12

Escena del crimen

Harry estaba fumándose un cigarro delante del hospital. Sobre su cabeza relucía un cielo azul claro, pero a sus pies la bruma cubría la ciudad, que se asentaba en una hondonada de verdes colinas bajas. El panorama le recordó a su infancia en Oppsal, cuando él y Øystein se saltaban la primera hora de clase y se iban a los búnkeres alemanes de Nordstrand, desde donde contemplaban la bruma de color de sopa de guisantes que ocultaba el centro de Oslo. Pero con los años, la bruma matutina había ido desapareciendo de Oslo gradualmente, como la industria y la calefacción de leña.

Harry apagó el cigarro con el talón.

Olav Hole tenía mejor aspecto. O quizá fuera solo la luz. Le preguntó a Harry que por qué sonreía. Y qué le había pasado en la mandíbula.

Harry lo achacó a su torpeza y se preguntó a qué edad se producía el cambio, cuándo les llegaba el turno a los hijos de proteger a los padres de la realidad. Hacia los diez años, calculó.

—Tu hermana ha estado aquí —dijo su padre.

—¿Cómo le va?

—Bien. Cuando se enteró de que habías vuelto a casa, dijo que tendría que empezar a cuidar de ti. Porque ya es mayor. Y tú eres pequeño.

—Ya. Chica lista. ¿Cómo te encuentras hoy?

—Bien, muy bien, la verdad. Y creo que ya va siendo hora de salir de aquí.

Sonrió, y Harry le devolvió la sonrisa.

—¿Qué dicen los médicos?

Olav Hole seguía sonriendo.

—Demasiadas cosas. ¿Y si cambiamos de tema?

—Claro. ¿De qué quieres hablar?

Olav Hole reflexionó un momento.

—Quiero hablar de ella.

Harry asintió. Y escuchó en silencio a su padre mientras le contaba cómo conoció a la madre de Harry. Se casaron. La enfermedad de la madre de Harry cuando él era pequeño.

—Ingrid me ayudaba siempre. Siempre. Aunque rara vez me necesitó. Hasta que se puso enferma. De vez en cuando, llegué a pensar que aquella enfermedad fue una bendición.

Harry se sobresaltó.

—Me dio la posibilidad de devolverle el favor, sabes. Y yo se lo devolví. Hice todo lo que me pidió. —Olav Hole clavó la mirada en su hijo—. Todo, Harry. O casi.

Harry asintió.

El padre siguió hablando. De Søs y de Harry, de lo fácil y buena que era Søs. Y de lo testarudo que era Harry. De que le daba miedo la oscuridad, pero no quería decírselo a nadie, y que cuando él y su madre escuchaban detrás de la puerta de su dormitorio, lo oían unas veces llorar y otras maldecir a unos monstruos invisibles. Pero los dos sabían que no podían entrar a consolarlo y a tranquilizarlo, porque se habría puesto furioso y les habría gritado que estaban molestando y que se fueran de allí.

—Tú siempre tenías que combatir a los monstruos en solitario, Harry.

Olav Hole le contó la vieja historia de que Harry no pronunció una palabra hasta que no tenía casi cinco años. Pero entonces, un buen día, empezó a decir frases completas. Pausadas y serias, con palabras de adulto que no sabían dónde habría aprendido.

—Pero Søs tiene razón —dijo el padre sonriendo—. Ahora eres otra vez como cuando eras pequeño. No hablas.

—Ya. ¿Quieres que hable?

El padre negó con un gesto.

—Lo que tienes que hacer es escuchar. Pero por hoy ya está bien. Ven otro día.

Harry apretó la mano izquierda del padre con su derecha y se levantó.

—¿Te importa que me quede en la casa de Oppsal unos días?

—Gracias por ofrecerte, yo no quería ponerme pesado con el asunto, pero la casa necesita un poco de atención.

Harry le ahorró la explicación de que iban a cortarle la luz en el apartamento.

El padre tocó un timbre y enseguida apareció una joven enfermera que lo llamó por su nombre de pila con cierta coquetería inocente. Y Harry oyó que su padre ponía la voz un poco más grave al decirle a la joven que le diera la maleta en la que tenía las llaves de su casa; y vio cómo aquel hombre enfermo trataba de pavonearse delante de ella. Pero, por alguna razón, no resultó patético, resultó adecuado.

