La cánula
Gunnar Hagen estaba esperándolos en la silla de Harry cuando este y Kaja entraron en la humedad de la habitación.
Bjørn Holm, que estaba detrás de Hagen, se encogió de hombros con una expresión que indicaba que no sabía lo que quería el jefe de grupo.
—Stavanger, según me han dicho —dijo Hagen al tiempo que se levantaba.
—Sí —dijo Harry—. Quédate sentado, jefe.
—Es tu silla. Y yo me voy enseguida.
—¿Y eso?
Harry intuía que traía malas noticias. Malas noticias de cierta envergadura. Los jefes no se apresuran a cruzar el túnel hacia la prisión para decir que la factura del desplazamiento está mal.
Hagen se quedó de pie, de modo que el único que seguía sentado era Holm.
—Por desgracia, tengo que informaros de que Kripos ha descubierto que estáis trabajando en los asesinatos. Y que no me queda otra salida que cerrar la investigación.
En el silencio que siguió, Harry podía oír el ronroneo de la caldera de la habitación contigua. Hagen paseó la mirada por la sala, clavándola en cada uno de ellos sucesivamente, y se detuvo en Harry.
—Claro que no puedo decir que esto sea una declaración oficial. Os dejé muy claro que todo esto debía desarrollarse con la máxima discreción.
—Ya —dijo Harry—. Yo le pedí a Beate Lønn que le filtrara a Kripos el dato de cierta cordelería, pero ella me prometió que haría como que la fuente era la Científica.
—Y seguro que así lo hizo —dijo Hagen—. Fue el comisario de Ytre Enebakk quien te delató, Harry.
Harry se puso furioso y maldijo para sus adentros.
Hagen dio una palmada que resonó secamente entre los muros de piedra.
—Por eso, por desagradable que sea, tengo que daros la orden de que interrumpáis con efecto inmediato todo el trabajo con los tres casos. Y esta habitación debe quedar despejada en un plazo de cuarenta y ocho horas. Gomen nasai.
Harry, Kaja y Bjørn Holm se quedaron mirándose mientras la puerta de hierro se cerraba despacio y los pasos ligeros de Hagen se perdían por el túnel.
—Cuarenta y ocho horas —dijo Bjørn Holm al fin—. ¿Alguien quiere un café recién hecho?
Harry le dio una patada a la papelera que había junto a la mesa, que se estampó ruidosamente contra la pared, se vació del escaso contenido de papeles y volvió rodando hasta él.
—Estaré en el Rikshospitalet —dijo, y se dirigió a la puerta.
Harry había colocado la dura silla de madera junto a la ventana y oía la respiración regular de su padre mientras hojeaba el periódico. Bodas y entierros compartían el espacio. A la izquierda, las fotografías de la inhumación de Marit Olsen, que mostraban el semblante grave y compungido del primer ministro, el traje negro de los compañeros de partido y al marido, Rasmus Olsen, detrás de un par de gafas oscuras y enormes poco favorecedoras. A la derecha anunciaban que Lene, la hija del armador, haría suyo a su Tony para la primavera, con fotos de los invitados más célebres, todos los cuales volarían a Saint-Tropez para la boda. En la última página decía que ese día el sol se pondría en Oslo exactamente a las 16.58. Harry miró el reloj y comprobó que eso era lo que estaba haciendo el sol en aquel preciso momento, detrás de unas nubes muy bajas que no daban ni lluvia ni nieve. Contempló las luces que se iban encendiendo en todos los hogares en ambas riberas del río, alrededor de lo que un día fue un volcán. Resultaba en cierto modo una idea liberadora la de que aquel volcán se abriera de buenas a primeras debajo de ellos, los engullera, eliminara cualquier indicio de una ciudad en otro tiempo satisfecha, bien organizada y un tanto melancólica.
Cuarenta y ocho horas. ¿Por qué? No les llevaría más de dos despejar aquella habitación que llamaban despacho.
Harry cerró los ojos y revisó el caso para sus adentros. Escribió un último informe mental en su archivo personal.
Dos mujeres asesinadas del mismo modo, ahogadas con la boca inundada de su propia sangre y con ketamina en la sangre. Una mujer ahorcada en un trampolín con una cuerda salida de una vieja cordelería. Un hombre ahogado en su bañera. Al parecer, todas las víctimas se habían encontrado en la misma cabaña al mismo tiempo. Aún no sabían quiénes eran las demás personas que estuvieron allí, cuál era el móvil de los asesinatos o qué había ocurrido en la cabaña de Håvass aquel día. Lo único que conocían era el resultado, no la causa. Case closed.
—Harry…
No había oído que su padre se había despertado.
Olav Hole parecía encontrarse mejor, aunque quizá se debiera al color de las mejillas y al brillo febril de la mirada. Harry se levantó y acercó la silla a la cama.
—¿Llevas mucho rato aquí?
—Diez minutos —mintió Harry.
—He dormido estupendamente —dijo su padre—. Y he tenido un sueño tan bonito…
—Ya lo veo. Tienes pinta de ir a levantarte de la cama y a marcharte.
Harry le colocó el almohadón, y el padre no se lo impidió a pesar de que ambos sabían que estaba bien como estaba.
