Libro de visitas
Un letrero en una estación minúscula de color amarillo daba fe de que se encontraban en Ustaoset. Kaja miró el reloj y comprobó que habían llegado según el horario, a las 10.44. Miró por la ventanilla. El sol brillaba sobre la altiplanicie cubierta de nieve y sobre las montañas, blancas como la porcelana. Aparte de un grupo de casas y del hotel de tres plantas, Ustaoset era solo montañas peladas. Cierto que salpicadas de cabañas y de algún que otro arbusto despistado, pero, por lo demás, terreno desnudo. Al lado de la estación, casi en pleno andén, había un todoterreno con el motor en marcha. Desde el compartimento del tren parecía que no soplaba el viento. Sin embargo, al bajar, Kaja sintió que le atravesaba la ropa: mono térmico, anorak, botas de esquí.
Una figura bajó del todoterreno y se le acercó. Tenía el sol invernal a su espalda. Kaja entornó los ojos. Paso suave y seguro, una sonrisa blanca y la mano extendida. Kaja se quedó de piedra. Era Even.
—Aslak Krongli —dijo el hombre, y le dio un enérgico apretón—. Comisario provincial.
—Kaja Solness.
—Hace frío, ¿eh? No como allá abajo.
—Exacto —dijo Kaja devolviéndole la sonrisa.
—Me es imposible acompañarte hoy a la cabaña Håvass. Se ha producido una avalancha, hay un túnel cerrado y tenemos que redirigir el tráfico. —Cogió los esquís de Kaja sin preguntar, se los echó al hombro y echó a andar hacia el todoterreno—. Pero le he pedido al hombre que cuida de la cabaña que te lleve. Odd Utmo. ¿Te parece bien?
—Estupendo —dijo Kaja, que además lo prefería así.
De ese modo quizá se ahorrara las preguntas sobre por qué la policía de Oslo se implicaba de pronto en un caso de desaparición de Drammen.
Krongli y ella recorrieron en coche los escasos quinientos metros hasta el hotel. En la superficie nevada de delante de la entrada había un hombre sentado en una motonieve de color amarillo. Llevaba un mono rojo, gorro de piel y orejeras, una bufanda tapándole la boca y unas gafas para la nieve.
Cuando se subió las gafas y murmuró su nombre, Kaja descubrió que tenía un ojo cubierto de una membrana blanquecina y transparente, como si se lo hubiera rociado con leche. El otro la escrutaba sin rebozo de pies a cabeza. El cuerpo erguido del hombre podría haber pertenecido a un joven, pero tenía la cara de un viejo.
—Kaja. Gracias por ofrecerte con tan poco margen —dijo.
—Me pagan —dijo Odd Utmo, miró el reloj, se bajó la bufanda y escupió. Kaja vio el resplandor de una ortodoncia entre los dientes pardos por el rapé. El escupitajo mezclado con tabaco formó una estrella negra en el hielo—. Espero que hayas comido y meado.
Kaja se echó a reír, pero Utmo ya se había colocado en la motonieve y le había dado la espalda.
Le echó una mirada a Krongli, que entre tanto había metido sus esquís y sus bastones bajo las correas, de modo que quedaron sujetos a la moto junto con los de Utmo, con un puñado de algo que parecían cartuchos de dinamita rojos y un rifle con mira telescópica.
Kaja se volvió hacia Krongli. El comisario se encogió de hombros y le sonrió otra vez con aquella sonrisa suya tan blanca y juvenil.
—Buena suerte, espero que encuent…
El resto se perdió en el estruendo del motor. Kaja se apresuró a sentarse. Vio con alivio que había unas asas a las que podía agarrarse, así no tendría que cogerse del viejo del ojo blanco. Los envolvieron los gases y la motonieve dio un tirón al salir.
Utmo iba de pie con las rodillas flexionadas y utilizaba el peso del cuerpo para mantener el equilibrio de la moto, que fue guiando por delante del hotel, sobre un ventisquero, por una extensión de nieve blanda y luego en diagonal, hasta llegar a la primera subida, no demasiado abrupta. Cuando alcanzaron la cima, con vistas al norte, Kaja contempló la infinitud de blancura que se extendía ante ellos. Utmo se volvió y le preguntó con un gesto. Kaja asintió indicando que todo iba bien. Luego, el hombre pisó el acelerador. Kaja volvió la vista atrás y, entre el torbellino de nieve que levantaba la rueda de oruga, vio desaparecer las casas del pueblo.
Kaja había oído a la gente decir más de una vez que las llanuras nevadas les recordaban al desierto. A ella le recordaban a los días y las noches que pasó en el velero de su hermano Even.
La motonieve cruzó el paisaje inmenso y desolado. La nieve y el viento habían colaborado para limar las aristas, lo habían alisado y allanado de modo que parecía un mar inmenso del que surgió la montaña, Hallingskarvet, como una ola amenazante y monstruosa. No era un avance rápido, la nieve y el peso de la moto suavizaban todos los movimientos, los amortiguaban. Kaja se frotó despacio las mejillas y la nariz para asegurarse de que corría por ellas la sangre suficiente. Había visto lo que las lesiones por bajas temperaturas, incluso aquellas relativamente pequeñas, podían hacer en la piel. El aullido monótono del motor y la serena uniformidad del paisaje la habían amodorrado y, cuando el motor se paró y todo quedó en silencio, se despertó súbitamente. Miró el reloj. Lo primero que pensó fue que se les había parado la moto a tres cuartos de hora de la civilización, por lo menos. ¿Cuánto se tardaría esquiando? ¿Tres horas? ¿Cinco? No lo sabía. Utmo ya se había bajado y estaba soltando los esquís.
