La Paciente
Por cada paso que daba aquel policía tan alto, Kjersti Rødsmoen tenía que dar dos. Aun así, se quedaba rezagada por el pasillo del hospital de Sandviken. La lluvia se deslizaba por las cristaleras altas y estrechas de las ventanas que daban al fiordo, donde los árboles se veían tan verdes que se diría que la primavera se hubiese adelantado al invierno.
Kjersti Rødsmoen reconoció enseguida la voz del policía cuando este la llamó el día anterior. Como si hubiera estado esperando su llamada. Y que le pidiera exactamente aquello que le pidió: poder hablar con la Paciente. Habían empezado a llamarla así, la Paciente, con la idea de darle el mayor anonimato posible después de aquel caso de hacía un año en el que la mujer se vio involucrada como investigadora, y la tensión sufrida la devolvió al lugar del que había salido: la sección de psiquiatría. Claro que se había recuperado con notable rapidez, había vuelto a su domicilio, pero la prensa —que mostraba un interés histérico por el caso del Muñeco de Nieve aun después de llevar resuelto tanto tiempo— no la había dejado en paz. Así que una noche, hacía tres meses, la Paciente llamó a Rødsmoen para preguntarle si no podía volver.
—O sea que se encuentra más o menos operativa —dijo el policía—. ¿Medicada?
—Sí, lo primero —dijo Kjersti Rødsmoen—. Lo segundo está sujeto al secreto profesional.
La verdad era que la Paciente estaba tan sana que ya no hacía falta ni medicación ni su ingreso en el hospital. Aun así, Rødsmoen estuvo dudando si debería permitir la visita del policía, dado que estuvo involucrado en el caso del Muñeco de Nieve y podía reavivar viejos asuntos. A lo largo de los años como psiquiatra, Kjersti Rødsmoen había ido dando cada vez más crédito a la inhibición, al hecho de encapsular los recuerdos, al olvido. Entre los especialistas era una orientación poco valorada. Por otro lado, un encuentro con una persona que hubiera tenido que ver con ese caso podía ser una buena prueba de la fortaleza adquirida por la Paciente.
—Tienes media hora —dijo Rødsmoen antes de abrir la puerta de la sala de visitas—. Y recuerda que está psíquicamente muy vulnerable.
La última vez que Harry vio a Katrine Bratt no la reconoció. Aquella mujer guapa próxima a la treintena, de cabello oscuro y de piel y ojos relucientes había desaparecido sustituida por una persona que le recordó a una flor ajada: sin vida, frágil, vulnerable, de colores desvaídos. Tuvo la sensación de que podría aplastarle la mano si apretaba demasiado.
De ahí que fuera un alivio verla esta vez. Parecía mayor, o quizá solo estuviera cansada. Pero había recuperado el brillo de la mirada cuando se levantó sonriéndole.
—Harry Ho —dijo, y le dio un abrazo—. ¿Cómo te va?
—Mejor que mal —dijo Harry—. ¿Y a ti?
—De pena —dijo Katrine—. Pero mucho mejor.
Le sonrió y Harry supo entonces que se había recuperado. Que había recuperado una parte suficiente de sí misma.
—¿Qué te ha pasado en la mandíbula? ¿Te duele?
—Solo cuando hablo y cuando como —dijo Harry—. Y al despertarme.
—Me resulta familiar. Estás más feo de lo que te recordaba, pero me alegro de verte de todos modos.
—Lo mismo digo.
—Lo mismo, pero sin lo de «más fea», ¿no?
Harry sonrió.
—Lógicamente.
Miró a su alrededor. Los demás pacientes de la sala estaban sentados mirando por la ventana, mirándose el regazo o mirando la pared, sin más. Pero a ninguno parecían interesarle él o Katrine.
Harry le contó lo que había ocurrido desde la última vez. Le habló de Rakel y de Oleg, que se habían mudado a un lugar desconocido en el extranjero. De Hong Kong. De la enfermedad de su padre. Del caso que tenía entre manos. Ella sonrió incluso cuando él le dijo que no debía decírselo a nadie.
