Øystein
Le habían cortado la luz. Harry se quedó plantado en la oscuridad del recibidor y encendió y apagó varias veces. Hizo lo mismo en el salón.
Luego se sentó en el sillón de orejas y se quedó mirando fijamente las tinieblas.
Llevaba así un rato cuando sonó el móvil.
—Hole.
—Felix Røst.
—¿Ah, sí? —dijo Harry, pues la voz parecía pertenecer más bien a una mujer muy menuda.
—Frida Larsen, su hermana. Me ha pedido que llame para deciros que las piedras que habéis encontrado son un basalto de lava máfica. ¿Vale?
—Espera. ¿Qué significa eso? ¿Qué es máfico?
—Que es lava caliente, a más de mil grados, con baja viscosidad, lo que la hace muy fluida y facilita que se extienda muy lejos en caso de erupción.
—¿Puede proceder de Oslo?
—No.
—¿Por qué no? Oslo descansa sobre un mar de lava.
—Sí, lava antigua. Esta lava es reciente.
—¿Cómo de reciente?
Harry oyó que tapaba el auricular con la mano y hablaba con alguien. O le hablaba a alguien, porque no oyó ninguna otra voz. En todo caso, debieron de responderle, porque volvió enseguida:
—Dice que entre cinco y cincuenta años. Pero que si piensas averiguar de qué volcán procede, tienes una ardua tarea por delante. Existen más de mil quinientos volcanes activos en el mundo. Solo entre los que conocemos. Si tenéis alguna otra pregunta, podéis poneros en contacto con Felix por correo electrónico. Tu ayudante tiene la dirección.
—Pero…
La mujer ya había colgado.
Sopesó la posibilidad de volver a llamar, pero cambió de idea y marcó otro número.
—Oslo Taxi.
—Hola, Øystein, soy Harry H.
—Estás de broma, Harry H. está muerto.
—No del todo.
—Vale, entonces el muerto soy yo.
—¿Te apetece llevarme de la calle Sofie a la casa de mi infancia?
—No, pero lo haré de todos modos. Espera a que termine esta carrera. —Øystein se echó a reír y sufrió un golpe de tos—. ¡Harry H.! Esa sí que es buena… Te llamo cuando llegue.
Harry colgó, fue al dormitorio, hizo una maleta a la luz de la farola, cogió unos cedés del salón a la luz de la pantalla del móvil. El cartón de tabaco, las esposas, el arma reglamentaria.
Se sentó en el sillón de orejas y aprovechó la oscuridad para practicar con el revólver. Puso en marcha el cronómetro del reloj, sacó el tambor del Smith & Wesson, lo vació y lo cargó. Cuatro cartuchos fuera y cuatro dentro, sin el cargador rápido, solo con la habilidad de sus dedos. Giró el cilindro otra vez, de modo que el primer proyectil quedara el primero. Stop. Nueve sesenta y seis. Casi tres segundos por encima de su récord personal. Abrió el cilindro. Había fallado. La primera recámara lista para el disparo era una de las dos que estaban vacías. Estaba muerto. Repitió el ejercicio. Nueve cincuenta. Y muerto, una vez más. Veinte minutos después, cuando llamó Øystein, había bajado a ocho segundos y había muerto seis veces.
—Voy —dijo Harry.
Fue a la cocina. Miró la puerta del mueble de debajo del fregadero. Vaciló un instante. Luego, cogió las fotografías de Rakel y Oleg y se las guardó en el bolsillo.
—¿Hong Kong? —preguntó Øystein Eikeland burlón. Harry iba en el asiento del copiloto y Øystein volvió hacia él la cara hinchada por el alcohol, con aquella nariz brutalmente prominente y aquel bigote lacio tan horrendo—. ¿Qué coño se te había perdido allí?
—Ya me conoces —dijo Harry, mientras Øystein se detenía ante el semáforo en rojo, delante del hotel Radisson SAS.
—Yo qué coño te voy a conocer —dijo Øystein, y esparció el tabaco de liar en el papel—. ¿Cómo podría conocerte?
—Bueno, nos criamos juntos. ¿Te acuerdas?
—¿Y qué? Tú eras un puto misterio ya en aquel entonces, Harry.
La puerta trasera se abrió de golpe y un hombre con abrigo se sentó detrás.
—Al tren del aeropuerto. Al Byporten. Rápido.
—Ocupado —dijo Øystein sin volverse.
—Para nada, el letrero del techo está encendido.
—Hong Kong suena muy bestia. ¿Por qué has vuelto?
—Perdona —dijo el hombre del asiento trasero.
Øystein se puso el cigarro entre los labios y lo encendió.
—Tresko me llamó y me invitó a una fiesta que da para sus amigos esta noche.
—Tresko no tiene amigos —dijo Harry.
—Pues eso. Así que le pregunté: ¿Y qué amigos son esos? Tú, me dijo, y me preguntó: ¿Y los tuyos, Øystein? Tú, dije yo. Así que éramos los dos. Sencillamente, nos habíamos olvidado de ti, Harry. Es lo que pasa cuando uno se va de viaje a… —Arrugó la boca como formando un embudo y pronunció marcando las sílabas—: Hong Kong.
—¡Oye! —se oyó la voz en el asiento trasero—. Si habéis terminado, podríamos…
El semáforo cambió a verde y Øystein pisó el acelerador.