—¿Se ha estropeado…? —comenzó, pero se calló al ver que Utmo se incorporaba y señalaba la pequeña hondonada que tenían delante.
—La cabaña Håvass —dijo.
Kaja entornó los ojos detrás de las gafas de sol. Y, en efecto, allí estaba: al pie de la montaña vio una casita de color negro.
—¿Por qué no vamos en la…?
—Porque la gente es tonta, por eso tenemos que ir a hurtadillas hasta la cabaña.
—¿A hurtadillas? —dijo Kaja, y se apresuró a ponerse también los esquís.
Utmo señaló la ladera con el bastón.
—Si vas con la moto por un valle tan estrecho, el sonido retumbará por todas partes. Nieve fresca…
—Avalancha —dijo Kaja.
Recordó algo que su padre le había contado después de uno de sus viajes a los Alpes. Que en la Segunda Guerra Mundial murieron más de sesenta mil soldados en las avalanchas y que la mayoría de ellas las habían desencadenado las ondas sonoras del fuego de la artillería.
Utmo se detuvo un instante y se la quedó mirando.
—Esta gente de la ciudad aficionada a la naturaleza se cree muy lista cuando construye la cabaña en un lugar resguardado. Pero es solo cuestión de tiempo que también se la lleve la nieve.
—¿También? —dijo Kaja.
—Håvass solo lleva ahí tres años. Este es el primer invierno que tenemos nieve fresca en abundancia. Y pronto vendrá más.
Señaló al oeste. Kaja se hizo sombra con las manos. Y en el horizonte vio a qué se refería. Unos cúmulos pesados y grisáceos formaban torres como hongos sobre un fondo azul.
—Va a nevar toda la semana —dijo Utmo, cogió el rifle de la moto y se lo colgó al hombro—. Si yo fuera tú, me daría prisa. Y evitaría gritar.
Entraron en el valle en silencio, y Kaja notó cómo bajaba la temperatura cuando entraron en la sombra y el frío que se adueñaba de las partes más bajas del terreno.
Se quitaron los esquís delante de la cabaña de vigas negras, los dejaron apoyados en la pared y Utmo sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura.
—¿Cómo entran los huéspedes? —preguntó Kaja.
—Compran una llave estándar. Vale para las cuatrocientas cincuenta cabañas del país.
Giró la llave, bajó el picaporte y empujó la puerta. No pasó nada. Soltó una maldición para sus adentros, apoyó el hombro y empujó otra vez. La puerta se despegó del marco con un aullido.
—La cabaña encoge con este frío —dijo Utmo.
Allí dentro estaba muy oscuro y olía a queroseno y a fuego de leña. Kaja inspeccionó la cabaña. Sabía que el sistema era sencillo. Uno llegaba, se registraba, cogía una cama o un colchón si estaba completa, encendía la chimenea, preparaba la comida que había traído en la cocina, donde había fogones y los enseres necesarios y, si utilizaba las provisiones frías que había en el armario, pagaba dejando el dinero en una lata. En esa misma lata se dejaba el dinero por cada noche o la autorización de cobro. Todos los pagos se basaban en la responsabilidad y la honradez del usuario.
La cabaña tenía cuatro dormitorios y todos daban al norte, todos con dos literas y cuatro plazas cada uno. La sala de estar daba al sur y estaba amueblada en estilo tradicional, es decir, con pesados muebles de pino. Había una buena chimenea, por el efecto visual de un espacio acogedor, y una estufa normal, por la eficacia. Kaja calculó que había espacio para entre doce y quince personas alrededor de la mesa, y sitio para dormir para el doble, si había que apretarse y recurrir a los colchones en el suelo. Recordó el resplandor de las velas y las llamas recorriendo las caras de conocidos y extraños mientras fluía la charla sobre la jornada, y la del día siguiente, y mientras disfrutaban de una cerveza o una copa de vino. Las mejillas encendidas de Even, que reía y brindaba con ella desde uno de los rincones en penumbra.
—El libro de visitas está en la cocina —dijo Utmo, y señaló una de las puertas.
Se lo veía impaciente junto a la puerta, aún con el gorro y los guantes puestos. Kaja puso la mano en el picaporte y ya iba a bajarlo cuando apareció. El comisario Krongli. Se le parecía tanto… Sabía que se le vendría otra vez a la cabeza, solo que no sabía cuándo.
—¿Puedes abrir la puerta? —dijo.
—¿Qué?
—Está encajada —dijo Kaja—. El frío.
Cerró los ojos mientras lo oyó acercarse, oyó la puerta que se abría silenciosamente, notó su extrañeza. Luego, abrió los ojos y entró.
La cocina olía ligeramente a grasa revenida. Notó que se le aceleraba el pulso mientras recorría con la mirada la encimera y los armarios. Encontró el libro de piel de color negro en la mesa, debajo de la ventana. Estaba atado a la pared con un cordón de nailon azul.
Kaja respiró hondo. Se acercó al libro. Lo hojeó.
Página tras página de nombres manuscritos, allí plasmados por los huéspedes. La mayoría habían seguido la norma de indicar cuál sería su siguiente estación.
—En realidad, yo iba a venir el fin de semana, podría haber mirado el registro —oyó decir a Utmo a su espalda—. Pero creo que no podíamos esperar, ¿no?
—No —dijo Kaja, y siguió pasando de una fecha a otra.
Noviembre, 6 de noviembre, 8 de noviembre. Volvió atrás. Y adelante otra vez. No estaba. El 7 de noviembre no estaba. Abrió el libro del todo. En el medio asomaban los restos de la página. Alguien la había arrancado.