Kigali
El aeropuerto de Kigali, Ruanda, era pequeño, moderno y con una sorprendente buena organización. Por otro lado, Harry sabía por experiencia que los aeropuertos internacionales desvelaban muy poco, por no decir nada, del país en el que se encontraban. En Bombay, India, dominaban la paz y la eficacia; en el JFK de Nueva York, la paranoia y el caos. La cola ante el control de pasaportes se movió un paso, y Harry la siguió en su avance. A pesar de lo agradable de la temperatura, notaba cómo le corría el sudor por la espalda bajo la fina camisa de algodón. Pensó en las figuras que había visto en Schiphol, Amsterdam, donde el avión procedente de Oslo había aterrizado con retraso. Harry entró en calor con la carrera a través de galerías, el alfabeto y las puertas de embarque con números cada vez más altos para llegar a tiempo al avión que lo llevaría a Kampala, Uganda. En una encrucijada de pasillos vio algo con el rabillo del ojo. Una figura que le resultaba familiar. La persona en cuestión estaba a contraluz y demasiado lejos para que pudiera distinguir los rasgos. Harry subió a bordo el último y, una vez en el avión, constató lo obvio: que no era ella. Porque ¿cuántas posibilidades había de que lo fuera? Y el chico que iba con ella no podía ser Oleg de ninguna de las maneras. Era imposible que hubiese crecido tanto.
—Next.
Harry se acercó a la ventanilla, entregó el pasaporte, la tarjeta de inmigración, la copia de la solicitud que había sacado de internet y los sesenta dólares que costaba el visado.
—Business? —dijo el hombre del control de pasaportes, y Harry lo miró a los ojos.
Era un hombre alto, delgado, con la piel de un negro reluciente. Tutsi, seguramente, pensó Harry. Ellos controlaban las fronteras del país en aquellos momentos.
—Yes.
—Where?
—Congo —dijo Harry, antes de precisar con el nombre que utilizaban en la zona para distinguir los dos Congos—: Congo-Kinshasa.
El del control de pasaportes señaló la tarjeta de inmigración que Harry había rellenado en el avión.
—Aquí dice que se quedará en el Gorilla Hotel de Kigali.
—Solo esta noche —dijo Harry—. De ahí iré a Congo mañana, pasaré la noche en Goma. Luego volveré aquí y de aquí, a casa. Es un trayecto más corto que desde Kinshasa.
—Un hombre ocupado. Pues que tenga una feliz estancia en Congo —dijo el hombre uniformado con una risa sincera, plantó el sello en el pasaporte y se lo devolvió.
Media hora después, Harry rellenaba la tarjeta de registro en el Gorilla, la firmaba y cogía la llave con un llavero con un gorila de madera. Cuando se tumbó en la cama, hacía dieciocho horas que se había levantado en la casa de Oppsal. Observó el ventilador que ronroneaba a los pies de la cama. Apenas daba aire, a pesar de que las palas no paraban de rotar a una velocidad frenética. No podría dormir.
El chófer le pidió a Harry que lo llamara Joe. Era congolés, hablaba francés perfectamente y un inglés un tanto confuso. Lo había contratado a través de contactos en una organización noruega de cooperación con base en Goma.
—Eight hundred thousand —dijo Joe mientras conducía el Land Rover por una carretera asfaltada llena de baches, pero transitable, que serpenteaba entre frondosas colinas y laderas de terreno cultivado del pie a la cima.
A veces frenaba complaciente para no atropellar a las personas que caminaban, iban en bicicleta y transportaban su carga por el arcén, pero que por lo general se libraban de un salto en el último momento.
—Mataron a ochocientas mil personas en el transcurso de unas semanas, en 1994. Los hutus entraron en las casas de sus buenos vecinos de siempre y les cortaron la cabeza a machetazos, porque eran tutsis. Según la propaganda de la radio, si tu marido era tutsi, tu deber de hutu era matarlo. Cut down the tall trees. Muchos huyeron por este camino —dijo Joe señalando por la ventanilla—. Había cadáveres apilados por todas partes, por algunos lugares resultaba imposible pasar. Buenos tiempos para los buitres.
Continuaron en silencio.
