La novia blanca
A pesar de la escasa velocidad, el Volvo Amazon de Bjørn Holm iba carraspeando y bamboleándose por la estrecha carretera que serpenteaba por entre los campos y plantaciones de Østfold.
Harry dormía en el asiento trasero.
—O sea, ningún delincuente sexual en la zona de Lyseren —dijo Bjørn.
—Ninguno al que hayan cogido —lo corrigió Kaja—. ¿No has visto los datos de la encuesta del diario VG? Uno de cada veinte dice que ha cometido actos que pueden considerarse como abusos.
—Pero ¿la gente dice la verdad cuando le preguntan esas cosas? Si yo hubiera forzado a una mujer, creo que mi cabeza inhibiría el recuerdo después.
—¿Y lo has hecho alguna vez?
—¿Yo? —Bjørn salió del carril y pisó a fondo para adelantar a un tractor—. Pues no. Yo soy uno de los otros diecinueve. Ytre Enebakk. Coño, ¿cómo se llamaba aquel personaje de la tele que era de aquí? ¿Ese que era el tonto del pueblo, que llevaba las gafas rotas y que iba en moto? No-sé-quién el de Ytre Enebakk. Una parodia tremenda.
Kaja se encogió de hombros. Bjørn miró por el retrovisor y se encontró con la boca abierta de Harry.
Tal y como habían acordado, el comisario provincial de Ytre Enebakk estaba esperándolos junto a la planta depuradora de aguas residuales del canal Vøyentangen. Aparcaron, el hombre se presentó como Skai —un nombre que gustó especialmente a Bjørn Holm— y lo siguieron hasta un embarcadero flotante donde una docena de barcos se mecían en las aguas tranquilas.
—Es pronto para sacar los barcos —dijo Kaja.
—Este año no se han helado las aguas, y ya no se helarán —dijo el comisario provincial—. La primera vez en toda mi vida.
Subieron a un bote plano y ancho, Bjørn con más recelo que los otros.
—Aquí haces pie —dijo Kaja, mientras el comisario provincial sacaba el bote del embarcadero.
—Yes —dijo, miró al agua y puso en marcha el motor tirando resuelto de la cuerda—. Pero la cordelería está al otro lado, en la parte profunda. Hay un camino que lleva casi hasta el sitio, pero la pendiente es tan pronunciada que el barco es la única forma de llegar.
Empujó hacia delante el timón que había al lado del motor. Un pájaro de una clase indefinida levantó el vuelo de un árbol del bosque de coníferas y lanzó un grito de aviso.
—Odio el mar —le dijo Bjørn a Harry, que apenas oyó a su colega con el traqueteo del motor fueraborda de dos tiempos.
A la luz grisácea de la tarde se deslizaron por un canal entre juncos de dos metros de altura. Pasaron un montón de ramas secas que Harry supuso que sería una guarida de castores y siguieron por un pasaje de árboles que parecía un manglar.
—Esto es un lago —dijo Harry—. No el mar.
—La misma mierda —dijo Bjørn, y se colocó más en el centro del bote—. A mí dame tierra, estiércol y roca firme.
El canal se abrió y allí estaba: el Lyseren. Siguieron adelante por entre islas e islotes con cabañas vacías en invierno cuyas ventanas negras parecían mirarlos con cautela.
—Las cabañas de Gerhardsen —dijo el comisario provincial—. Aquí se evita uno el estrés de la costa dorada, donde hay que competir con el vecino por ver quién tiene el barco más grande o el anexo de la cabaña más espectacular —añadió, escupiendo en el agua.
—¿Cómo se llamaba aquel personaje de la tele que era de Ytre Enebakk? —preguntó Bjørn a gritos, para hacerse oír pese al ruido del motor—. Con las gafas rotas. Y moto.
El comisario provincial miró impasible a Bjørn Holm y negó despacio con la cabeza.
—La cordelería —dijo.
