Drammen
—Así que fuiste tú quien denunció la desaparición de Adele Vetlesen —dijo Kaja.
—Sí —dijo el chico que estaba sentado frente a ellos en el People & Coffee—. Vivíamos juntos. No vino a casa. Y pensé que no podía dejar de denunciarlo.
—No —dijo Kaja, y miró a Harry de reojo.
Eran las ocho y media de la mañana. Habían tardado media hora en coche desde Oslo a Drammen, después de la reunión matutina del trío, en la que al final Harry mandó a Bjørn Holm a su unidad. Este no dijo gran cosa, soltó un suspiro, fregó su taza y volvió a Bryn para reanudar su trabajo en la Científica.
—¿Habéis tenido alguna noticia de Adele? —preguntó el chico mirando a Kaja y a Harry.
—No —dijo Harry—. ¿Y tú?
El chico meneó la cabeza y miró por encima del hombro, hacia la barra, para asegurarse de que no hubiera ningún cliente esperando. Estaban sentados en unos taburetes altos que había delante de la ventana y que daban a una de las muchas plazas de Drammen, es decir, a un espacio urbano que funcionaba como aparcamiento. People & Coffee servía café y bollería a precios de aeropuerto, y trataba de dar la impresión de pertenecer a una cadena americana, y quizá fuera así. El chico con el que vivía Adele Vetlesen, Geir Bruun, andaría por los treinta años, era de una palidez extraordinaria y tenía la calva un tanto sudorosa sobre la mirada azul y errante. Trabajaba allí de lo que llamaban «barista», un título que había adquirido cierta aura de respeto hacia los años noventa, cuando los bares ocuparon Oslo. Pero que consistía en preparar cafés, un arte que, tal y como lo veía Harry, estribaba ante todo en evitar ciertos errores. Como policía que era, Harry se servía del tono de voz, la dicción, la elección de vocabulario y las anomalías gramaticales de las personas para situarlas. Geir Bruun ni se vestía ni se peinaba ni gesticulaba de un modo que indujera a pensar que fuera marica, pero en cuanto abría la boca resultaba imposible no pensarlo. Había algo en el modo de redondear las vocales, los latiguillos con los que salpicaba las frases, el ceceo, que casi parecía artificial. Harry sabía que el chico podía ser totalmente heterosexual, pero él ya había llegado a la conclusión de que Katrine se había precipitado cuando consideró pareja a Adele Vetlesen y a Geir Bruun. No eran más que dos personas que compartían apartamento en Drammen por razones económicas.
—Pues sí —dijo Geir Bruun cuando Kaja le preguntó—. Recuerdo que en otoño se fue a la montaña a pasar una noche en una cabaña —dijo como si esa actividad respondiera a un concepto que le fuese totalmente ajeno—. Pero allí no desapareció.
—Lo sabemos —dijo Kaja—. ¿Fue a la cabaña con alguien? Y, de ser así, ¿sabes con quién?
—Ni idea. No hablábamos de esas cosas, ya teníamos bastante con compartir el cuarto de baño, no sé si me explico. Ella tenía su vida, yo la mía. Pero dudo de que se fuera sola por el monte, desde luego.
—¿Y eso?
—Adele procuraba no hacer casi nada sola. Es que no me la imagino en una cabaña sin un hombre. Aunque es imposible decir con quién. Era, para ser claro, un tanto promiscua. No tenía amigas, pero amigos no le faltaban. Que no se conocían entre sí, ya se encargaba ella. Adele no llevaba una doble vida, sino una vida cuádruple. O por ahí.
—O sea que los engañaba, ¿no?
—No necesariamente. Una vez me sugirió varias formas sinceras de cortar con una persona. Me dijo que en una ocasión, mientras un chico se la follaba por detrás, hizo una foto por encima del hombro con el móvil, seleccionó el nombre del novio de turno, envió la foto y borró el nombre. Todo sin pestañear.
Geir Bruun los miraba impasible.
—Impresionante —dijo Harry—. Sabemos que pagó por dos personas en la cabaña. ¿No puedes decirnos el nombre de ningún amigo, para que podamos empezar por algún sitio?
—No —dijo Geir Bruun—. Pero cuando denuncié su desaparición, la policía comprobó con quién había hablado por teléfono las últimas semanas.
—¿Quién lo comprobó?
—No recuerdo nombres. Policías locales.
—Muy bien, vamos a ver a la policía local ahora —dijo Harry, miró el reloj y se levantó.
—¿Por qué…? —dijo Kaja, que aún seguía sentada—. ¿Por qué dejó de investigar el caso la policía? Ni siquiera recuerdo haber leído nada al respecto en la prensa.
