24

Stavanger

—Esto apesta —dijo Kaja.

—A mierda —dijo Harry—. De vaca, concretamente. Bienvenida a Jæren.

La luz de la mañana se filtraba por entre las nubes que avanzaban arrastrándose sobre los campos verdes y húmedos. Detrás de las cercas, las vacas miraban mudas el taxi al pasar. Iban del aeropuerto de Sola al centro de Stavanger.

Harry se asomó desde atrás por entre los asientos delanteros.

—¿Podrías ir un poco más rápido? —dijo enseñando la placa.

El taxista sonrió satisfecho, pisó el acelerador y salieron a la autovía a toda velocidad.

—¿Te preocupa que ya sea tarde? —preguntó Kaja cuando Harry se echó hacia atrás otra vez.

—No responde al teléfono, no ha ido al trabajo —dijo Harry, que no tuvo que terminar el razonamiento.

Después de hablar con Katrine Bratt la noche anterior, Harry repasó sus notas. Tenía los nombres, los números de teléfono y las direcciones de las dos personas aún vivas que, supuestamente, habían pasado aquella noche de noviembre en una cabaña con las tres víctimas asesinadas. Miró el reloj, calculó que en Sidney sería primera hora de la mañana y marcó el número de Iska Peller. La mujer respondió enseguida y se mostró sorprendida cuando Harry sacó a relucir la cabaña Håvass. Ella no le contó gran cosa sobre su estancia en la cabaña turística, puesto que se pasó todo el tiempo con mucha fiebre encerrada en una habitación. Quizá porque estuvo caminando sudorosa demasiado tiempo, con la ropa húmeda; o porque era un esfuerzo ingente para una esquiadora inexperta ir esquiando de una cabaña a otra. O solo porque la gripe ataca indiscriminadamente. En cualquier caso, ella se arrastró a duras penas hasta la cabaña Håvass, donde la persona que esquiaba con ella, Charlotte Lolles, le mandó que se metiera en la cama en el acto. Allí cayó en un duermevela lleno de sueños, mientras el cuerpo le dolía, sudaba y tiritaba de frío alternativamente. No se enteró de nada de lo que ocurrió en la cabaña entre los demás ocupantes, quienesquiera que fueran, puesto que ella y Charlotte fueron las primeras en llegar. El día siguiente lo pasó en cama hasta que los demás se fueron, y a Charlotte y a ella fue a recogerlas con una motonieve un policía local al que aquella había conseguido localizar. El policía las llevó a su casa, donde les ofreció que pasaran la noche, porque, según dijo, sabía que el hotel estaba lleno. Ellas aceptaron, pero a medida que avanzaba la tarde, se arrepintieron, cogieron uno de los últimos trenes a Geilo y pasaron la noche allí en un hotel. Charlotte no le contó a Iska nada de particular sobre la noche en la cabaña. Al parecer, fue una noche sin incidentes.

Cinco días después del viaje a la cabaña, la señorita Peller viajó de Oslo a Sidney, aún con algún resto de fiebre; y, desde que llegó a casa, mantuvo contacto regularmente con Charlotte Lolles por correo electrónico, pero no notó nada fuera de lo normal. Hasta que recibió la espantosa noticia de que a su amiga la habían encontrado muerta detrás de un coche viejo en el lindero del bosque junto a Dausjø, cerca de Oslo.

Harry le explicó con cuidado, pero sin andar como un gato merodeando alrededor de un plato ardiendo, que la cosa era preocupante para las personas que estuvieron aquella noche en la cabaña y que, después de colgar, llamaría a Neil McCormack, el jefe de Delitos Violentos del distrito policial de Sydney South, para quien él había trabajado con anterioridad. Y que McCormack le tomaría una declaración detallada y, a pesar de que Australia estaba muy lejos, le procuraría protección policial hasta nueva orden. Iska Peller pareció tomárselo con serenidad.