Delante del barco, en tierra firme pero al pie del agua, Harry vio un edificio de madera antiguo y rectangular que estaba aislado al final de una abrupta pendiente, rodeado de un denso bosque por ambos lados. Al lado de la casa había unos raíles que bajaban por la pendiente y se adentraban en el agua. La pintura roja se había descascarillado en la fachada, cuyas puertas y ventanas parecían bocas abiertas. Harry entornó los ojos. A la luz decadente del atardecer, parecía que desde una de las ventanas los estuviera observando una persona vestida de blanco.
—Dios santo, una auténtica casa embrujada —dijo Bjørn sonriendo.
—Eso dicen —aseguró el comisario provincial Skai, y apagó el motor.
En el repentino silencio que se hizo acto seguido, pudieron oír el eco de la risa de Bjørn desde el otro lado, y el cencerro solitario de una oveja que les llegaba surcando las aguas.
Kaja se agarró a la borda, saltó a tierra con el cabo y lo ató con mano experta a un poste medio podrido cubierto de algas que surgía entre los nenúfares.
Los demás salieron del bote al bloque de granito que servía de muelle. Cruzaron la puerta y entraron en una habitación alargada, estrecha y vacía que olía a brea y a orines. No les había sido fácil apreciarlo desde fuera, dado que los laterales de la casa se perdían en la densidad del bosque, y si bien la habitación solo tendría poco más de dos metros de altura, entre las fachadas laterales debía de haber más de sesenta.
—Se colocaban en ambos extremos de la habitación para retorcer la cuerda —le explicó Kaja a Harry antes de que este preguntara.
En un rincón había tres botellas de cerveza vacías y restos de haber intentado encender una hoguera. En la pared contraria, delante de unos tablones sueltos, colgaba un hilo.
—Después de Simonsen, nadie quiso seguir con el negocio —dijo el comisario provincial echando una ojeada—. Esto lleva vacío desde entonces.
—¿Para qué son los raíles que hay fuera, al lado de la casa? —preguntó Harry.
—Para dos cosas. Para bajar y subir el barco en el que traía la madera, y para mantener los troncos bajo el agua cuando tenía que dejarlos en remojo. Solía atar los troncos al vagón de hierro, que seguramente veremos arriba, en el cobertizo. Luego lo hundía bajo el agua, y lo izaba otra vez al cabo de unas semanas, cuando la madera se había empapado lo suficiente. Un hombre práctico, Simonsen.
Todos se sobresaltaron cuando, de repente, se oyó un berrido en el bosque, exactamente al otro lado de la pared.
—Ovejas —dijo el comisario provincial—. O gamos.
Lo siguieron por una escalera estrecha de madera hasta el segundo piso. Una mesa rectangular enorme ocupaba el centro de la habitación, cuyos extremos, que parecían pasillos, quedaban sumidos en la oscuridad. El viento entraba por las ventanas, con restos dentados de cristales rotos alrededor del marco, y silbaba haciendo aletear el velo blanco de novia de la mujer. Se la veía de medio cuerpo, contemplando el lago. Bajo la cabeza y el torso se hallaba el esqueleto que la sostenía: un trípode negro de hierro sobre ruedas.
—Simonsen la usaba de espantapájaros —dijo Skai, y señaló el maniquí.
—De lo más siniestro —dijo Kaja, se colocó junto al comisario provincial y se arrebujó en la cazadora.
Él la miró de reojo y sonrió a medias.
—Los niños de por aquí se morían de miedo con ella. Los adultos decían que, cuando había luna llena, merodeaba por el pueblo en busca del hombre que la había abandonado el día de la boda. Y que se oían los chirridos de las ruedas cuando se acercaba. Yo me crié aquí detrás, en Haga, por eso lo sé.
—No me digas… —dijo Kaja, y Harry ocultó una sonrisa.
—Yes —dijo Skai—. Por lo demás, aquella fue la única mujer que se le conoció a Simonsen. Era un poco huraño, ¿sabes? Pero hacer cuerdas sí sabía.