Dejaron atrás a dos hombres que llevaban un felino enorme colgado por las patas de un tronco. Los niños bailaban alrededor riendo y pinchando con ramas al animal muerto. Tenía el pelaje del color del sol, con manchas oscuras.
—¿Cazadores? —preguntó Harry.
Joe negó con la cabeza, miró por el espejo y respondió con una mezcla de inglés y francés:
—Atropellado, supongo. Es casi imposible cazarlo. No hay muchos, se mueven por un territorio extenso, es buen cazador nocturno. Se esconde y se camufla confundiéndose con el entorno durante el día. Creo que es un animal muy solo, Harry.
Harry observó a los hombres y las mujeres que trabajaban los campos. En varios puntos, personas y máquinas se afanaban por ensanchar la carretera. En un valle, vio una autopista en construcción. Y unos niños con uniformes azules reían y daban patadas a un balón de fútbol.
—Rwanda is good —dijo Joe.
Dos horas y media después, Joe señaló por la ventanilla.
—Lake Kivu. Very nice, very deep.
La superficie del agua de aquel lago inmenso parecía reflejar mil soles. El país que se extendía al otro lado era el Congo. Montañas que se elevaban por todas partes. Una nube blanca cubría solitaria una de ellas.
—No nubes —dijo Joe, como si le hubiera adivinado el pensamiento—. La montaña asesina. Nyiragongo.
Harry asintió.
Una hora más tarde, habían dejado la frontera y entraban en Goma. Al borde de la carretera había un hombre escuálido con una chaqueta hecha jirones y la desesperación en la mirada. Joe conducía despacio por el sendero enfangado sorteando los cráteres. Delante de ellos iba un jeep militar. El soldado que llevaba la ametralladora con pose indolente los miró con frialdad y cansancio. Por encima de sus cabezas rugían los motores de los aviones.
—Naciones Unidas —dijo Joe—. Más armas y granadas. Nkunda se va acercando a la ciudad. Muy fuerte. Mucha gente está huyendo. Refugiados. Puede que también mister Van Boorst, ¿eh? Hace mucho que no lo veo.
—¿Lo conoces?
—Todo el mundo conoce a mister Van. Pero tiene la Ba-Maguje.
—¿La ba qué?
—Un mal espíritu. Un demonio. Te provoca sed de alcohol. Y te roba las emociones.
Con el aire acondicionado hacía frío. A Harry le corría el sudor por la espalda.
Se habían detenido entre dos hileras de barracas de lo que Harry comprendió que era una especie de centro de la ciudad de Goma. La gente corría de un lado a otro por el espacio abierto casi intransitable que separaba las tiendas. A lo largo de las fachadas de las casas había bloques de piedra negra apilados que funcionaban como cimientos. La tierra reseca parecía esmalte negro y un polvo de color gris se arremolinaba en el aire, que apestaba a pescado podrido.
—Ahí —dijo Joe señalando la puerta de una de las casas de hormigón—. Espero en el coche.
Harry se dio cuenta de que algunos de los hombres que había en la calle se detenían al verlo bajar del coche. Se percató de su mirada neutra y peligrosa, que no contenía ninguna advertencia. Eran hombres que sabían que los actos agresivos son más eficaces cuando no se avisa. Harry se fue derecho a la puerta, sin mirar a su alrededor, para demostrar que sabía lo que hacía allí, adónde iba. Llamó a la puerta. Una vez. Dos veces. Tres. ¡Mierda! Había hecho un viaje demasiado largo para…
La puerta se entreabrió.
Una cara blanca y arrugada asomó por la rendija y lo miró con extrañeza.
—¿Eddie van Boorst? —dijo Harry.
—Il est mort —dijo el hombre con una voz tan ronca que sonó como los estertores de la muerte.
Harry recordaba del colegio el francés suficiente para comprender que el hombre acababa de afirmar que Van Boorst estaba muerto. Apostó por el inglés.
—Me llamo Harry Hole. Herman Kluit, que vive en Hong Kong, me ha dado el nombre de Van Boorst. He hecho un largo viaje. Quería hablar de la manzana de Leopoldo.
El hombre parpadeó sorprendido. Sacó del todo la cabeza por la abertura y miró a derecha e izquierda. Luego, abrió la puerta un poco más.
—Entrez —dijo indicándole a Harry que pasara.