—Entonces ¿vienes? Es en casa de Tresko.
—Es que allí apesta asquerosamente a pies, Øystein.
—Tiene el frigorífico lleno.
—Sorry, no estoy de humor para fiestas.
—¿De humor para fiestas? —resopló Øystein, y dio una palmada en el volante—. Tú no sabes lo que es estar de humor para fiestas, Harry. Si nunca venías a las fiestas, ¿no te acuerdas? Habíamos comprado cerveza, íbamos a no sé qué dirección elegante de Nordstrand, con un montón de chicas. Y tú propusiste que Tresko, tú y yo nos fuéramos a beber solos a los búnkeres.
—¡Eh, que por aquí no se va al tren del aeropuerto! —se oyó protestar desde el asiento trasero.
Øystein frenó bruscamente ante otro semáforo en rojo, se apartó la melena a un lado y se volvió hacia el asiento trasero.
—Y allí acabamos, borrachos como cubas, y este empezó a cantar «No surrender», hasta que Tresko empezó a tirarle botellas vacías.
—Lo digo de verdad —se lamentó el hombre, dando con el índice en el cristal de un reloj TAG Heuer—. Tengo que coger el último vuelo a Estocolmo.
—Estaban bien los búnkeres —dijo Harry—. Las mejores vistas de la ciudad.
—Pues claro —dijo Øystein—. Si los aliados lo hubieran intentado, los alemanes los habrían destrozado a tiros.
—Exacto —sonrió Harry burlón.
—Es que, verás, este, Tresko y yo habíamos hecho una promesa —dijo Øystein, pero el hombre del traje estaba desesperado tratando de localizar un taxi libre en pleno aguacero—. Que si venían los putos aliados, les arrancaríamos la carne de los huesos a tiros. Así.
Øystein apuntó al hombre del traje con una metralleta imaginaria y disparó. El hombre del traje miraba aterrado a aquel taxista loco que hacía el ruido de los disparos y le salpicaba el pantalón oscuro recién planchado de pequeñísimas gotas blancas de espumosa saliva. El hombre logró por fin abrir la puerta jadeando y salió a trompicones bajo la lluvia.
Øystein soltó una carcajada brutal y muy sentida.
—Tenías nostalgia —dijo Øystein—. Querías bailar otra vez con Killer Queen en el restaurante Ekeberg.
Harry se rió y negó con la cabeza. En el espejo lateral vio que el hombre corría desorientado en dirección al Teatro Nacional.
—Es mi padre. Está enfermo. No le queda mucho.
—Joder. —Øystein pisó otra vez el acelerador—. Un buen hombre, también.
—Gracias. Pensé que querrías saberlo.
—Claro, coño. Se lo contaré a mis viejos.
—Pues ya estamos aquí —dijo Øystein cuando aparcaron delante del garaje de la casita amarilla de Oppsal.
—Sí —dijo Harry.
Øystein inhalaba con tal ansia que parecía que se le iba a incendiar el cigarro, mantenía el humo en los pulmones y lo soltaba otra vez con un borboteo largo y ronco. Luego ladeaba un poco la cabeza y sacudía la ceniza en el cenicero. Harry sintió en el pecho una punzada dulce. ¿Cuántas veces no había visto a Øystein así, reclinándose como si el cigarrillo pesara tanto que pudiera hacerle perder el equilibrio? Con la cabeza ladeada. La ceniza en el suelo en el rincón de fumadores del colegio, dentro de una botella de cerveza vacía durante una fiesta en la que se habían colado sin invitación, en el suelo frío y rugoso de cemento del búnker.
—Joder, la vida no es justa —dijo Øystein—. Tu padre no bebía, salía a caminar los domingos y era profesor. El mío, en cambio, bebía, trabajaba en la fábrica de Kadok, donde todos terminaban padeciendo asma y erupciones raras y no se movía un milímetro una vez que llegaba a casa y se tumbaba en el sofá. Y el tío está más sano que una pera.
Harry recordaba la fábrica de Kadok. Kodak al revés. El propietario, natural de Sunnmøre, había leído que Eastman había llamado Kodak a su fábrica de cámaras fotográficas, porque era un nombre fácil de recordar y de pronunciar en todo el mundo. Pero Kadok llevaba ya muchos años cerrada y olvidada.
—Todo pasa —dijo Harry.
Øystein asintió como si le hubiera leído el pensamiento.
—Llámame si necesitas algo, Harry.
—Sí.
Harry esperó fuera hasta que oyó el crujir de los neumáticos alejándose por la grava, luego abrió y entró en la casa. Encendió la luz y se paró en seco mientras la puerta se cerraba a su espalda. El olor, el silencio, la luz que daba en el ropero, todo le decía algo, era como sumergirse en una piscina de recuerdos. Lo envolvían, lo caldeaban por dentro, le provocaban un nudo en la garganta. Se quitó el abrigo y los zapatos. Luego, empezó a recorrer la casa. Habitación tras habitación. Año tras año. Pasando de su madre y su padre a Søs y, finalmente, a sí mismo. La habitación de su infancia. El póster de The Clash, en el que están a punto de estrellar la guitarra contra el suelo. Se tumbó en la cama y aspiró el aroma del colchón. Y empezó a llorar.