas de café gratuitas y corriente para el ordenador, significaba simplemente que los pasajeros iban sentados como sardinas en lata, al contrario de los que viajaban en el vagón de segunda clase, que estaba prácticamente vacío. De modo que cuando sonó el teléfono y vio que era Harry, se cambió enseguida de vagón.
—¿Dónde estás? —preguntó Harry.
—En el tren. Acabo de pasar Kongsberg. ¿Y tú?
—En el Gorilla Hotel de Kigali. He visto la tarjeta de visitante de Adele Vetlesen. No saldré hasta más tarde, en el avión de mediodía, pero estaré de vuelta mañana temprano. ¿Podrías llamar a tu amigo de la policía de Drammen, el de la cabeza de calabaza, y pedirle que te preste la postal de Adele? Dile que te la lleve a la estación, el tren para en Drammen, ¿no?
—Es tentar a la suerte, pero puedo intentarlo. ¿Para qué queremos la postal?
—Para comparar la letra. Hay un grafólogo, Jean Hue, que trabajaba en Kripos antes de que se jubilara por enfermedad. Dile que se presente mañana a las siete de la mañana.
—¿Tan temprano? ¿Crees que…?
—Tienes razón. Voy a escanear la tarjeta de Adele, te la envío y le llevas a Jean los dos documentos esta noche.
—Esta noche.
—Seguro que se alegra de que lo visites. Y si tenías otros planes, acaban de suspenderse.
—De acuerdo. Por cierto, perdona que te llamara tan tarde anoche.
—No hay por qué. Una historia entretenida.
—Había bebido un poco de más.
—Ya me di cuenta.
Harry colgó.
—Muchas gracias —dijo.
El recepcionista del hotel le sonrió por toda respuesta.
El sobre color café había encontrado por fin un destinatario.
Kjersti Rødsmoen entró en la sala de estar común y se dirigió a la mujer que, sentada junto a la ventana, contemplaba la lluvia que mojaba las casas de madera de Sandviken. Tenía delante un trozo de tarta con una vela.
—Katrine, han encontrado este teléfono en tu habitación —le dijo en voz baja—. Me lo ha traído la enfermera. Sabes que está prohibido.
Katrine asintió.
—De todos modos —dijo Rødsmoen al tiempo que se lo entregaba—, está sonando.
Katrine Bratt cogió el móvil y pulsó la tecla de «Aceptar».
—Soy yo —dijo la voz al otro lado—. Tengo aquí cuatro nombres de mujer. Quiero saber cuál de ellas no tenía plaza en el vuelo RA101 a Kigali el día 25 de noviembre. Y que me confirmes que la mujer en cuestión tampoco figuraba en el sistema de reservas de ningún hotel de Ruanda para aquella noche.
—Estoy estupendamente, tía.
Unos segundos en silencio.
—Entiendo. Llámame cuando puedas.
Katrine le devolvió el teléfono a Rødsmoen.
—Mi tía, que me llamaba para felicitarme el cumpleaños.
Kjersti Rødsmoen meneó la cabeza.
—Las normas prohíben el uso de teléfono móvil. Es decir, no veo ningún problema mientras no lo uses. Pero procura que la enfermera no lo vea, ¿de acuerdo?
Katrine asintió y Rødsmoen se fue de la sala.
Katrine siguió mirando por la ventana y, al cabo de un rato, se levantó y se dirigió a la sala de recreo. Cuando iba a cruzar el umbral, oyó la voz de la enfermera.
—¿Adónde vas, Katrine?
Katrine respondió sin volverse.
—A hacer un solitario.