A la hora de la despedida, el padre repitió:

—Todo lo que ella me pidió. —Y susurró—: Salvo una cosa.

Mientras acompañaba a Harry a la sala donde estaban las maletas, la enfermera le dijo que el médico quería comentarle un par de cosas. Una vez que hubo encontrado la llave en la maleta, Harry fue a llamar a la puerta que le había indicado la enfermera.

El médico le señaló una silla, se retrepó en la suya y juntó las yemas de los dedos.

—Menos mal que has vuelto a Noruega. Hemos estado tratando de localizarte.

—Lo sé.

—El cáncer se ha extendido.

Harry asintió. Alguien le explicó una vez que esa era la misión de las células cancerígenas: extenderse.

El médico lo miraba con curiosidad, como sopesando el siguiente paso.

—Sí —dijo Harry.

—¿Sí?

—Sí, estoy listo para oír el resto.

—Ya no solemos decir cuánto tiempo creemos que le queda a una persona. Los errores y la tensión que se derivan de ello son demasiado grandes. Pero en este caso creo que es acertado decirte que ya ha sobrepasado el tiempo que le quedaba.

Harry asintió. Miró por la ventana. La bruma seguía igual de densa allá abajo.

—¿Tienes algún número de móvil al que podamos llamarte si ocurriera algo?

Harry negó con la cabeza. ¿Era una sirena lo que estaba oyendo abajo entre la bruma?

—¿Hay alguien a quien tú conozcas y que pueda avisarte?

Harry volvió a negar.

—No pasa nada. Ya llamo yo, y vendré a verlo todos los días. ¿De acuerdo?

El médico asintió y se quedó mirando a Harry, que ya se había levantado y había salido de la consulta.

Habían dado las nueve cuando Harry llegó a las piscinas de Frognerbadet. El Frognerparken tiene cincuenta hectáreas, pero dado que la piscina pública descubierta solo ocupa una mínima parte y, además, está vallada, a la policía no le costó mucho trabajo acordonar la escena del crimen: sencillamente, pusieron una cinta policial alrededor de toda la alambrada que separaba la piscina y a un vigilante en la taquilla. Los buitres de los periodistas de sucesos acudieron volando en bandada tan campantes y ahora estaban delante de la puerta preguntándose cómo llegarían hasta el cadáver. Joder, era toda una diputada, el público exigiría fotos tratándose de un cadáver tan prominente.

Harry pidió un americano en Kaffepikene. Llevaban todo el mes de febrero con las mesas y las sillas en la acera, y Harry se sentó, encendió un cigarro y observó a la manada que se había concentrado delante de la puerta.

Un hombre se sentó a su lado.

—El mismísimo Harry Hole en persona. ¿Dónde has estado?

Harry levantó la vista. Roger Gjendem, el periodista de sucesos del Aftenposten, encendió un cigarro y señaló el Frognerparken.

—Marit Olsen tendrá por fin lo que quería. Antes de las ocho de la tarde será famosa. Mira que colgarse del trampolín de la piscina de Frognerbadet… Good career move. —Se volvió hacia Harry e hizo una mueca—. ¿Qué te ha pasado en la mandíbula? Tienes una pinta horrible.

Harry no respondió. Siguió con el café y no hizo nada por evitar aquel silencio tan incómodo, con la vana esperanza de que el periodista se diera cuenta de que su compañía no era bienvenida. De la niebla que tenían sobre sus cabezas llegaba el traqueteo de una hélice. Roger Gjendem volvió la vista hacia arriba con los ojos entornados.

—Seguro que son los del VG, es típico de ellos alquilar un helicóptero. Ojalá no se quite la niebla.

—Ya. Para que las fotos las saque VG, mejor que no las saque nadie.

—Pues claro. ¿Qué sabes?

—Seguramente, menos que tú —dijo Harry—. Uno de los conserjes encontró el cadáver al amanecer y llamó a la policía enseguida. ¿Y tú?

