25

Territorio

La mujer se tapaba la boca con las dos manos y murmuraba:

—Pero ¿qué has hecho, Elias, hombre de Dios?

—No es seguro que él haya hecho nada, señora —dijo Harry, la sacó del cuarto de baño y la llevó hacia la puerta—. ¿Podría llamar a la policía de Stavanger y pedirles que envíen a un grupo de técnicos criminalistas? Dígales que esto es la escena de un crimen.

—¿La escena de un crimen? —preguntó con los ojos como platos, ensombrecidos a causa de la conmoción.

—Sí, dígaselo así. Si quiere, puede utilizar el 112, el número de emergencias. ¿Puede hacerlo?

—Sí… Sí, claro.

Oyeron cómo la mujer bajaba las escaleras y entraba en su casa.

—Tendremos un cuarto de hora más o menos hasta que lleguen —dijo Harry.

Se quitaron los zapatos, los dejaron en el vestíbulo y entraron en el cuarto de baño en calcetines. Harry miró a su alrededor. El lavabo estaba lleno de largos cabellos rubios y al lado había un tubo vacío.

—Eso parece pasta de dientes —dijo Harry, inclinándose sobre el tubo sin tocarlo.

Kaja se le acercó.

—Pegamento fuerte —aseguró—. Strongest there is.

—Del que hay que evitar que te caiga en los dedos, ¿verdad?

—Actúa superrápido. Si juntas los dedos un poco más de la cuenta, se te quedan pegados. Y o cortas para separarlos o tiras hasta que te arrancas la piel.

Harry miró primero a Kaja, luego al cadáver que había en la bañera.

—Mierda —dijo despacio—. No me lo puedo creer…

El comisario jefe y responsable del grupo de Delitos Violentos Gunnar Hagen había tenido sus dudas. Quizá aquello fuera lo más estúpido que había hecho desde que llegó a la comisaría. Reunir a un grupo para que llevase una investigación contraviniendo las órdenes del ministerio podía traerle algún problema. Poner a Harry Hole al frente de ese grupo era buscarse un problema. Y un problema era lo que acababa de llamar a su puerta y entrar en el despacho. Ahora lo tenía delante bajo la apariencia de Mikael Bellman. Y mientras escuchaba, Hagen se percató de que aquellas marcas extrañas que el jefe de Kripos tenía en la cara brillaban más blancas que de costumbre, como si las iluminara desde dentro una fisión nuclear fría en una central atómica, un objeto susceptible de explotar que, por el momento, estuviera bajo control.

—Estoy perfectamente enterado de que Harry Hole ha estado en Lyseren con dos de sus colegas investigando el asesinato de Marit Olsen. Beate Lønn, de la Científica, nos animó a que realizáramos una batida por las cabañas de la zona, cerca de una antigua cordelería. Uno de sus técnicos ha descubierto que la cuerda con la que ahorcaron a Marit Olsen procede de allí. Hasta ahí, todo bien…

Mikael Bellman se balanceaba sobre los talones. Ni siquiera se había quitado el abrigo. Gunnar Hagen se armó de valor a la espera de la continuación. Que llegó dolorosamente lenta, con un tono de voz que desvelaba casi cierto asombro:

—Pero cuando hablamos con el comisario de Ytre Enebakk, el hombre me dijo que uno de los tres agentes que llevaban a cabo la investigación era el tristemente famoso Harry Hole. Es decir, uno de tus hombres, Hagen.

Hagen no respondió.

—Parto de la base de que comprendes cuáles son las consecuencias de desoír las órdenes del Ministerio de Justicia, Hagen.

Hagen seguía sin responder, pero tampoco rehuía la mirada de Bellman.

—Mira —dijo Bellman, se desabrochó un botón del abrigo y se sentó por fin—. Tú me caes bien, Hagen. Pienso que eres un buen policía, y sé que los buenos policías me serán útiles.

—Te refieres a cuando Kripos se haga con el poder, ¿no?

—Exacto. Me será útil tener a un hombre como tú en un puesto destacado. Tienes formación militar académica, eres consciente de la importancia del pensamiento estratégico, de evitar batallas que no podrás ganar, de saber cuándo la mejor táctica es la retirada…

Hagen asintió despacio.

—Bien —dijo Bellman, y se levantó—. Digamos que el hecho de que Harry Hole se encontrara en Lyseren fue una negligencia, una coincidencia que no tenía nada que ver con Marit Olsen. Y que no es verosímil que vuelva a producirse otra vez. ¿Podemos acordarlo así… Gunnar?

Hagen se sobresaltó inesperadamente al oír su nombre de pila en boca de Bellman, como el eco de un nombre que él mismo hubiese pronunciado un día, el de su predecesor, en un intento de crear una jovialidad para la que no había ninguna base. Pero lo dejó pasar. Porque sabía que aquella era una de esas batallas de las que hablaba Bellman. Y sabía que también estaba perdiendo la guerra. Y que Bellman habría podido ofrecerle peores condiciones de rendición. Mucho peores.

—Hablaré con Harry —dijo, y estrechó la mano que Bellman le tendía.

Fue como estrechar un trozo de mármol: duro, frío e inerte.

Harry tomó un trago y sacó el extremo de la articulación del dedo índice del asa de la finísima taza de la casera.

—Así que tú eres el comisario Harry Hole, del distrito policial de Oslo —dijo el hombre que tenía enfrente, al otro lado de la mesa del salón de la arrendadora. Se había presentado como el comisario Colbjørnsen, con ce, y ahora repetía el cargo de Harry, su nombre y adscripción geográfica, poniendo énfasis en la palabra «Oslo»—. ¿Y qué ha traído a la policía de Oslo a Stavanger, señor Hole?