Harry agachó la cabeza y la adelantó, y logró que las piernas lo siguieran en el último momento: el suelo de la casa estaba veinte centímetros por debajo del de la calle. Allí dentro olía a incienso. Y a algo más, que le resultaba familiar, el hedor dulzón y ácido a hombre mayor que lleva varios días bebiendo.
Los ojos de Harry se habituaron a la oscuridad y descubrió al anciano escuálido y menudo, enfundado en un elegante batín de seda color burdeos.
—Scandinavian accent —dijo Van Boorst en el inglés de Hercule Poirot, y se llevó a los labios un cigarrillo con una boquilla amarillenta—. A ver si lo adivino. Desde luego, no es danés. Podría ser sueco, pero creo que es noruego, ¿no?
Por una grieta de la pared que tenía a su espalda asomó las antenas una cucaracha.
—Vaya, un experto en acentos.
—Es un hobby, simplemente —dijo Van Boorst, halagado y satisfecho—. En los países pequeños como Bélgica tenemos que aprender a mirar hacia fuera en lugar de hacia dentro. ¿Y cómo está Herman?
—Bien —dijo Harry; se giró a la derecha y vio dos pares de ojos que lo miraban sin interés.
Uno, desde una foto que había colgada sobre la cama, en el rincón. Un retrato enmarcado de una persona con una barba larga y canosa, nariz grande, pelo corto, hombreras, cadena, sable. El rey Leopoldo, si Harry no andaba equivocado. El otro par pertenecía a una mujer que estaba tumbada de lado en la cama y que solo tenía una colcha sobre las caderas. La luz de la ventana le daba en los pechos pequeños, con la firmeza propia de la juventud. Respondió al gesto de saludo de Harry con una sonrisa que dejó al descubierto un diente de oro entre los demás, muy blancos. No podía tener más de veinte años. En la pared que quedaba detrás de su estrecha cintura Harry atisbó un perno clavado en una grieta del enlucido. Del perno colgaban un par de esposas de color rosa.
—Mi mujer —dijo el belga—. Bueno, una de ellas.
—¿Miss Van Boorst?
—Algo así. Quieres comprar, ¿no? ¿Tienes dinero?
—Primero quiero ver lo que tienes —dijo Harry.
Eddie van Boorst se dirigió a la puerta, la abrió un poco y echó un vistazo. Luego la cerró y echó la llave.
—¿Has venido solo con el chófer?
—Sí.
Van Boorst apagó el cigarrillo mientras escrutaba a Harry desde los pliegues de piel que se le formaban sobre los ojos cuando los entornaba. Luego se fue a un rincón de la habitación, apartó una alfombra de una patada, se inclinó y tiró de una anilla metálica. Se abrió una portezuela. El belga le pidió a Harry que bajara por el agujero en primer lugar. Harry supuso que era una regla fruto de la experiencia, e hizo lo que le pedía. Una escalera conducía a una oscuridad de boca de lobo. Después de siete peldaños, Harry notó el suelo bajo los pies. Acto seguido, se encendió una lámpara en el techo.
Harry echó un vistazo a su alrededor. La habitación era lo bastante alta para él y tenía un suelo liso de cemento. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de la mercancía habitual: pistolas Glock muy usadas, Smith & Wesson calibre 38 como la suya, cajas de munición, un Kalashnikov. Harry nunca había tenido en sus manos un ejemplar de aquella famosa automática rusa, cuyo nombre oficial era AK-47. Acarició la culata de madera.
—Un original de 1947, el primer año de fabricación —dijo Van Boorst.
—Parece que aquí todo el mundo tiene una —dijo Harry—. La causa de muerte más popular en África, según dicen.
Van Boorst asintió.
—Por dos razones muy sencillas. Cuando los países comunistas empezaron a exportarlas a este continente después de la guerra fría, un Kalashnikov costaba tanto como una gallina cebada en tiempo de paz. Y, en tiempo de guerra, no más de cien dólares. Por otro lado, funciona bien, con independencia de lo que hagas con él, y eso en África es importante. A los mozambiqueños les gustan tanto los Kalashnikov que han puesto uno en la bandera nacional.
Harry detuvo la mirada en unas letras discretamente grabadas en una maleta negra.