—¿Y tú qué tal? —dijo Harry.
—En realidad, quieren verme fuera de aquí, dicen que estoy sana y que estoy ocupando una plaza. Pero aquí estoy a gusto. El servicio de habitaciones es asqueroso, pero me siento segura. Tengo televisor y puedo entrar y salir como quiera. Dentro de un mes o dos puede que vuelva a casa, quién sabe.
—¿Quién lo sabe?
—Nadie. La locura viene y va. ¿Qué quieres?
—¿Tú qué quieres que quiera?
Katrine se lo quedó mirando un buen rato antes de responder:
—Aparte de que me gustaría que quisieras follar conmigo, quiero que quieras recurrir a mí.
—Pues eso es exactamente lo que quiero.
—¿Follar conmigo?
—Recurrir a ti.
—Mierda. Pero bueno, vale. ¿De qué se trata?
—¿Tenéis algún ordenador conectado a internet?
—Tenemos un ordenador común en la sala de recreo, pero no está conectado a la red, no se arriesgan. Solo se utiliza para hacer solitarios. Pero yo tengo el mío en la habitación.
—Usa el común. —Harry se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta SIM—. Esto es una «oficina móvil», según me dijeron en la tienda. Lo único que tienes que hacer es enchufarla en…
—En un puerto USB —dijo Katrine, cogió la tarjeta y se la guardó en el bolsillo—. ¿Quién paga la suscripción?
—Yo. Es decir: Hagen.
—Yupi, entonces me pondré a navegar esta noche. ¿Alguna página nueva de porno duro que deba conocer?
—Probablemente. —Harry empujó una carpeta por encima de la mesa—. Quiero que hagas lo mismo que en el caso del Muñeco de Nieve. Localizar vínculos que hayamos pasado por alto. ¿Conoces el caso?
—Sí —dijo Katrine Bratt sin mirar la carpeta—. Son mujeres. Ese es el vínculo.
—Lees los periódicos…
—Solo un poco. ¿Por qué no crees que sean víctimas ocasionales, sin más?
—Yo no creo nada. Simplemente, busco.
—Pero no sabes qué, ¿no?
—Exacto.
—Aunque estás seguro de que el asesino de Marit Olsen es el mismo que el de las otras dos, ¿verdad? Pero el procedimiento era totalmente distinto, según tengo entendido.
Harry sonrió. Más que nada, por los intentos de Katrine de ocultar que había leído las noticias con todo detalle.
—No, Katrine, no estoy seguro. Pero veo que tú has sacado la misma conclusión que yo.
—Lógicamente. Éramos almas gemelas, remember?
Katrine sonrió y, de repente, era otra vez Katrine, y no solo el esqueleto de la investigadora brillante y excéntrica que él apenas había llegado a conocer antes de que todo se derrumbara. Harry se asombró al notar un nudo en la garganta. El jet lag de las narices.
—¿Tú qué crees? ¿Puedes ayudarme?
—¿A encontrar a alguien que Kripos ha tardado dos meses en no encontrar? ¿Con un ordenador viejo en la sala de recreo de un psiquiátrico? Ni siquiera sé por qué me lo preguntas. En la Comisaría General hay gente que sabe mucho más que yo de búsquedas informáticas.
—Lo sé, pero yo tengo algo que ellos no tienen. Y que no puedo darles. La contraseña del subterráneo.
Ella lo miró sin comprender. Harry comprobó que nadie pudiera oírlos.
—Cuando trabajaba en los Servicios de Inteligencia en relación con el caso del Petirrojo, tuve acceso a los motores de búsqueda que ellos utilizaban para seguir el rastro de los terroristas. Utilizan accesos secretos de internet, como MILNET, la red militar estadounidense, que crearon antes de ceder la red para uso comercial a través de ARPANET en los años ochenta. ARPANET se convirtió en internet, como sabes, pero la puerta trasera aún sigue en uso. Los motores de búsqueda utilizan troyanos que renuevan contraseñas, códigos y actualizaciones en el primer punto de entrada. Reservas de avión y de hotel, pases de peaje, transferencias de banca electrónica, esos motores lo ven todo.