—La cabeza se le desprendió de cuajo. La mujer saltó de lo alto del trampolín con una cuerda alrededor del cuello, por lo que parece. Y estaba bastante gorda. En la categoría de los ciento cincuenta kilos.

»En la alambrada han encontrado unos hilos que parece que coinciden con el chándal, que se enganchó al pasar al otro lado. No han encontrado huellas de ninguna otra persona, o sea que, según ellos, estaba sola.

Harry aspiró el humo. La cabeza se le desprendió de cuajo. Aquellos periodistas hablaban como escribían, en un orden piramidal invertido, según ellos mismos lo llamaban: la información más importante, en primer lugar.

—Y ocurriría de madrugada, ¿no? —le sonsacó Harry.

—O por la noche. Según el marido, Marit Olsen salió a correr a las diez menos cuarto de la noche de ayer.

—Un poco tarde para hacer jogging.

—Parece que siempre salía a esa hora. Le gustaba tener el parque para ella sola.

—Ya.

—Por cierto que he tratado de encontrar al conserje que la encontró.

—¿Por qué?

Gjendem miró a Harry asombrado.

—Pues para que me diera una descripción de primera mano, naturalmente.

—Naturalmente —dijo Harry, y dio una calada.

—Pero parece que se lo ha tragado la tierra, no está ni aquí ni en su casa. Estará conmocionado, pobrecillo.

—Bueno, no es la primera vez que encuentra un cadáver en la piscina de saltos. Supongo que ha sido el jefe de la investigación quien ha procurado que no deis con él.

—¿Qué quieres decir con que no es la primera vez?

Harry se encogió de hombros.

—A mí me han avisado para que venga aquí dos o tres veces. Jóvenes que se cuelan aquí por la noche. Una vez fue un suicidio, la otra, un accidente. Cuatro amigos borrachos de vuelta a casa después de una fiesta que querían jugar un poco, ver quién se atrevía a ponerse más al filo de la piscina. El que más se atrevió se quedó en los diecinueve años. El chico de más edad era su hermano mayor.

—Joder —dijo Gjendem, muy cumplido.

Harry miró el reloj como si tuviera que llegar a tiempo a alguna parte.

—Debía de ser una cuerda muy fuerte —dijo Gjendem—. La degolló entera. ¿Has oído alguna vez algo así?

—Tom Ketchum —dijo Harry, apuró el resto del café de un trago y se levantó.

—¿Ketchup?

—Ketchum. La banda de «Hole in the Wall». Colgado en México en 1901. Una horca de lo más normal, solo que usaron una soga demasiado larga.

—Vaya. ¿Cómo de larga?

—Algo más de dos metros.

—¿Solo eso? Pues debía de estar gordo a reventar.

—Para nada. Lo cual indica lo fácil que es perder la cabeza, ¿verdad?

Gjendem siguió gritándole algo, pero Harry no se enteró de qué era. Cruzó el aparcamiento al norte de la piscina, luego el parque, y dobló a la izquierda por el puente, en dirección a la puerta principal. La alambrada medía más de dos metros y medio de altura a todo alrededor. «En la categoría de los ciento cincuenta kilos». Pudiera ser que Marit Olsen lo hubiera intentado, pero seguro que no había saltado aquella alambrada ella sola.

Cuando cruzó el puente, Harry giró a la izquierda para llegar a la piscina desde el lado opuesto. Levantó la pierna para pasar por encima de la cinta naranja de la policía y se detuvo en la cima de la pendiente, delante de unos matorrales. Daba miedo pensar en lo mucho que había olvidado los últimos años, pero los casos no. Todavía recordaba los nombres de los cuatro chicos del trampolín. La mirada del hermano mayor, perdida en la lejanía, mientras respondía a las preguntas de Harry. Y la mano que señalaba el lugar por el que se habían colado.

Harry iba pisando con cuidado para no borrar posibles huellas y apartó las ramas a un lado. Los servicios de mantenimiento de parques de Oslo debían de tener un horizonte de planificación dilatado. Si es que tenían alguno. Allí seguía la grieta de la alambrada.

