Blancanieves
Eran las ocho menos dos minutos cuando Mikael Bellman caminaba por la calle Karl Johan, una de las calles emblemáticas más pequeñas del mundo. Se encontraba en medio del reino de Noruega, en el centro mismo de la rueda. A la izquierda se encontraban la universidad y el conocimiento; a la derecha, el Teatro Nacional y la cultura. A su espalda, en el Slottsparken, se alzaba el Palacio Real. Y justo enfrente, el poder. Trescientos pasos después, a las ocho en punto, subía la escalinata de la entrada principal del Parlamento. Como la mayoría de los edificios de Oslo, este tampoco era ni excesivamente grande ni imponente. Y escasamente protegido. La única seguridad que se veía eran dos leones tallados en granito de Grorud, que descansaban a ambos lados de la subida que conducía a la entrada.
Bellman llegó a la puerta, que se abrió silenciosamente antes de que él la hubiera empujado. Entró en la recepción, se detuvo y miró a su alrededor. Apareció un guarda de seguridad que, amable pero firme, le indicó un aparato de rayos X de la marca Gilardoni. Diez segundos después, el aparato revelaba que Mikael Bellman no iba armado y que llevaba metal en el cinturón, pero que eso era todo.
Rasmus Olsen lo estaba esperando apoyado en el mostrador de recepción. El escuálido viudo de Marit Olsen le estrechó la mano y se adelantó mientras activaba la voz de guía de visitas como si funcionara con el piloto automático.
—El Parlamento, trescientos ochenta empleados, ciento sesenta y nueve representantes. Construido en 1866, según los planos de Emil Victor Langlet. Sueco, por cierto. Este vestíbulo se llama Trappehallen. El mosaico de piedra se llama Comunidad, y es de Else Hagen, 1950. El retrato real es obra de…
Subieron hasta el siguiente vestíbulo, el Vandrehallen, que Mikael reconoció de la televisión. Algunas caras, ninguna conocida, pasaron de largo. Rasmus le explicó que acababan de celebrar una reunión de comité, pero Bellman no lo escuchaba. Pensaba en que aquellos eran los pasillos del poder. Estaba decepcionado. Cierto era que estaban decorados en rojo y oro, pero ¿dónde estaban la grandeza, la oficialidad, lo que debía infundir veneración por aquellos que tomaban las decisiones? Aquel dichoso autocontrol sin exigencias era como un defecto del que aquella democracia insignificante y, hasta no hacía mucho, pobre del norte de Europa no pudiera deshacerse. Aun así, él había vuelto. Si no había logrado llegar a la cumbre donde lo intentó primero, entre los lobos de Europol, al menos triunfaría allí, compitiendo con enanos y con gente sin talento.
—Esta sala gigantesca era el despacho de Terboven durante la guerra. Hoy nadie tiene un despacho tan grande.
—¿Cómo iba el matrimonio?
—¿Perdona?
—Entre tú y Marit. ¿Discutíais?
—Pues… no. —Rasmus Olsen parecía molesto y empezó a caminar más rápido. Como para alejarse del policía o, al menos, para que no los oyeran los demás. Y no respiró, aunque temblaba, hasta que no estuvieron tras la puerta cerrada de su despacho en la secretaría de grupos—. Naturalmente, teníamos nuestros altibajos. ¿Estás casado, Bellman?
Mikael Bellman asintió.
—Entonces sabrás a qué me refiero.
—¿Te era infiel?
—No. Eso creo que puedo descartarlo tajantemente.
¿Por lo gorda que era?, habría querido preguntar Bellman, pero no lo hizo, ya había conseguido lo que pretendía. La duda, el temblor en los ojos, la contracción casi imperceptible de la pupila.
—¿Y tú, Olsen? ¿Has sido infiel?
La misma reacción. Más cierto enrojecimiento de la frente, bajo las arrugas. Le dio una respuesta corta y seca:
—Pues no, desde luego que no.
Bellman ladeó la cabeza. No sospechaba de Rasmus Olsen. Entonces ¿por qué torturar al pobre hombre con ese tipo de preguntas? La respuesta era tan sencilla como frustrante: porque no tenía a nadie más a quien interrogar, ninguna otra pista que seguir. Sencillamente, estaba pagando su frustración con aquel desgraciado.
—¿Y tú?
—¿Yo? —dijo Bellman, y ahogó un bostezo.
—¿Eres infiel?
—Mi mujer es demasiado guapa —respondió sonriendo—. Además, tenemos dos hijos. Tú y tu mujer no teníais ninguno, y eso invita a algo más de… diversión. Una de mis fuentes me ha informado de que tú y tu mujer tuvisteis problemas hace algún tiempo.
—La vecina, supongo. Sí, Marit hablaba bastante con ella. Tuvimos un drama de celos, una cosa sin importancia, hace unos meses. Durante un curso para delegados recluté a una joven para el partido. Así fue como conocí a Marit, así que…
Rasmus Olsen estalló de pronto y Bellman vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—No hubo nada con esa chica. Pero Marit se fue unos días a la montaña para reflexionar. Luego, todo volvió a la normalidad.
A Bellman le sonó el teléfono. Lo sacó, vio el nombre de la pantalla y respondió con un sucinto «Sí». Y, mientras escuchaba, notó cómo se le aceleraba el pulso y lo invadía la ira.
—¿Cuerda? —repitió—. ¿Lyseren? Eso es… ¿Ytre Enebakk? Gracias.
Se guardó el teléfono en el bolsillo del abrigo.
—Tengo que irme, Olsen. Gracias por dedicarme tu tiempo.
Antes de salir, Bellman se paró un momento a contemplar la oficina de Terboven, el comisario del Reich alemán. Luego salió a toda prisa.
Era la una de la madrugada y Harry estaba en el salón escuchando a Martha Wainwright, que cantaba «Far away», «… whatever remains is yet to be found».
Estaba agotado. Encima de la mesa tenía el teléfono, el mechero y el papel de aluminio con la bola marrón. No la había tocado. Pero tenía que poder dormir, encontrar un ritmo, concederse un descanso. Tenía en la mano la fotografía de Rakel. El vestido azul. Cerró los ojos. Notaba su olor. Oía su voz. «¡Mira!» Rakel le apretó la mano fugazmente. Los rodeaban unas aguas negras y profundas, y Rakel flotaba, blanca, silenciosa, ingrávida sobre la superficie. El viento levantaba el velo de novia dejando al descubierto las plumas blanquísimas que había debajo. El cuello largo y delgado dibujaba una interrogación: ¿dónde? Ella salió de las aguas, un esqueleto negro de hierro, con ruedas que chirriaban quejumbrosas. Luego entró en la casa y se esfumó. Hasta que apareció otra vez en la segunda planta. Llevaba una cuerda al cuello y a su lado iba un hombre vestido con traje negro y una flor blanca en el ojal. Delante de ellos, de espaldas a Harry, había un pastor con la casulla blanca. Leía despacio. Entonces se dio la vuelta. Tenía la cara y las manos blancas. Por la nieve.
Harry se despertó sobresaltado.
Parpadeó en la oscuridad. Sonidos. Pero no de Martha Wainwright. Harry se dio la vuelta y cogió el teléfono que zumbaba y brillaba encima de la mesa.
—Sí —dijo con la voz pastosa como unas gachas de avena.
—Ya lo tengo.
Harry se incorporó.
—¿Que tienes el qué?
—La conexión. Y no son tres víctimas. Son cuatro.