—¿Cómo está la casa?
—De primera —dijo Harry—. Se mantendrá en pie una eternidad.
—Bien. Harry, hay una cosa de la que quería hablar contigo.
—Ajá.
—Ya eres un hombre adulto. Y me perderás de un modo natural. Como tiene que ser. No como perdiste a tu madre. Estuvo a punto de volverte loco.
—¿Ah, sí? —dijo Harry, y se pasó la mano por el cuero cabelludo.
—Destrozaste tu habitación. Querías matar a los médicos y a los que la habían contagiado, e incluso a mí. Porque yo había…, bueno, porque no me había dado cuenta antes, supongo. Estabas tan lleno de amor…
—De odio, querrás decir.
—No, de amor. Es la misma moneda. Todo empieza con amor. El odio es solo la otra cara de la moneda. Yo siempre he pensado que la muerte de tu madre fue lo que te empujó a beber. O mejor dicho, lo mucho que la querías.
—El amor es una máquina de matar —murmuró Harry.
—¿Qué?
—Nada, una cosa que me dijeron una vez.
—Yo hacía todo lo que me pedía tu madre. Salvo esto: me preguntó si podía ayudarle cuando llegara el momento.
Harry sintió como si le hubiera inyectado agua helada en el pecho.
—Pero no fui capaz. ¿Y sabes qué, Harry? Me ha perseguido como una pesadilla. No ha pasado un solo día sin que recordara que no pude cumplir ese deseo de la mujer a la que quise por encima de todo en el mundo.
La silla de madera crujió cuando Harry se levantó de pronto. Volvió junto a la ventana. Oyó a su espalda la respiración profunda y temblorosa de su padre. Y luego, se lo dijo:
—Sé que esta es una carga muy pesada para ti, hijo mío. Pero también sé que tú eres como yo, que te atormentará toda la vida si no lo haces. Así que voy a explicarte cómo debes proceder…
—Papá —dijo Harry.
—¿Ves esa cánula?
—¡Papá, déjalo!
Se hizo el silencio a su espalda. Solo se oía el gorgoteo de la respiración. Harry contemplaba la película en blanco y negro de una ciudad oprimida por el rostro plúmbeo y deslizante de las nubes sobre los tejados de las casas.
—Quiero que me entierren en Åndalsnes —dijo el padre.
«Que me entierren». Esas palabras resonaron como un eco de la Pascua que pasó con su padre y con su madre en Lesja, cuando Olav Hole, muy serio, les explicó a Harry y a Søs lo que debían hacer si les sobrevenía un alud, si el corazón se les endurecía como el acero. A su alrededor había llanuras y ondulantes colinas, más o menos como cuando las azafatas, en los vuelos nacionales de Mongolia Interior, explicaban cómo había que utilizar los chalecos salvavidas. Absurdo. Y aun así, les infundía una sensación de seguridad, de que sobrevivirían, con tal de que lo hicieran correctamente. Y allí estaba ahora su padre, diciéndole que no era verdad.
Harry carraspeó un par de veces.
—¿Por qué en Åndalsnes? ¿Por qué no aquí, en la ciudad, donde…?
Guardó silencio. Su padre adivinó el resto: donde yace mi madre.
—Quiero descansar con aquellos que nacieron en el mismo lugar que yo.
—Pero si no los conoces…
—No, claro, ¿a quién conocemos? De todos modos, ellos y yo procedemos del mismo lugar. Al fin y al cabo, quizá sea eso lo único que cuenta. La tribu. Querer ser uno con su tribu.
—¿Seguro?
—Sí, eso es lo que queremos. Con independencia de que seamos o no conscientes de ello, eso es lo que deseamos.
En ese momento entró el enfermero en cuya chapa se leía «Altman», sonrió fugazmente a Harry y se dio unos golpecitos en el reloj.
Harry bajó a pie la escalera y se encontró con dos policías de uniforme que subían. Los saludó instintivamente con un gesto muy profesional. Ellos se lo quedaron mirando en silencio, como si fuera un extraño.
Por lo general, Harry añoraba la soledad y todos los ingredientes positivos que ofrecía: la paz, el silencio, la libertad. Pero ahora, mientras esperaba en la parada del tranvía, se dio cuenta de pronto de que no sabía adónde ir. Ni qué hacer. Solo que la soledad de la casa de Oppsal no era una buena opción en esos momentos.
Marcó el número de Øystein.
Su amigo tenía una carrera de larga distancia hasta Fagernes, pero le propuso una cerveza en Lompa hacia la medianoche, para celebrar que otro día de la vida laboral de Øystein Eikeland hubiera concluido de forma más o menos normal. Harry le recordó el tema de su alcoholismo, a lo que el amigo respondió que hasta un alcohólico necesita una borrachera de vez en cuando.
Harry le deseó un buen servicio y colgó. Miró el reloj. Y otra vez se le vino a la cabeza la pregunta. Cuarenta y ocho horas. ¿Por qué?
Llegó el tranvía, que se detuvo ante él. Las puertas se abrieron ruidosamente. Harry observó el interior caldeado y luminoso del vagón. Luego se dio media vuelta y echó a andar hacia el centro de la ciudad.