16

Speed King

Eran las nueve de la noche, y Harry caminaba por el centro de Oslo. Se había pasado el día llevando sillas y mesas al nuevo despacho. Por la tarde fue al Rikshospitalet, pero se habían llevado a su padre para hacerle pruebas, así que volvió, copió unos informes, atendió algunas llamadas, reservó un billete de avión para Bergen, se fue al centro comercial City y compró una tarjeta SIM del tamaño de una colilla.

Caminaba deprisa. Siempre había disfrutado con ello, la peregrinación a pie del este al oeste de aquella ciudad compacta, los cambios graduales pero evidentes en las personas, la moda, las etnias, el estilo arquitectónico, las tiendas, los cafés, los bares. Entró en un McDonald’s, se comió una hamburguesa, se guardó tres pajitas en el bolsillo y se marchó.

Media hora después de haber estado en el gueto paquistaní del barrio de Grønland llegó a la parte oeste, elegante, un tanto estéril y blanquísima. Kaja Solness vivía en la calle de Lyder Sagen, y su casa resultó ser uno de esos chalets grandes de madera delante de los cuales hacía cola la gente de Oslo las raras ocasiones en que alguno se ponía a la venta. No para comprarlo —casi nadie podía permitírselo—, sino para verlo, para soñar y para corroborar que, efectivamente, Fagerborg era lo que presumía de ser: una zona residencial donde los ricos no eran demasiado ricos, donde el dinero no era demasiado reciente y donde nadie tenía piscina, ni puerta eléctrica en el garaje ni otros inventos modernos y vulgares. Porque los hermosos vecinos del hermoso barrio de Fagerborg hacían lo que siempre habían hecho. En verano se sentaban debajo de algún manzano del gran jardín umbrío, en unos muebles que eran tan antiguos, pesados, poco prácticos y barnizados de negro como los chalets de los que los habían sacado. Y cuando volvían a guardarlos y los días empezaban a ser más cortos, se encendían las luces detrás de las cuadrículas de las ventanas. En la calle de Lyder Sagen tenían ambiente navideño desde octubre hasta marzo.

La cancela chirrió tan alto que esperaba que hiciera superfluo el que recurrieran a un perro. La grava crujía bajo las botas. Le entró una alegría pueril al ver las botas cuando las encontró en el armario, pero ahora estaban totalmente empapadas.

Subió las escaleras de obra y llamó al timbre, en cuya placa no había ningún nombre.

Delante de la puerta había un par de zapatos de señora muy elegantes y, al lado, un par de caballero. Número cuarenta y seis, adivinó Harry. El marido de Kaja era un hombre alto, según parecía. Porque, lógicamente, Kaja tenía marido; no sabía por qué se había imaginado otra cosa. Porque se lo había imaginado, ¿o no? No tenía importancia. La puerta se abrió.

—¿Harry?

Kaja llevaba una chaqueta de lana sin abotonar y demasiado grande, vaqueros desgastados y unas zapatillas de fieltro tan viejas que Harry habría jurado que tenían las típicas manchas de la edad. Nada de maquillaje. Solo una sonrisa de asombro. A pesar de todo, parecía que supiera que él iba a aparecer. Que supiera que a él le gustaría verla exactamente de aquella guisa. Naturalmente, Harry lo había advertido en su mirada ya en Hong Kong: la fascinación que tantas mujeres sienten por cualquier hombre con cierta reputación, buena o mala. Y él no se había molestado en realizar ningún análisis profundo de cada uno de los razonamientos particulares cuya suma lo había conducido hasta aquella puerta. Y más valía habérselo ahorrado. Número cuarenta y seis de zapato. O cuarenta y seis y medio.

—Hagen me ha dado la dirección —dijo Harry—. Vives a un paseo de mi apartamento, así que he pensado que podía venir en lugar de llamarte por teléfono.

Ella sonrió a medias.

—No tienes móvil.

—Error. —Harry sacó un teléfono rojo del bolsillo—. Me lo ha proporcionado Hagen, pero se me ha olvidado el PIN. ¿Vengo en mal momento?

—No, qué va.

Kaja abrió la puerta para que pudiera entrar.