Detrás de ellos, Bjørn acababa de coger un rollo de cuerda que había colgado de un gancho.
—¿Es que he dicho que podías tocar las cosas? —dijo el comisario provincial sin volverse.
Bjørn se apresuró a colgar la cuerda.
—Vale, jefe —dijo Harry, y le sonrió a Skai sin abrir la boca—. ¿Podemos tocar las cosas?
El comisario provincial miró a Harry pensativo.
—Todavía no me habéis contado en qué caso estáis trabajando.
—Es confidencial —dijo Harry—. Lo siento. Delitos económicos. Ya sabes.
—¿No me digas? Si eres el Harry Hole que yo creo, lo tuyo son los asesinatos.
—Bueno —dijo Harry—. Ahora es abuso de información privilegiada, evasión de impuestos y estafas. Uno sigue adelante en la vida.
El comisario provincial Skai guiñó un ojo. Volvió a oírse el chillido de un pájaro.
—Naturalmente, Skai, tienes razón —dijo Kaja con un suspiro—. Yo tenía que haberle pedido al secretario la orden de registro pero, como sabes, estamos bajo mínimos de personal, y me ahorraría mucho tiempo si pudiéramos… —Kaja sonrió mostrando aquellos dientes pequeñitos y señaló el rollo de cuerda.
Skai la miró. Se balanceó varias veces hacia delante y hacia atrás sobre las suelas de goma. Y luego asintió.
—Os espero en el barco —dijo.
Bjørn se puso enseguida manos a la obra. Extendió el rollo de cuerda en la mesa, abrió la mochila que llevaba, encendió una linterna que tenía una cuerda con un gancho en el extremo y la colgó entre dos vigas del techo. Sacó el ordenador portátil, un microscopio portátil con la forma y el tamaño de un martillo, lo enchufó en el puerto USB del ordenador, comprobó que el microscopio enviaba imágenes a la pantalla y abrió una fotografía que había guardado en el ordenador antes de salir hacia Lyseren.
Harry se colocó al lado de la novia a contemplar el lago. En el bote relucía el ascua de un cigarrillo. Miró los raíles, que se perdían al entrar en el agua. En la parte profunda. A Harry nunca le gustó bañarse en los lagos, sobre todo después del día en que Øystein y él se saltaron las clases, se fueron al lago de Hauktjern, en Østmarka, y se lanzaron desde el acantilado de Jævelstupet, que tenía doce metros de altura, según decían. Y Harry —poco antes de estrellarse contra la superficie del lago— vio una víbora deslizarse por el agua allá abajo al mismo tiempo que lo engullía aquella oscuridad acristalada, verdosa y gélida y que, presa del pánico, se tragó la mitad del lago y pensó que nunca volvería a ver la luz del día ni a respirar el aire.
El aroma que percibió le dijo a Harry que Kaja estaba detrás de él.
—Bingo —oyó que murmuraba Bjørn.
Harry se dio la vuelta.
—¿La misma clase de cuerda?
—Sin la menor duda —dijo Bjørn, que sostenía el microscopio sobre el extremo de la cuerda mientras hacía fotografías de alta resolución—. Tilo y olmo. El mismo grosor y la misma longitud de la fibra. Aunque lo que nos da el bingo es este corte reciente en el extremo de la cuerda.
—¿Qué?
Bjørn Holm señaló la pantalla.
—La foto de la izquierda, que he traído yo, muestra el plano de sección de la cuerda de Frognerbadet, ampliada veinticinco veces. Y en esta otra cuerda tengo…
Harry cerró los ojos para disfrutar mejor de las palabras que sabía que iba a oír.
—… una coincidencia perfecta.
Continuó con los ojos cerrados. La cuerda con la que habían colgado a Marit Olsen no solo se había fabricado allí, sino que la habían cortado del rollo que tenían delante. Y el corte era reciente. Él había estado allí mismo, donde ahora se encontraban, no hacía mucho. Harry olfateó el aire.