Harry se agachó y examinó los pinchos afilados. Vio unos hilos de color oscuro. No de alguien que se hubiera colado, sino que había forzado la alambrada para entrar. O de alguien a quien habían obligado a entrar por allí. Continuó buscando otros rastros. De uno de los extremos de la fisura colgaba un hilo de lana largo de color negro. Era una fisura tan larga que, quienquiera que fuese, debía de haber pasado sin agacharse para rozarla. Con la cabeza. Eso encajaba con la lana, un gorro de lana. ¿Llevaría Marit Olsen un gorro de lana? Según Roger Gjendem, la víctima había salido de su casa a las diez menos cuarto para ir a correr al parque. Como solía, según dijo el periodista.

Harry trató de imaginárselo. Se imaginó una noche insólitamente templada en el parque. Veía mentalmente a una mujer enorme y sudorosa corriendo por allí. No veía ningún gorro de lana. Nadie más llevaría gorro de lana. Al menos, no porque hiciera frío. Aunque quizá sí para que no lo vieran o lo reconocieran. Lana de color negro. Un pasamontañas, pudiera ser.

Salió despacio de los arbustos.

No los había oído acercarse.

Uno de los hombres sostenía una pistola, probablemente una Steyr austriaca, semiautomática. Apuntaba a Harry. El hombre que había detrás tenía el pelo rubio, la boca abierta con la mandíbula inferior muy saliente, y cuando, además, dejó escapar un gruñido, le recordó a Harry al apodo de Truls Berntsen, de Kripos. Beavis. Por Beavis & Butt-Head.

El otro hombre era bajito, extraordinariamente zambo y tenía las manos en los bolsillos de un abrigo donde Harry sabía que escondía un arma y una identificación de Kripos, con un nombre que sonaba finlandés. Pero fue el tercer hombre, el de la elegante gabardina gris, el que atrajo la atención de Harry. Se había quedado a la izquierda de los otros dos, pero había algo llamativo en el lenguaje gestual del hombre de la pistola y del finlandés, la manera de dirigirse en parte a Harry, y en parte a aquel hombre. Como si los dos fueran una prolongación suya, como si quien en realidad sostuviera la pistola fuera ese tercer hombre. Lo que llamó la atención de Harry no fue la belleza casi femenina del individuo. Ni que tuviera las pestañas superiores e inferiores tan visibles que podría sospecharse que las llevaba maquilladas. Ni la forma tan delicada de la nariz, la barbilla y los pómulos. Ni que tuviera el pelo abundante, oscuro, entrecano, bien peinado y bastante más largo que la media en el gremio. Tampoco la gran cantidad de pecas diminutas que le marcaban la piel bronceada, como si lo hubieran expuesto a una lluvia ácida. Lo que tanto llamó la atención de Harry fue el odio. El odio que irradiaba la mirada que el hombre había clavado en Harry, un odio tan intenso que a Harry le dio la impresión de que podía sentirlo físicamente como un objeto blanco y duro.

El hombre se hurgaba en la boca con un palillo de dientes. Tenía la voz más clara y suave de lo que se esperaba.

—Te has metido en una zona acordonada para la investigación, Hole.

—Un hecho incontestable —dijo Harry, y echó una ojeada a su alrededor.

—¿Por qué?

Harry miró al hombre mientras, sin decir nada, iba desechando una respuesta tras otra hasta que cayó en la cuenta de que sencillamente no tenía ninguna.

—Dado que parece que tú sí me conoces, ¿con quién tengo el placer de hablar? —preguntó Harry.

—Dudo mucho que esto sea un placer para ninguno de los dos, Hole. Así que te sugiero que abandones ahora mismo esta escena del crimen, y que no vuelvas a acercarte nunca a ninguna otra escena del crimen de Kripos. ¿Entendido?

—Bueno. Entendido, pero comprenderlo, no lo comprendo. ¿Y si yo pudiera ayudar a la policía aportando por ejemplo una pista del modo en que Marit Olsen…?

—Tu única aportación a la policía —lo interrumpió aquella voz suave— es una fama pésima. Para mí tú eres un borrachín, un delincuente y una alimaña, Hole. Así que te sugiero que te metas debajo de la piedra de la que has salido, antes de que alguien te aplaste de un pisotón.

Harry se quedó mirando al hombre, con la clara sensación de que tanto el cerebro como las entrañas le decían lo mismo: «Acéptalo. Retirada. No tienes nada con lo que responder. Sé un tío listo».