Era patético, pero el corazón había empezado a latirle un poco más rápido mientras la esperaba. Quince años atrás esa reacción lo habría molestado, pero ya se había resignado, había aceptado la banalidad del hecho de que la belleza de una mujer siempre ejercería sobre él un poder así.

—Estaba haciendo café, ¿quieres uno?

Se sentaron en el salón. Las paredes estaban cubiertas de fotos y de estanterías con tal cantidad de libros que Harry dudó de que los hubiera podido reunir ella sola. La habitación tenía un sello marcadamente masculino. Grandes muebles angulosos, un globo terráqueo, una pipa de agua, discos de vinilo en los estantes, mapas y fotografías de altas montañas nevadas en las paredes. Lo que contribuyó a que Harry sacara la conclusión de que el marido era bastante mayor que ella. La tele estaba encendida, pero sin sonido.

—Marit Olsen es la principal noticia en todos los informativos —dijo Kaja, cogió el mando a distancia y la tele se apagó—. Dos de los dirigentes de la oposición se han apresurado a exigir explicaciones, han dicho que el gobierno está desarticulando poco a poco a la policía. Kripos no va a tener mucha tranquilidad próximamente.

—Te agradezco el café —dijo Harry, y Kaja se encaminó a la cocina.

Él se sentó en el sofá. En la mesa del salón, al lado de un par de gafas para leer de mujer, había un libro de John Fante abierto y boca abajo. A su lado, unas fotos de las piscinas de Frognerbadet. No del lugar de los hechos, sino de las personas que se habían congregado allí a curiosear desde el otro lado del cordón policial. Harry se sentía satisfecho. No solo porque se hubiese llevado el trabajo a casa, sino porque el grupo de técnicos del lugar de los hechos siguiera haciendo fotos como aquellas. Fue Harry quien, en su momento, les pidió que fotografiaran siempre a las personas que acudían a curiosear. Era algo que había aprendido en el curso del FBI sobre asesinatos en serie, que no es solo un mito que el autor de los hechos vuelva a la escena del crimen. Tanto a los hermanos King, en San Antonio, como al hombre del supermercado K-Mart los atraparon porque no fueron capaces de resistir la tentación de volver para disfrutar de su obra, ver la conmoción que habían causado, sentir lo invulnerables que eran. Los fotógrafos de la Científica lo llamaban el sexto mandamiento de Hole. Y sí, había otros nueve. Harry siguió pasando las fotos.

—No te pones leche, ¿no? —le gritó Kaja desde la cocina.

—Sí.

—¿Ah, sí? Pues en Heathrow…

—Quiero decir que sí, que tienes razón, que no me pongo leche.

—Ah, vale. Te has vuelto cantonés.

—¿Qué?

—Has dejado de usar la doble negación. El cantonés es más lógico. Y a ti te gusta lo lógico.

—¿Es verdad? Lo del cantonés.

—No lo sé —dijo ella sonriendo en la cocina—. Solo trataba de parecer lista.

Harry se dio cuenta de que el fotógrafo había sido discreto, había disparado a poca altura, sin usar el flash. El trampolín atraía toda la atención de los curiosos. Miradas lánguidas y bocas entreabiertas, como si se estuvieran aburriendo mientras esperaban ver un atisbo de algo aterrador, algo de lo que dejar constancia en sus memorias, algo con lo que asustar de muerte al vecino. Un hombre tenía el móvil levantado en el aire, sin duda estaba haciendo fotos con él. Harry cogió la lupa que había sobre el montón de informes y observó las caras, una tras otra. No sabía qué estaba buscando, tenía la mente en blanco, esa era la mejor forma de que no se le escapara lo que hubiera allí.

—¿Has encontrado algo?

Kaja se había colocado detrás del asiento de Harry y se había inclinado para ver. Él notó un leve aroma a jabón de lavanda, el mismo que durante el vuelo, cuando ella se durmió con la cabeza apoyada en su hombro.

—Mmm… ¿Tú crees que aquí habrá algo que encontrar? —preguntó Harry, y cogió la taza de café que ella le daba.

—No.

—Entonces ¿por qué te has traído las fotos a casa?

—Porque el noventa y cinco por ciento de toda investigación consiste en buscar en el lugar equivocado.

Kaja acababa de citar el tercer mandamiento de Harry.