Luego, Harry marcó el otro número que tenía, el de Stavanger. Lo había intentado cuatro veces, pero no respondía nadie. Naturalmente, sabía que eso no tenía por qué significar nada. No todo el mundo se iba a dormir con el móvil al lado. Pero, al parecer, Kaja Solness sí. Respondió al segundo tono, y cuando Harry le dijo que salía para Stavanger en el primer vuelo, y que debía verse con él en el tren del aeropuerto a las seis y cinco, ella le dijo sí.

Llegaron al aeropuerto de Oslo a las seis y media, y Harry volvió a marcar el número, sin éxito. Una hora más tarde aterrizaban en el aeropuerto de Sola, y Harry volvió a llamar, con el mismo resultado. Cuando iban de la terminal hacia la cola de los taxis, Kaja localizó al jefe de la persona a la que buscaban, que le contó que esta no había acudido al trabajo. Ella se lo dijo a Harry, este le puso la mano en la espalda y la empujó resuelto, se saltaron la cola de taxis y entraron en uno, entre airadas protestas a las que él respondió con un «Gracias, que tengáis un buen día».

Eran exactamente las 08.16 cuando llegaron a la dirección, una casa blanca de madera en Våland. Harry le cedió a Kaja el tema del pago, salió y dejó la puerta abierta. Examinó la fachada, que no le reveló nada en absoluto. Respiró el aire húmedo y fresco y, al mismo tiempo, templado de Vestlandet. Se armó de valor. Porque ya lo sabía. Claro que podía estar equivocado, pero lo sabía con la misma certeza con que sabía que Kaja iba a decir «Gracias» cuando el taxista le diera el recibo.

—Gracias.

Y la puerta del taxi se cerró.

Había tres timbres en la puerta y su nombre estaba en el del centro.

Harry llamó y oyó el zumbido en algún punto del interior del edificio.

Un minuto y tres intentos después, pulsó el timbre de abajo.

La anciana que abrió los miró sonriendo.

Harry se dio cuenta de que Kaja había comprendido en el acto quién debía tomar la palabra.

—Hola, soy Kaja Solness, somos de la policía. No responden en el piso de arriba, ¿sabe si hay alguien en casa?

—Supongo que sí, aunque no he oído ruido en toda la mañana —dijo la mujer. Y, al ver que Harry enarcaba las cejas, añadió enseguida—: Es que aquí se oye todo, y esta noche ha venido gente. Como soy la arrendadora del apartamento, tengo que estar pendiente.

—¿Está pendiente? —preguntó Harry.

—Sí, pero meterme no me meto… —La mujer se había sonrojado muchísimo—. No será ningún problema, ¿verdad? Quiero decir, yo nunca he tenido ningún problema con…

—No lo sabemos —dijo Harry.

—Bueno, lo mejor sería ir a mirar —dijo Kaja—. Así que si tiene la llave… —Harry sabía que Kaja estaba dándole vueltas a varias alternativas, y esperaba con expectación a oír cuál elegiría—… le ayudaremos encantados a comprobar que todo está en orden.

Kaja Solness era una chica lista. Si la arrendadora aceptaba su propuesta, podrían decir en el informe que ella los había invitado, que de ninguna manera la habían obligado a que les diera acceso ni habían llevado a cabo un registro sin permiso.

La mujer dudaba.

—Pero, naturalmente, también puede abrir usted misma cuando nos hayamos ido —sonrió Kaja—. Y luego llamar a la policía. O a la ambulancia. O…

—Yo creo que será mejor que vengan conmigo —dijo la mujer con una expresión muy preocupada—. Esperen, voy a buscar las llaves.

El apartamento en el que entraron un minuto después estaba limpio, ordenado y apenas tenía muebles. Harry notó enseguida ese silencio tan presente, casi opresivo de los apartamentos que están vacíos por la mañana, cuando el estrés de la vida cotidiana solo nos llega como un rumor imperceptible desde fuera. Pero también percibió un olor que reconoció bien. Pegamento. Vio un par de zapatos, pero ningún abrigo.