—¿No lo sabéis? —dijo el chico, y les indicó a dos mujeres con cochecitos de niño que acababan de sentarse delante de la barra que las atendía enseguida—. Es que ella envió aquella tarjeta…
—¿Una tarjeta? —dijo Harry.
—Sí. De Ruanda. En África.
—¿Y qué decía?
—Era muy breve. Había encontrado al príncipe azul, y yo tendría que pagar solo el alquiler hasta que volviera en marzo. La muy zorra.
Estaban a un paseo de la comisaría. Un comisario con el pelo corto, la cabeza como una calabaza y un nombre que Harry olvidó nada más oírlo los recibió en un despacho que apestaba a tabaco, les sirvió café en unos vasos de plástico que les quemaban los dedos y se dedicó a mirar a fondo a Kaja cuando creía que nadie lo estaba viendo.
Empezó dando una conferencia sobre el hecho de que siempre había entre quinientos y mil noruegos desaparecidos, que casi todos aparecían tarde o temprano y que si la policía investigaba todos los casos relacionados con personas desaparecidas en los que no había indicio de delito o de accidente, no tendrían tiempo de hacer nada más. Harry ahogó un bostezo.
Además, en el caso de Adele Vetlesen, ella había dado señales de vida, de hecho las tenían por allí, en alguna parte. El comisario se levantó, metió la calabaza en el cajón de un archivador, y volvió a aparecer con una postal que les plantó en la mesa. Era la foto de una montaña cónica con unas nubes en la cima, pero no había ningún texto que indicara cómo se llamaba la montaña o en qué parte del mundo se encontraba. Tenía una letra fea y puntiaguda. A Harry le costó mucho leer la firma. Adele. Llevaba un sello donde se leía Ruanda, y tenía matasellos de Kigali, que era la capital, quería recordar Harry.
—La madre confirmó que es la letra de Adele —dijo el comisario, y aclaró que, a instancias de la mujer, localizaron el nombre de Adele Vetlesen en la lista de pasajeros del vuelo de Brussels Airlines a Kigali, con escala en Entebbe, en Uganda, el 20 de noviembre.
Además, hicieron una búsqueda en los hoteles a través de la Interpol, y un hotel de Kigali —el comisario leyó sus notas: ¡el Gorilla Hotel!— había registrado a una tal Adele Vetlesen la misma noche en que llegó en ese vuelo. La única razón por la que Adele seguía figurando como desaparecida era que no sabían dónde se encontraba en aquellos momentos y que, técnicamente, una postal del extranjero no cambiaba el estatus de desaparecida.
—Además, no hablamos precisamente de una parte del mundo civilizado —dijo el comisario, y se encogió de hombros—. Hutus, tutsis y como se llamen. Machetes. Dos millones de muertos, ¿vale?
Harry vio que Kaja cerraba los ojos mientras, con voz de maestro e intercalando muchas subordinadas, les explicaba lo poco que valía la vida de una persona en África, donde la venta de seres humanos no era un fenómeno desconocido precisamente, y en teoría podían haber secuestrado a Adele y haberla obligado a escribir la postal, puesto que los negros pagaban de buena gana el sueldo de un año por hincarle el diente a una rubia noruega, ¿a que sí?
Harry miró la postal y trató de no oír la voz de la cabeza de calabaza. Una montaña cónica con la cima rodeada de nubes. Levantó la vista cuando el comisario de nombre tan fácil de olvidar carraspeó un poco.
—Claro que a veces uno puede incluso comprenderlos, ¿verdad? —dijo mirando a Harry con una sonrisita.
Harry se levantó y dijo que en Oslo tenían trabajo, pero que quizá Drammen pudiera echarles una mano enviándoles la postal escaneada.
—¿Para un grafólogo? —preguntó el comisario, claramente insatisfecho, y miró la dirección que Kaja le había anotado.
—Para un experto en volcanes —dijo Harry—. Quiero que le envíes la imagen y le preguntes si puede identificar la montaña.
—¿Identificar la montaña?
—Tiene muchísimo interés. Se dedica a viajar por ahí para observar los volcanes.
El comisario se encogió de hombros y asintió. Luego los acompañó a la puerta. Harry le preguntó por el tráfico de llamadas registradas en el móvil de Adele desde que se fue, si lo habían investigado.
—Sabemos hacer nuestro trabajo, Hole —dijo el comisario—. Ninguna llamada saliente, pero ya te puedes imaginar la cobertura de móvil que puede haber en un país como Ruanda…
—Pues la verdad es que no —dijo Harry—. Porque resulta que no he estado allí.