—¿Es eso lo que yo creo? —preguntó.
—Märklin —dijo Van Boorst—. Un arma rara. Se fabricaron muy pocas, puesto que resultó ser un fiasco. Demasiado pesada y con demasiado calibre. La usaban para la caza de elefantes.
—Y para la caza de personas —dijo Harry en voz baja.
—¿La conocías?
—Una mira telescópica con la mejor óptica del mundo. Que no es lo que se necesita para cazar elefantes a una distancia de cien metros, desde luego. Es un arma para atentados, ni más ni menos. —Harry pasó los dedos por la maleta mientras los recuerdos le venían a la memoria—. Sí, la conozco.
—Te la vendo barata. Treinta mil euros.
—Esta vez no he venido por un arma.
Harry se volvió hacia la estantería que había en el centro de la habitación. Unas máscaras grotescas pintadas de blanco lo miraban desde los estantes.
—Máscaras de los espíritus de los mai-mai —dijo Van Boorst—. Creen que si se rocían con agua sagrada, las balas no les harán daño. Puesto que las balas también se convierten en agua. La guerrilla mai-mai entró en guerra con el ejército del gobierno con arcos y flechas, gorros de baño en la cabeza y tapones de bañera por amuletos. I’m not kidding you, monsieur. Naturalmente, los pulverizaron. Pero a los mai-mai les gustan las armas. Y las máscaras pintadas de blanco. Y los corazones y los riñones de sus enemigos. Poco hechos, con puré de maíz.
—Bueno —dijo Harry—. No esperaba que una casa tan sencilla tuviera un sótano tan repleto.
Van Boorst se echó a reír.
—Cellar? This is the ground floor. Or was. Antes de la erupción de hace tres años.
Harry lo comprendió. Bloques de piedra negra, esmalte negro. El suelo del piso de arriba, más bajo que el de la calle…
—Lava —dijo Harry.
Van Boorst asintió.
—Corrió por todo el centro y se llevó por delante la casa que tenía junto al lago Kivu. Todas las casas de madera que había aquí se quemaron, esta casa de hormigón fue la única que quedó en pie, aunque casi enterrada en lava. —Señaló la pared—. Eso que ves ahí es la puerta de lo que era la planta baja hace tres años. Cuando compré la casa, puse la puerta por la que has entrado.
Harry asintió.
—Suerte que la lava no quemó la puerta e invadió también esta planta.
—Como ves, las ventanas y la puerta están en la pared que da la espalda al Nyiragongo. No es la primera vez. Esa dichosa montaña escupe lava sobre la ciudad cada diez o veinte años.
Harry enarcó las cejas.
—¿Y la gente vuelve aquí a pesar de todo?
Van Boorst se encogió de hombros.
—Bienvenido a África, pero ese volcán es bloody useful. Si quieres deshacerte de un cadáver molesto, un problema bastante habitual en Goma, puedes echarlo al lago Kivu, naturalmente. Pero, entonces, todavía seguiría existiendo allá abajo. En cambio, si recurres al Nyiragongo… La gente cree que en el fondo de la mayoría de los volcanes hay lagos de lava ardiente y burbujeante, pero no es así. En ninguno. Salvo en el Nyiragongo. Mil grados Celsius. Si echas algo ahí, ¡puf! Vuelve a subir convertido en gas. Es la única forma que la gente de Goma tiene de llegar al cielo. —Se rió tanto que empezó a toser—. Yo mismo he presenciado cómo un buscador de coltán con más entusiasmo de la cuenta utilizó una cadena para bajar a la hija del jefe de una tribu que se negaba a firmar los documentos que le concedieran al buscador el derecho a la explotación minera en su zona. A veinte metros de la lava le ardió el pelo. A diez metros, la niña se encendió como una vela de sebo. Y a cinco metros, el cuerpo empezó a gotear. No exagero. La piel y la carne le caían a chorros del esqueleto… ¿Es esto lo que te interesa?
Van Boorst había abierto un armario y acababa de sacar una bola de metal. Era brillante, estaba perforada con pequeños agujeros y era de un tamaño algo menor que el de una pelota de tenis. De un agujero algo más grande colgaba una cadena fina rematada por una anilla. Era el mismo instrumento que Harry había visto en casa de Herman Kluit.