En la pequeña cocina había una taza de té grande sobre la encimera, y en el estante de encima, latas que proclamaban que contenían clases de té desconocidas para Harry: Oolong, Anji Bai Cha. Continuaron hacia el interior del apartamento. En la pared del salón había una foto de lo que Harry creyó reconocer como esa trampa mortal que es el K2, la montaña del Himalaya.

—¿Echas un vistazo ahí? —dijo Harry.

Señaló la puerta que tenía un corazón y se dirigió a lo que creía que sería la puerta del dormitorio. Respiró hondo, bajó el picaporte y abrió.

La cama estaba hecha. La habitación, ordenada. Había una ventana entreabierta, nada de olor a pegamento, aire limpio como el aliento de un niño. Harry oyó que la casera se colocaba junto a la puerta, a su espalda.

—Qué raro —dijo la mujer—. Yo sé que los oí anoche. Y solo se fue uno.

—¿Los oyó? —dijo Harry—. ¿Seguro que eran varios?

—Sí. Oí las voces.

—¿Cuántos eran?

—Creo que tres.

Harry miró en el armario.

—¿Hombres? ¿Mujeres?

—Bueno, por suerte no se oye tan bien a través de estas paredes.

—¿Por qué cree que eran tres?

—Después de que se fuera el primero, oí ruidos aquí arriba.

—¿Qué clase de ruidos?

A la casera se le subieron los colores.

—Golpes. Como si…, bueno, ya sabe.

—Ya. Pero ¿nada de voces?

La casera sopesó la pregunta.

—No, ninguna voz.

Harry salió de la habitación. Y vio sorprendido que Kaja seguía en el vestíbulo, delante de la puerta del cuarto de baño. Había algo extraño en su postura, como si estuviera resistiendo el empuje de un fuerte viento.

—¿Qué tal?

—Bien —dijo Kaja rápido y con ligereza. Demasiada ligereza.

Harry se acercó a ella y se colocó a su lado.

—¿Qué pasa? —le preguntó Harry en voz baja.

—Es que… Es que las puertas cerradas me cuestan un poco.

—Vale —dijo Harry.

—Es… En fin, que me cuestan.

Harry asintió. Y entonces oyó el ruido. El sonido de las horas contadas, de la línea que termina, de los segundos que desaparecen, un tamborileo rápido y agitado de agua que ni corre ni gotea del todo. Un grifo al otro lado de la puerta. Y sabía que no se equivocaba.

—Espera aquí —dijo.

Luego abrió la puerta.

Lo primero que notó fue que el olor a pegamento era aún más fuerte allí dentro.

Lo segundo, que en el suelo había una cazadora, unos vaqueros, unos calzoncillos, una camiseta, dos calcetines negros, un gorro y un jersey fino de lana.

Lo tercero, que el agua goteaba en un hilillo casi ininterrumpido y recto del grifo a la bañera, que estaba llena y estaba rebosando.

Lo cuarto, que el agua estaba roja, a juzgar por las apariencias, de sangre.

Lo quinto, que la persona pálida y desnuda que había en el fondo de la bañera tenía la boca tapada con cinta adhesiva y la mirada desviada hacia un lado. Como si tratara de vislumbrar algo en un punto ciego, algo que no había visto venir.

Lo sexto, que no veía ningún indicio de violencia, ninguna lesión externa que explicara toda aquella sangre.

Harry carraspeó un poco y se preguntó cuál sería el modo más suave de pedirle a la casera que se acercara para identificar a su huésped.

Pero no hizo falta, porque ya estaba en el umbral.

—¡Dios mío de mi vida! —exclamó la mujer. Y luego, poniendo énfasis en cada sílaba—: ¡Dios-mío-de-mi-vi-da! —Y al final, con tono lloroso y más énfasis—: ¡Dios mío, Dios mío de mi vida…!

—¿Es…? —comenzó Harry.

—Sí —respondió la mujer al borde del llanto—. Es él. Es Elias. Elias Skog.