23

Pasajero

Estaba sola en el autobús. Stine apoyaba la frente en la ventanilla para no verse reflejada. Contemplaba la estación de autobuses desierta en la negrura nocturna. Tenía la esperanza de que viniera alguien. Tenía la esperanza de que nadie viniera.

Él se había pasado el rato sentado junto a una ventana del Krabbe, con una cerveza, mirándola sin moverse. Gorro, pelo rubio y esos salvajes ojos azules. Reía con los ojos, lo atravesaba todo, suplicaba, gritaba su nombre. Al final, ella le dijo a Mathilde que quería irse a casa. Pero Mathilde, que acababa de empezar a hablar con un magnate americano del petróleo, quería quedarse un poco más. Así que Stine cogió el abrigo, salió del Krabbe y echó a correr hacia la terminal y se sentó en el autobús que iba a Våland.

Observó las cifras rojas del reloj digital que había encima del conductor. Tenía ganas de que se cerraran ya las puertas y de que el autobús se pusiera en marcha. Faltaba un minuto.

No levantó la vista, ni cuando oyó el correr de pasos, la voz sin resuello que le pedía un billete al conductor; ni cuando él se sentó a su lado.

—Oye, Stine —le dijo—. Yo creo que me estás evitando.

—Ah, hola, Elias —dijo sin apartar la vista del asfalto mojado.

¿Por qué se habría sentado tan al fondo, tan lejos del conductor?

—La verdad, no deberías andar sola por la noche.

—¿Ah, no? —dijo ella bajito, con la esperanza de que llegara alguien, cualquiera.

—¿No lees los periódicos? Las dos chicas de Oslo. Y ahora, la diputada esa, ¿cómo se llamaba?

—No lo sé —respondió Stine con el corazón desbocado.

—Marit Olsen —dijo Elias—. Del Partido de los Trabajadores. Las otras dos se llamaban Borgny y Charlotte. ¿Seguro que no te suenan los nombres, Stine?

—Yo no leo los periódicos —dijo Stine.

Tenía que venir alguien ya.

—Unas chicas estupendas, las tres —dijo él.

—Ya, claro, como que tú las conocías, ¿no?

Stine se arrepintió enseguida del tono sarcástico. Era el miedo.

—Bueno, no muy bien, claro —dijo Elias—. Pero me gustó la primera impresión. Yo soy, como ya habrás comprendido, una persona que concede una gran importancia a la primera impresión.

Stine clavó la mirada en la mano que él le había puesto cuidadosamente en la rodilla.

—Oye… —dijo Stine.

Y a pesar de ser una palabra tan corta, resonó en ella la súplica.

—¿Sí, Stine?

Stine levantó la vista y lo miró. Tenía en la cara la franqueza de un niño, con una expectación sincera en la mirada. Ella sentía deseos de gritar, de salir corriendo, cuando oyó pasos y una voz desconocida que hablaba con el conductor. Un pasajero. Un hombre mayor. Se fue hacia la parte trasera. Stine trataba de captar su atención, pero el ala del sombrero le tapaba los ojos, y el hombre estaba concentrado en guardar el cambio y el billete en la cartera. Respiró aliviada al comprobar que se sentaba exactamente detrás de ellos.

—Es incomprensible que la policía no haya descubierto la conexión que existe entre las tres —dijo Elias—. No debería ser tan difícil. Tienen que haber averiguado que a todas las chicas les gustaba caminar por la montaña. Que se alojaron en la cabaña Håvass la misma noche. Tú qué crees, ¿debería ir a contárselo?

—Puede —musitó Stine.

Si era lo bastante rápida, quizá podría pasar por delante de Elias y bajarse del autobús. Pero no había terminado de pensarlo cuando el autobús emitió un sonido hidráulico, las puertas se cerraron, y empezaron a moverse otra vez. Stine cerró los ojos.

—Ya, lo que pasa es que no tengo ganas de verme involucrado. Espero que lo comprendas, Stine.

Ella asintió despacio, aún con los ojos cerrados.

—Vale. Entonces te hablaré de otra persona que también estuvo allí esa noche. Y tú sabes perfectamente quién es.