—¿Funciona? —preguntó Harry.
Van Boorst soltó un suspiro. Metió el meñique en la anilla metálica y tiró. Se oyó un estallido y la bola de metal dio un salto en la mano del belga. Harry estaba atónito. De los agujeros de la bola salieron lo que parecían pequeñas antenas.
—¿Puedo? —preguntó alargando la mano.
Van Boorst le dio la bola y observó atento mientras Harry contaba las antenas.
—Veinticuatro —dijo Harry.
—Tantas como manzanas fabricadas —dijo Van Boorst—. Esa cifra tenía un valor simbólico para el ingeniero que la inventó y la fabricó: su hermana se suicidó a esa edad.
—¿Cuántas tienes en ese armario?
—Solo ocho. Incluido este magnífico ejemplar de oro. —Sacó una bola que lanzó un destello a la luz de la bombilla antes de que la guardara otra vez—. Pero esa no está a la venta, tendrías que matarme para echarle el guante.
—O sea que has vendido catorce desde que Kluit compró la suya, ¿no?
—Y cada una más cara que la siguiente. Es una inversión segura, señor Hole. Los instrumentos de tortura antiguos tienen un grupo de seguidores fiel y dispuesto a pagar, créeme.
—Te creo —dijo Harry tratando de empujar hacia dentro una de las antenas.
—Va con muelles —dijo Van Boorst—. Una vez que has tirado del hilo, el interrogado no puede sacarse la manzana de la boca. Ni él ni nadie, dicho sea de paso. Hay que ir al paso dos para que las agujas se retraigan. No tires del hilo, por favor.
—¿El paso dos?
—Dámela.
Harry le dio la bola a Van Boorst. El belga introdujo un bolígrafo por la anilla de metal, lo sujetó en posición horizontal a la altura de la bola y luego soltó la bola. Al tensarse el hilo se oyó un nuevo chasquido. La manzana de Leopoldo se balanceaba a quince centímetros por debajo del bolígrafo y las afiladas agujas que sobresalían de las antenas brillaban a la luz.
—Joder —soltó Harry.
El belga sonrió.
—Los mai-mai llamaban al aparato «el sol de la sangre». A quien muchos quieren, muchos nombres tiene.
Dejó la manzana en la mesa, introdujo el bolígrafo en el agujero del que colgaba el hilo, tiró fuerte y tanto las agujas como las antenas desaparecieron con otro chasquido, con lo que la manzana real recuperó la forma redonda y lisa del principio.
—Impresionante —dijo Harry—. ¿Cuánto?
—Seis mil dólares —dijo Van Boorst—. Por lo general, aumento un poco el precio cada vez, pero a ti te la dejo al mismo precio por el que vendí la última.
—¿Por qué? —dijo Harry, y pasó el dedo por el metal liso.
—Porque vienes de muy lejos —dijo Van Boorst, y llenó la habitación del humo del cigarrillo—. Y porque me gusta tu acento.
—Ya. ¿Y quién fue el último que la compró por seis mil dólares?
Van Boorst se echó a reír.
—Nadie sabrá que tú has estado aquí, y tampoco te voy a hablar a ti de mis otros clientes. ¿No le parece tranquilizador, señor…? Ahí lo tienes, ya se me ha olvidado el nombre.
Harry asintió.
—Seiscientos —dijo.
—¿Perdón?
—Seiscientos dólares.
Van Boorst volvió a soltar la misma risotada corta de antes.
—Ridículo. Pero la cantidad que mencionas es la que cuesta una visita guiada por la reserva, si quieres pasarte tres horas viendo gorilas de montaña. ¿Preferiría esta opción, señor Hole?
—Puedes quedarte con la manzana —dijo Harry, y sacó del bolsillo trasero un fajo de billetes de veinte dólares—. Te ofrezco seiscientos si me dices quiénes te han comprado las manzanas.
Dejó el dinero encima de la mesa, delante de Van Boorst. Y encima puso la identificación.
—Policía noruega —dijo Harry—. Dos mujeres noruegas, como mínimo, han muerto asesinadas con ese producto cuyo monopolio tienes.
Van Boorst se inclinó sobre el fajo de billetes y observó la identificación policial sin tocar nada.