—Y tienes que aprender a que te guste también ese noventa y cinco por ciento. De lo contrario, terminarás dándote contra la pared.

Cuarto mandamiento.

—¿Y los informes? —preguntó Harry.

—Lógicamente, nosotros tenemos nuestros propios informes de los homicidios de Borgny y Charlotte, y ahí no hay nada. Ni pistas técnicas, ni testigos que hubieran visto nada inusual. Nadie sabía de ningún enemigo, de algún amante celoso, un heredero codicioso, acosadores locos, traficantes impacientes u otros acreedores. En resumen…

—Ninguna pista, ningún motivo aparente, ningún arma. Yo ya habría empezado a interrogar gente en relación con el caso de Marit Olsen, pero, como sabes, no trabajamos en ese caso.

Kaja sonrió.

—Naturalmente que no. Por cierto, hoy he estado hablando con un analista político del VG. Dice que ninguno de los periodistas que tienen en el Parlamento sabía nada de que Marit Olsen sufriera depresiones o crisis personales, ni que tuviera tendencias suicidas. Tampoco enemigos, ni en el trabajo ni en el ámbito privado.

—Ya.

Harry paseó la mirada por las caras de los curiosos. Una mujer con ojos de sonámbula y con un niño en brazos.

—¿Qué han venido a buscar estas personas?

Al fondo: la espalda de un hombre que se aleja. Anorak grueso, gorro de lana.

—Llevarse un shock. Asustarse. Entretenerse. Purificarse…

—Increíble.

—Ya. Y tú lees a John Fante. Parece que te gustan las cosas antiguas, ¿no?

Harry señaló la habitación, la casa. Y se refería a la habitación, a la casa. Pero contaba con que ella hiciera un comentario sobre si el marido era mucho mayor que ella, tal y como él suponía.

Ella lo miró entusiasmada.

—¿Has leído a Fante?

—Cuando era joven, durante mi periodo Bukowski, leí un libro cuyo título no recuerdo. Supongo que lo compré porque Charles Bukowski era fan declarado. —Miró el reloj sin disimulo—. Vaya, hora de volver a casa.

Kaja miró asombrada, primero a Harry, luego la taza de café sin tocar.

—Tengo jetlag —dijo él sonriendo, antes de levantarse—. Ya hablaremos en la reunión de mañana.

—Por supuesto.

Harry se dio una palmadita en el bolsillo del pantalón.

—Por cierto, estoy sin tabaco. Aquel cartón del Tax Free que me trajiste en tu maleta…

—Espera —le dijo Kaja con una sonrisa.

Cuando volvió con el cartón abierto, Harry ya estaba en la entrada y se había puesto el abrigo y los zapatos.

—Gracias —dijo, cogió uno de los paquetes, lo abrió y salió a la escalera.

Ella se apoyó en el marco de la puerta.

—Tal vez no debería decirlo, pero tengo la sensación de que esto ha sido una especie de prueba.

—¿Prueba? —dijo Harry, y encendió un cigarrillo.

—No voy a preguntarte en qué consistía, pero ¿la he superado?

Harry le dedicó una sonrisa fugaz.

—Solo era por esto —dijo bajando la escalera mientras le mostraba el cartón de tabaco—. Cero-siete-cero-cero.

Harry entró en el apartamento. Le dio al interruptor y comprobó que aún no le habían cortado la luz. Se quitó el abrigo, entró en el salón, puso a Deep Purple, su grupo favorito en la categoría «involuntariamente cómico pero fenomenal de todos modos». «Speed King», con Ian Paice a la batería. Se sentó en el sofá y se presionó las sienes con las yemas de los dedos. Los sabuesos tiraban de las cadenas. Aullaban, gruñían, mordían; le clavaban los dientes y le despedazaban las entrañas. Si los dejaba sueltos esta vez, no habría vuelta atrás. Esta vez no. Antes siempre tenía alguna razón lo bastante buena para parar una vez más. Rakel, Oleg, el trabajo, incluso su padre. Ya no le quedaba ninguna de esas razones. No podía suceder. El alcohol, no. Así que necesitaba una euforia sustituta. Una euforia que sí pudiera controlar. Gracias, Kaja. ¿Si se avergonzaba? Por supuesto que se avergonzaba. Pero el orgullo era un lujo que uno no siempre podía permitirse.