—Lo de siempre —dijo Harry—. El aire puro, la belleza de las montañas.

—¿No me digas?

—El fiordo. El salto en paracaídas desde el risco de Prekestolen, si nos da tiempo.

—Vaya, ya veo que Oslo nos ha enviado a un cómico. Desde luego, os aseguro que esos son deportes de alto riesgo. ¿Alguna razón para que no se nos haya informado de la visita?

La sonrisa del comisario Colbjørnsen era tan tenue como su bigote. Llevaba uno de esos sombreros pequeños que solo los hombres muy mayores y los aficionados al jazz muy seguros de sí mismos se atreven a usar. Harry recordó que Gene Hackman llevaba un sombrero así en el papel del policía Popeye Doyle en The French Connection. Y supuso que Colbjørnsen tampoco le hacía ascos a una piruleta ni a pararse en el umbral de la puerta al salir con un «Por cierto, una última pregunta».

—Seguro que habrá un fax entre los últimos documentos del montón —dijo Harry mirando al hombre vestido de blanco que acababa de entrar.

El tejido del mono blanco del técnico criminalista crujió cuando el hombre se quitó la capucha blanca y se sentó en una silla. Miró a Colbjørnsen y soltó un taco típico de la zona.

—¿Qué? —dijo Colbjørnsen.

—Tiene razón —dijo el técnico, señalando a Harry sin mirarlo—. Al chico lo han pegado al fondo de la bañera con pegamento fuerte.

—¿Lo han pegado? —dijo Colbjørnsen mirando a su subordinado con una ceja enarcada y la otra en forma de uve—. El chico como objeto directo. ¿No te has apresurado un poco a descartar que lo hiciera el propio Elias Skog?

—¿Y abrió un poquito el grifo para ir ahogándose con la mayor lentitud posible? —preguntó Harry—. ¿Después de haberse tapado la boca con cinta adhesiva, para no poder gritar?

Colbjørnsen dirigió a Harry otra sonrisa, de lo más afilada.

—Ya te diré yo cuándo puedes interrumpir, Oslo.

—Pegado de pies a cabeza —continuó el técnico—. Tiene la cabeza rapada y se la embadurnaron con pegamento. Igual que los hombros y la espalda. Las nalgas. Los brazos. Las piernas. Es decir…

—Es decir —interrumpió Harry—. Que cuando el asesino terminó con el pegoteo, tumbó a Elias y esperó a que el pegamento se endureciera; luego abrió un poco el grifo y abandonó a Elias Skog a una muerte lenta por ahogamiento. Y Elias comenzó su lucha contra el reloj y la muerte. El agua fue subiendo despacio mientras se le agotaban las fuerzas. Hasta que la angustia ante la muerte se apoderó de él por completo y le infundió fuerzas para un último intento desesperado por liberarse. Y lo consiguió. Logró soltar del fondo de la bañera el miembro en el que más fuerza tenía. El pie derecho. Ni más ni menos, se lo arrancó de la piel, que, como veis, sigue pegada a la bañera. La sangre empezó a correr mezclándose con el agua mientras Elias aporreaba con el pie el fondo de la bañera para llamar la atención de la casera, que estaba en el piso de abajo. Y ella oyó los golpes.

Harry señaló a la cocina, donde Kaja trataba de consolar y de calmar a la mujer. Desde allí se oían sus sollozos y lamentos.

—Pero la mujer lo malinterpretó. Pensó que el inquilino se había llevado a casa a una mujer.

Harry miró a Colbjørnsen, que estaba pálido y ya no daba muestras de tener la menor intención de querer interrumpirlo.

—Entretanto, Elias iba perdiendo sangre. Mucha sangre. Porque le faltaba la piel de toda la pantorrilla. Se fue debilitando y agotando. Al final, lo abandonó la voluntad. Se rindió. Puede que, cuando el agua le llegó a la nariz, ya estuviera inconsciente por la hemorragia. —Harry miró a Colbjørnsen—. O puede que no.

Colbjørnsen tragaba saliva y la nuez le subía y le bajaba en la garganta.

Harry miró el fondo de la taza.

—Y ahora creo que la agente Solness y yo debemos dar las gracias por la hospitalidad y volver a Oslo. Por si tienes alguna otra pregunta, aquí te dejo mi número.

Harry escribió el teléfono en el margen de un periódico, arrancó el trozo de papel y lo empujó por la mesa. Luego se levantó trabajosamente.

—Pero… —dijo Colbjørnsen, y se levantó también. Harry le sacaba veinte centímetros—. ¿Para qué buscabais a Elias Skog?

—Para salvarlo —dijo Harry, y se abrochó el abrigo.

—¿Salvarlo? ¿Estaba metido en algo? Espera, Hole, tenemos que ir al fondo de este asunto.

Pero Colbjørnsen ya no usaba el imperativo con la misma autoridad.

—Estoy seguro de que en Stavanger sois perfectamente capaces de resolver esto vosotros solos —dijo Harry, se dirigió a la puerta de la cocina y le indicó a Kaja que ya se iban—. De lo contrario, os recomiendo a Kripos. Si no os queda más remedio, saludad a Mikael Bellman de mi parte.

—Pero ¿salvarlo de qué?

—De lo que no hemos conseguido salvarlo —dijo Harry.

En el taxi camino de Sola, Harry iba mirando por la ventanilla, contemplando la lluvia que martilleaba los campos, de un verde antinatural. Kaja no dijo una palabra. Y él se lo agradeció.