—Pues lo siento muchísimo —dijo con la maquinaria vocal más pastosa todavía—. Créeme. Pero mi seguridad personal vale mucho más de seiscientos dólares. Si empezara a hablar de todos los que han venido a comprar aquí, mi esperanza de vida…
—Preocúpate más bien por tu esperanza de vida en una cárcel congolesa —dijo Harry.
Van Boorst volvió a reír.
—Nice try, Hole. Pero da la casualidad de que el jefe de policía de Goma es conocido mío, y además… —se encogió de hombros—, ¿qué he hecho yo, por Dios bendito?
—Lo que hayas hecho no tiene importancia —dijo Harry, y sacó una fotografía del bolsillo—. El estado noruego es uno de los principales agentes de cooperación con el Congo. Cuando las autoridades noruegas llamen a Kinshasa, te mencionarán como proveedor, reacio a la colaboración, del arma homicida en un doble asesinato cometido en Noruega, ¿y qué crees que pasará entonces?
Van Boorst dejó de sonreír.
—No te van a condenar siendo inocente —dijo Harry—. Solo te van a arrestar, lo que no debe confundirse con una condena. Es simplemente la privación de libertad de una persona, por ejemplo, mientras se investiga un caso, para evitar que se extravíe parte de las pruebas. Pero no deja de ser la cárcel. Y esta investigación puede llevar mucho tiempo. ¿Has visto una cárcel congolesa por dentro, Van Boorst? No, claro, no hay muchos hombres blancos que puedan decir que la han visto.
Van Boorst se arrebujó en el batín. Miró a Harry mientras mordía la boquilla del cigarro.
—De acuerdo —dijo—. Mil dólares.
—Quinientos —dijo Harry.
—¿Quinientos? Si has dicho…
—Cuatrocientos —dijo Harry.
—Done! —dijo Van Boorst con los brazos abiertos—. ¿Qué quieres saber?
—Todo —dijo Harry, se apoyó en la pared y sacó un paquete de tabaco.
Media hora después, cuando Harry salía de la casa de Van Boorst y entraba en el Land Rover de Joe, ya había caído la noche.
—Al hotel —dijo Harry.
El hotel resultó estar junto al lago. Joe le advirtió a Harry que no se bañara en sus aguas. No por el parásito de Guinea, al que apenas detectaría hasta que una serpiente delgada le abultara la piel un buen día, sino porque el gas metano ascendía del fondo en grandes burbujas con las que podía chocar y ahogarse.
Harry se sentó en el balcón y observó a dos figuras de largas piernas que caminaban a ritmo de staccato en el jardín iluminado. Parecían flamencos vestidos de pavos reales. Dos niños negros jugaban bajo los focos en la pista de tenis con dos pelotas, las dos tan rotas que parecían calcetines enrollados sobrevolando la red llena de agujeros. A veces pasaba algún avión rugiendo sobre el tejado del hotel.
Harry oía el tintineo de las botellas procedente del bar. Estaba exactamente a sesenta y ocho pasos de donde él se encontraba. Los contó cuando llegó. Cogió el teléfono y marcó el número de Kaja.
Parecía contenta de oír su voz. Por lo menos contenta.
—He estado husmeando en Ustaoset —dijo Kaja—. No nieva a cántaros, nieva a mares. Pero al menos me han invitado a cenar. Y el registro de la cabaña era interesante.
—¿De verdad?
—Habían arrancado la página de la fecha que nos interesaba.
—Vaya. ¿Miraste si…?
—Sí, comprobé si había huellas o rastros de lo escrito en la página siguiente.
Kaja soltó una risita, y Harry supuso que habría tomado unas copas de vino.
—Bueno, pensaba más bien en…
—Sí, me fijé en quién se había registrado el día anterior y el día siguiente. Pero la gente casi nunca se queda más de una noche en un alojamiento tan sencillo como Håvass. A menos que el tiempo te obligue. Y el 7 de noviembre hizo buen tiempo. De todos modos, el comisario me ha prometido que va a mirar en los libros de visitas de las cabañas de alrededor los días previos y posteriores, para comprobar cuáles de aquellos huéspedes podrían haber continuado la ruta pasando por la cabaña Håvass.