Empezó a anochecer y la oscuridad lo cubrió todo. Harry atisbó algo blanco en la ventana cuando se iban.
Kaja iba a su lado en el bote, cerca de la proa, y tenía que acercársele mucho para que pudiera oírla con el ruido del motor.
—Quien se haya llevado la cuerda de ese rollo debe de conocer bien la zona. Y entre esa persona y el asesino no puede haber muchos eslabones…
—Yo creo que no hay ningún eslabón —dijo Harry—. El corte era reciente. Y no puede haber tantas razones para que una cuerda cambie de manos.
—Conoce la zona, vive por aquí o tiene una cabaña —dijo Kaja pensando en voz alta—. O se ha criado por aquí.
—Ya, pero ¿por qué venir hasta esta vieja cordelería ya cerrada para hacerse con unos metros de cuerda? —preguntó Harry—. ¿Cuánto cuesta una cuerda así de larga en una tienda? ¿Unos cientos de coronas?
—Puede que, casualmente, anduviera por los alrededores, y se acordó de que allí había cuerdas.
—Vale, pero «por los alrededores» implica que vivía en alguna de las cabañas más cercanas. Porque los demás tienen un buen trayecto en barco hasta la cordelería. ¿Podrías hacer…?
—Sí, haré una lista de los vecinos más próximos. Por cierto, he localizado al experto en volcanes, tal como me pediste. Un friki del Instituto de Geología. Felix Røst. Parece que se dedica a las erupciones volcánicas. Esa gente que va por todo el mundo observando volcanes y erupciones y cosas así.
—¿Has hablado con él?
—Con su hermana, viven juntos. Me dijo que le escribiera un correo electrónico o un mensaje de móvil, no hay otra forma de comunicarse con él, según la hermana. En ese momento estaba fuera jugando al ajedrez. Le envié las piedras y los datos.
Iban navegando despacio por el canal de aguas poco profundas hasta llegar al muelle. Bjørn llevaba encendida la linterna, que funcionaba como faro y guía en la neblina que cubría la superficie del agua. El comisario provincial paró el motor.
—¡Mira! —susurró Kaja acercándose más aún a Harry, que sintió su olor mientras miraba en la dirección que ella señalaba con el dedo.
Entre los juncos, detrás del muelle, se deslizaba solitario un cisne enorme y blanquísimo que surgió de la niebla al entrar en el haz de luz de la linterna.
—¿No es… precioso? —continuó emocionada, se rió y le apretó fugazmente la mano.
Skai los acompañó a la planta de aguas residuales. Estaban ya en el Amazon y a punto de irse cuando Bjørn bajó la ventanilla rápidamente y le gritó al comisario: «¡Fritjof!».
Skai se detuvo y se volvió despacio. La luz de una farola le iluminó la cara grave e inexpresiva.
—El cómico de la tele —dijo Bjørn—. Fritjof el de Ytre Enebakk.
—¿Ytre Enebakk? —dijo Skai, y soltó un escupitajo—. No lo había oído en la vida.
Cuando, veinticinco minutos después, el Amazon salía a la autopista a la altura del vertedero de Grønmo, Harry ya había tomado una decisión.
—Tenemos que filtrar esta información a Kripos —dijo.
—¿Qué? —preguntaron Bjørn y Kaja al mismo tiempo.
—Hablaré con Beate, ella pasará la información para que parezca que ha sido su gente de la Científica y no nosotros quien ha averiguado lo de la cuerda.
—¿Por qué? —dijo Kaja.
—Si el asesino vive en la zona del Lyseren, habrá que hacer una ronda domiciliaria para hablar con los vecinos. Y nosotros no tenemos ni posibilidad ni personal para ello.
Bjørn Holm dio un puñetazo en el volante.
—Lo sé —dijo Harry—. Pero lo más importante es atraparlo, no quién lo atrape.
Continuaron el trayecto en silencio, con el eco de falsedad de aquellas palabras flotando en el aire.