Retiró el plástico del cartón de tabaco. Cogió el paquete del fondo. Casi no se notaba que el precinto estaba roto. Era un hecho, a las mujeres como Kaja nunca las paraban en la aduana. Abrió el paquete y le quitó el plástico. Lo desplegó y observó la bola de color pardo. Inhaló el aroma dulzón.

Y empezó con los preparativos.

Harry había visto todas las maneras posibles de fumar opio, desde los procedimientos rituales y complicados de los fumaderos, que eran como las ceremonias chinas del té, ni más ni menos, con diversas clases de pipas, hasta la más sencilla: prenderle fuego a la bola, clavarle una pajita e inhalar con todas tus fuerzas mientras la golosina se iba convirtiendo en humo, literalmente. En cualquier caso, siempre se trataba de lo mismo: conseguir que los recursos —morfina, tebaína, codeína y todo un ramillete de otros amigos químicos— entraran en el sistema circulatorio. El método de Harry era sencillo. Con cinta adhesiva, fijaba una cuchara de acero al borde de la mesa, colocaba en ella un trozo de la bola, no más grande que la cabeza de una cerilla, y la calentaba con un mechero. Cuando el opio empezaba a quemarse, ponía encima un vaso normal y corriente en el que recogía el humo. Luego metía una pajita, preferiblemente una con doblez, y aspiraba. Harry se dio cuenta de que sus dedos trabajaban sin temblar en absoluto. En Hong Kong comprobaba periódicamente su grado de dependencia; en este sentido, era el drogadicto más disciplinado que conocía. Era capaz de dosificarse el alcohol y atenerse a sus prescripciones, con independencia de lo borracho que estuviera. En Hong Kong dejaba el opio una semana o dos, y tomaba solo un par de analgésicos fuertes que, aunque no eliminaban el síndrome de abstinencia, probablemente sí tenían un efecto psicológico, dado que sabía que contenían un poco de morfina. No estaba enganchado. Colocado, generalmente, vale; pero colgado del opio: para nada. Aunque, claro, se trata de una escala ascendente. Porque notaba que los sabuesos empezaban a calmarse desde que se ponía a fijar la cucharilla con la cinta adhesiva. Porque sabían que pronto les daría lo suyo.

Y podían estar en paz. Hasta la próxima vez.

El mechero estaba incandescente y empezaba a escocerle en los dedos. Las pajitas del McDonald’s estaban en la mesa.

Un minuto y ya había inhalado una primera vez.

El efecto fue inmediato. Desaparecieron los dolores, incluso aquellos cuya existencia desconocía. Las asociaciones, las imágenes, empezaron a acudir. Aquella noche lograría conciliar el sueño.

Bjørn Holm no podía dormir.

Lo intentó leyendo Hank Williams: la biografía, de Escott, sobre la corta vida y la larga muerte de la leyenda del country; escuchando el cedé pirata de un concierto de Lucinda Williams en Austin; y contando vacas de la raza Texas Longhorn, pero nada ayudaba.

Un dilema. Eso era, ni más ni menos. Un problema sin respuesta. El técnico criminalista Holm odiaba aquel tipo de problemas.

Se encogió en aquel sofá cama un poco corto que se había traído en la mudanza de Skreia, junto con los vinilos de Elvis, los Sex Pistols, Jason & The Scorchers, tres trajes a medida de Nashville, una biblia americana y unos muebles de comedor que habían sobrevivido a tres generaciones de Holm. Pero no conseguía concentrarse.

El dilema consistía en que había hecho un interesante descubrimiento al examinar la cuerda con la que habían colgado —o, mejor dicho, decapitado— a Marit Olsen. No se trataba de una pista que fuera a conducirlos necesariamente a nada concreto, pero el dilema seguía siendo el mismo de todos modos: ¿debía transmitir la información a Kripos o a Harry? Bjørn Holm había descubierto aquellas conchas minúsculas en un momento en que todavía trabajaba para Kripos. Y lo mismo podía decirse de cuando estuvo hablando con un limnólogo del Instituto Biológico de la Universidad de Oslo. Pero Beate Lønn lo transfirió a la sección de Harry antes de que el informe estuviera escrito, así que cuando, por la mañana, se pusiera ante el ordenador para redactarlo, tendría que remitírselo a Harry.