—He oído hablar de ellos, pero, sinceramente, no creía que existieran —dijo Katrine.
—Pues existen. Puestos en marcha en 1984. La pesadilla orwelliana hecha realidad. Y lo mejor de todo: mi contraseña sigue vigente. Lo he comprobado.
—Pero ¿por qué me la das a mí? Puedes hacerlo tú mismo.
—Solo los Servicios de Inteligencia pueden usar el sistema y, como te decía, solo en situaciones de crisis. Y tal y como ocurre con Google, también ahí puede rastrearse el origen de las búsquedas. Si se descubre que yo o cualquier otra persona de la comisaría ha estado utilizando esos motores, nos arriesgamos a que nos acusen y nos procesen. Pero si el rastreo los lleva al ordenador compartido de un psiquiátrico…
Katrine Bratt se echó a reír. Con su otra risa, la variante de bruja malvada.
—Ya empiezo a entenderlo. Mi mayor cualificación en este caso no es como la genial investigadora Katrine Bratt, sino… —hizo un gesto de resignación con la mano—… como la paciente Katrine Bratt. Porque, al ser una enferma mental, no la pueden procesar.
—Exacto —dijo Harry con una sonrisa—. Y además eres una de las pocas personas que conozco que es capaz de mantener la boca cerrada. Y puede que no seas genial, pero, desde luego, tu inteligencia está por encima de la media.
—Métete por el culo esos muñones manchados de nicotina que tienes por dedos.
—Nadie puede saber lo que estamos haciendo. Pero te prometo que somos como los Blues Brothers.
—On a mission from God?
—Te he anotado la contraseña en el reverso de la tarjeta SIM.
—¿Qué te hace pensar que sabré manejar esos motores de búsqueda?
—Es casi como buscar en Google, hasta yo lo comprendí cuando estaba en los Servicios de Inteligencia —dijo con media sonrisa—. Después de todo, están diseñados para policías.
Katrine dejó escapar un suspiro.
—Gracias —dijo Harry.
—¡Pero si no he dicho nada!
—¿Cuándo crees que podrás decirme algo?
—Joder, cómo eres, Harry —dijo dando un puñetazo en la mesa.
Harry vio que un enfermero los miraba. Katrine estaba furiosa, él le sostuvo la mirada. Esperó.
—No lo sé —susurró ella—. No creo que vaya a ponerme a utilizar motores de búsqueda ilegales en la sala de recreo en pleno día, por así decirlo.
Harry se levantó.
—Vale, me pondré en contacto contigo dentro de tres días.
—¿No se te ha olvidado algo?
—¿El qué?
—Decirme qué saco yo de esto.
—Bueno —dijo Harry, y se abrochó el abrigo—. Ahora sé lo que quieres.
—¿Lo que quie…? —El asombro dio paso al desconcierto cuando cayó en la cuenta, y empezó a gritarle a Harry, que ya iba camino de la puerta—: ¡Cerdo caradura! Y además, presuntuoso.
Harry se sentó en el taxi, dijo «Al aeropuerto», sacó el móvil y comprobó que tenía tres llamadas perdidas de uno de los dos números que tenía en la agenda. Bueno, pues eso era que tenían algo.
Harry devolvió la llamada.
—Lyseren —dijo Kaja—. Allí había una cordelería que cerraron hace quince años. El comisario provincial de Ytre Enebakk puede enseñarnos el sitio esta tarde. Tenía un par de delincuentes conocidos en la zona, pero eran nimiedades, atracos a casas y robos de coches. Y uno que había ido a la cárcel por zurrarle a la mujer. Pero nos ha enviado una lista del censo y estoy comprobándola con nuestro registro.
—Bien. Recogedme en el aeropuerto de Gardermoen, está de camino a Lyseren.
—No, no está de camino.
—Tienes razón. Recogedme de todos modos.