—Bueno. Caliente, caliente.
—Puede ser. ¿Y por allí?
—Frío, frío, más bien. Encontré a Van Boorst, pero ninguno de sus catorce compradores era escandinavo. Estaba seguro. Tengo seis nombres y otras tantas direcciones, pero todas de coleccionistas conocidos. El resto de los nombres los recordaba solo a medias, alguna descripción, varias nacionalidades, eso es todo. Hay otras dos manzanas, pero Van Boorst me dijo que seguían en manos de un coleccionista de Caracas. ¿Has comprobado lo del visado de Adele?
—Llamé al consulado de Ruanda en Suecia. Tengo que reconocer que me esperaba cierto caos, pero lo tenían todo bajo control.
—El hermanito mayor del Congo, tan modosito.
—Tenían copias de la solicitud de visado de Adele, y la fecha cuadraba. El visado ha caducado hace tiempo, pero, naturalmente, no sabían dónde se encontraba ahora. Me recomendaron que nos pusiéramos en contacto con los servicios de inmigración de Kigali. Me dieron el número, llamé y me estuvieron mandando de una oficina a otra como si fuera una pelota de goma, hasta que di con un jefecillo que hablaba inglés y que me hizo saber que no tenemos ningún acuerdo de colaboración con Ruanda en ese ámbito, se disculpó educadamente y nos deseó a mí y a mi familia una vida larga y buena. ¿Tú tampoco has dado con ninguna pista?
—No. Le enseñé a Van Boorst la foto de Adele. Me dijo que la única mujer que le había comprado algo era una señora de rizos pelirrojos y acento de Alemania del Este.
—¿Acento de Alemania del Este? Pero ¿eso existe?
—No lo sé, Kaja. Ese hombre se pasea en batín, utiliza una boquilla para los cigarrillos, es alcohólico y experto en acentos. Traté de ceñirme a mi objetivo y luego me largué de allí.
Kaja se echó a reír. Vino blanco, supuso Harry. Los que beben vino tinto no suelen reírse así.
—Pero tengo una idea —dijo Harry—. La tarjeta de inmigración.
—¿Cómo?
—Pues que hay que rellenarla y decir dónde te vas a alojar la primera noche. Si en Kigali conservan esas tarjetas, quizá pueda averiguar adónde fue Adele. Podría ser una pista. Por lo que sabemos, podría ser la única de las mujeres que pasaron aquella noche en Håvass y que sigue con vida.
—Suerte, Harry.
—Lo mismo digo.
Harry colgó. Naturalmente, podría haberle preguntado con quién iba a cenar, y si hubiera sido relevante para la investigación, seguramente ella se lo habría dicho.
Harry se quedó sentado en el balcón hasta que cerraron el bar y el tintineo cesó para dar paso a los sonidos de dos personas que lo estaban haciendo con la ventana abierta, en algún piso más arriba. Gritos roncos, monótonos. Le recordaron a las gaviotas de Åndalsnes, cuando su abuelo y él se levantaban al alba para ir a pescar. Pero su padre nunca iba con ellos. ¿Por qué? ¿Y por qué Harry no se lo preguntaba? ¿Por qué comprendía instintivamente que su padre no pintaba nada en aquel pesquero? ¿Sería porque, ya a la edad de cinco años, comprendió que su padre había estudiado y dejado la granja precisamente para no tener que meterse en aquel barco? Aun así, fue él quien insistió en volver para pasar allí el resto de la eternidad. La vida era muy extraña. Al menos, la muerte.
Harry encendió otro cigarro. No había estrellas en el cielo, que estaba negro, salvo justo encima del cráter del Nyiragongo, donde se veía un tono rojo incandescente. Harry notó el pinchazo de la picadura de un insecto. Malaria. Magma. Metano. El lago Kivu resplandecía allá abajo. Very nice, very deep.
Un rugido proveniente de la montaña rodó por la superficie del lago. ¿Una erupción o solo una tormenta? Harry miró al cielo. Otro bramido, el eco retumbó entre las montañas. Y otro eco, muy lejano, alcanzó a Harry.
Very deep.
Se quedó atónito mirando la oscuridad y apenas notó que el cielo se abría, ni la lluvia martilleaba acallando los gritos de las gaviotas.