Vale, sí, técnicamente quizá no fuera ningún dilema, la información era de Kripos. Dársela a otros podría verse como negligencia en el cumplimiento del deber. Y, en realidad, ¿qué le debía a Harry Hole? Él solo le había causado problemas. Era extravagante y brutal cuando trabajaba. Y directamente peligroso cuando se emborrachaba. Pero legal cuando estaba sobrio. Podías estar seguro de contar con él sin aspavientos y sin tener que oír you owe me. Un enemigo terrible, pero un buen amigo. Un hombre bueno. Un hombre de puta madre. Como Hank, ni más ni menos.

Bjørn Holm dejó escapar un suspiro y se volvió de cara a la pared.

Stine se despertó sobresaltada.

Se oía un zumbido y un ronroneo en la oscuridad. Se tumbó de lado. Iluminaba el techo una luz débil que procedía del suelo, junto a la cama. ¿Qué hora era? ¿Las tres de la mañana? Alargó el brazo y echó mano del móvil.

—¿Sí? —dijo sonando como si estuviera más adormilada de lo que en realidad se sentía.

—Después del delta me harté de las serpientes y los mosquitos, cogí la moto y me fui al norte por la costa de Birmania, hacia Arakan.

Stine reconoció la voz enseguida.

—Llegué a la isla de Sai Chung —dijo—. Es un volcán de lodo activo que, según me dijeron, estaba a punto de entrar en erupción. Y, la tercera noche de mi llegada, explotó. Yo creía que solo escupiría lodo, pero mira por dónde, escupió también lava de toda la vida. Lava densa que fluía por la ciudad con tal lentitud que podíamos apartarnos de ella tranquilamente.

—Me has llamado en plena noche —dijo ella bostezando.

—Aun así, no había forma de pararla. Tengo entendido que, cuando es tan lenta, la llaman lava fría, pero iba quemando todo lo que encontraba a su paso. Los árboles cubiertos de hojas verdes y tiernas parecían abetos de Navidad durante unos segundos, antes de convertirse en cenizas y desaparecer. Los birmanos trataban de huir en sus coches cargados hasta arriba con las pertenencias que se habían apresurado a reunir, pero se demoraron demasiado en recogerlas, como la lava se acercaba tan despacio… Cuando ya salían con el televisor, la lava había llegado a las paredes de sus casas. Se metieron en el coche a toda prisa, pero el calor reventó las ruedas. Entonces se prendió la gasolina y salieron corriendo de los coches como antorchas vivientes. ¿Te acuerdas de cómo me llamo?

—Oye, Elias…

—Ya te dije que te ibas a acordar.

—Tengo que dormir. Mañana tengo clase.

—Yo soy como una erupción de esas, Stine. Soy lava fría. Fluyo despacio, pero soy imparable. Llego a donde estés.

Stine trataba de recordar si llegó a decirle su nombre. Y dirigió la mirada hacia la ventana. Estaba abierta. Fuera, el viento soplaba apacible, tranquilizador.

Él hablaba en voz baja, susurrante:

—Vi a un perro que se enredó en un alambre de espino mientras trataba de huir. Estaba en mitad del camino por el que discurría la lava. Pero entonces, el río de lava giró a la izquierda, como si fuera a pasar de largo. Un Dios misericordioso. Pero la lava lo rozó. Y medio perro desapareció, se evaporó. Antes de que ardiera el resto. Y también él se convirtió en cenizas. Todo se convierte en cenizas.

—Uf, voy a colgar.

—Mira fuera. Mira, ya estoy junto a la pared de tu casa.

—¡Déjalo ya!

—Relájate, estaba tomándote el pelo.

Soltó una risotada chillona y estentórea.

Stine sintió un escalofrío. Debía de estar borracho. O loco. O las dos cosas.

—Que duermas bien, Stine. Nos vemos pronto.

Y se cortó la conversación. Stine se quedó mirando el teléfono. Lo apagó y lo tiró a los pies de la cama. Y soltó un taco, porque lo sabía. Sabía que aquella noche no volvería a conciliar el sueño.