—¡Una postal! —protestó Kaja cuando salieron a la plaza, delante del coche camuflado que habían solicitado en la Comisaría General—. ¡Billetes de avión y hotel en Ruanda! ¿Cómo es que esa friki de la informática que tienes en Bergen no los descubrió? Así nos habríamos ahorrado perder medio día en esta puta ciudad de Drammen.
—Creía que ibas a estar de un humor excelente —dijo Harry, y abrió el coche—. Te has ganado un amigo, y puede que, después de todo, Adele no esté muerta.
—Pero ¿es que tú sí estás de un humor excelente? —preguntó Kaja.
Harry miró las llaves del coche.
—¿Te apetece conducir?
—¡Sí!
Curiosamente, no se disparó ninguno de los radares de control de velocidad, pero al cabo de poco más de veinte minutos ya estaban otra vez en Oslo.
Acordaron que primero llevarían a la comisaría las cosas menos pesadas, el material de oficina, los cajones de los escritorios…; y esperarían al día siguiente para trasladar lo más pesado. Lo colocaron todo en la misma carretilla que Harry había utilizado para acondicionar el cuarto.
—¿Te han asignado despacho ya? —preguntó Kaja cuando iban por la mitad del túnel, y el eco de su voz quedó resonando un buen rato.
Harry negó con la cabeza.
—Vamos a poner las cosas en el tuyo.
—¿Has pedido un despacho? —preguntó Kaja, y se paró.
Harry continuó caminando.
—¡Harry!
Él se detuvo.
—Me preguntaste por mi padre —dijo Harry.
—Bueno, no quería…
—Ya. Pero el caso es que no le queda mucho, ¿vale? Y después, me iré otra vez. Solo quería…
—Solo querías… ¿qué?
—¿Has oído hablar del Club de los Policías Muertos?
—¿Qué es?
—Gente que trabajaba en Delitos Violentos. Gente que me importaba. No sé si es porque creo que les debo algo, pero esa es mi familia.
—¿Qué?
—No es mucho, pero es todo lo que tengo, Kaja. Es lo único que tengo a lo que ser leal.
—¿Un grupo de la policía?
Harry echó a andar.
—Ya, ya lo sé. Y seguro que se me pasará. El mundo sigue girando. No es más que una reorganización, ¿verdad? Las historias están grabadas en las paredes, y ahora van a derribar esas paredes. Tú y los tuyos tendréis que crear historias nuevas, Kaja.
—¿Estás borracho?
Harry se echó a reír.
—No, solo vencido. Fuera de combate. Y está bien. Está más que bien.
Entonces le sonó el teléfono. Era Bjørn.
—Me he dejado una biografía de Hank Williams en el escritorio —dijo.
—Aquí la tengo —dijo Harry.
—¡Vaya acústica! ¿Estás en una iglesia?
—En el túnel.
—Por Dios, ¿y hay cobertura?
—Está claro que tenemos mejor cobertura que en Ruanda. Te dejo el libro en recepción.
—Es la segunda vez que me hablan hoy de Ruanda y teléfonos móviles. Diles que pasaré a recogerlo mañana.
—¿Qué te han dicho de Ruanda?
—Nada, una cosa que ha dicho Beate. Del coltán, ya sabes, los restos de metal que encontramos en los dientes de las víctimas que tenían esas marcas de pinchazos en la boca.
—Terminator.
—¿Qué?
—Nada. ¿Qué tiene que ver eso con Ruanda?
—El coltán se usa en los teléfonos móviles. Es un metal poco común, y casi todo el coltán del mundo procede del Congo. Pero como la mayoría de los yacimientos están en zona de guerra, donde no hay control, los empresarios avispados lo roban aprovechando el caos y lo envían a Ruanda.
—¿No me digas?
—Hablamos.
Harry iba a guardarse el móvil cuando vio que tenía un mensaje sin leer. Lo abrió.
Nyiragongo. Última erupción, 2002. Uno de los pocos volcanes con un lago de lava en el interior del cráter. Se encuentra en el Congo, en la ciudad de Goma. Felix.
Goma. Harry se quedó observando las gotas que caían de una tubería del techo. De allí eran los instrumentos de tortura africanos de Kluit.
—¿Qué pasa? —dijo Kaja.
—Ustaoset —dijo Harry—. Y el Congo.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—No lo sé —dijo Harry—. Pero en lo que a las casualidades se refiere, no soy creyente.
Cogió la carretilla y le dio media vuelta.
—Pero ¿qué haces? —dijo Kaja.
—Dar marcha atrás —dijo Harry—. Todavía nos quedan más de veinticuatro horas.