Y de verdad que a Harry le habría gustado ser un tío listo, apreciaría mucho esa cualidad. Sacó el paquete de tabaco.

—¿Y se supone que ese alguien serías tú, Bellman? Porque tú eres Bellman, ¿verdad? El genio que envió tras de mí a ese mono de sauna, ¿no? —preguntó Harry, señalando al finlandés—. A juzgar por ese intento, no serás capaz de aplastar de un pisotón ni a… a…

Harry buscaba febrilmente una analogía adecuada, pero no se le ocurrió ninguna. Mierda de jetlag. Bellman se le adelantó:

—Lárgate, Hole. —Señaló con el pulgar a su espalda—. Venga, vamos. Rápido, rápido.

—Es que yo… —comenzó Harry.

—Exacto —dijo Bellman con una amplia sonrisa—. Es que estás arrestado, Hole.

—¿Qué?

—Te he ordenado tres veces que abandones el lugar de los hechos, y no has obedecido. Las manos a la espalda.

—Mira —gruñó Harry mientras experimentaba la sensación de ser una rata infinitamente predecible en el laberinto del laboratorio—. Yo solo quería…

Berntsen, alias Beavis, le tiró del brazo y el cigarro se le cayó de la boca y fue a parar al suelo mojado. Harry se agachó para cogerlo, pero Jussi le plantó el pie en la espalda y lo tumbó boca abajo. Se dio con la frente en el suelo y notó el sabor a tierra y bilis. Y oyó al oído la voz suave de Bellman:

—Te has resistido al arresto, Hole. Te he dicho que las manos a la espalda, ¿no? Te he dicho que te pongas las manos aquí…

Bellman le puso a Harry la mano en el trasero. Él jadeaba nervioso por la nariz, sin moverse. Porque sabía perfectamente lo que quería Bellman. Agresión a un agente de la ley. Dos testigos. Artículo 127. Pena de hasta cinco años. Game over. Y aunque Harry tenía clarísimo todo aquello, sabía que Bellman no tardaría en salirse con la suya. Por eso se concentró en otra cosa, hizo caso omiso de los gruñidos de Beavis y del agua de colonia de Bellman. Y pensó en ella. En Rakel. Puso las manos a la espalda, encima de la mano de Bellman, y giró la cabeza. El viento acababa de disipar la niebla y ahora pudo ver por encima de ellos el trampolín estilizado y blanco con el cielo gris de fondo. De la plataforma que sobresalía en lo más alto colgaba algo que se movía, una cuerda, tal vez.

Se oyó el clic suave de las esposas.

Bellman los vio alejarse en el coche desde el aparcamiento de la calle Middelthun. La gabardina le aleteaba al viento.

El agente de guardia en el calabozo estaba leyendo el periódico cuando se dio cuenta de la presencia de los tres hombres delante del mostrador.

—Hola, Tore —dijo Harry—. ¿Tienes alguna de no fumadores con vistas?

—Hola, Harry. Cuánto tiempo. —El agente de guardia cogió una llave del armario que tenía detrás y se la dio a Harry—. La suite nupcial.

Harry vio el desconcierto de Tore cuando Beavis se inclinó, cogió la llave y gruñó:

—El arrestado es él, viejo.

Harry miró a Tore como disculpándose mientras Jussi le rebuscaba en el bolsillo y sacaba las llaves y la cartera.

—Estaría bien que llamaras a Gunnar Hagen, Tore. Él…

Jussi dio un tirón de las esposas y el metal se le clavó en la piel de las muñecas, y Harry fue hacia atrás dando tumbos detrás de los dos, en dirección a los calabozos.

Después de dejarlo encerrado en una celda de dos metros y medio por uno y medio, Jussi fue al mostrador de Tore para firmar los documentos mientras Beavis se quedaba mirando a Harry por entre los barrotes de la puerta. Harry se dio cuenta de que quería decirle algo, y esperó. Y al final, lo soltó, pero con la rabia contenida en la voz.

—Dime, Harry, ¿qué se siente? Al haber sido un puto as, y después de haber pillado a dos asesinos en serie y haber estado en la tele y todo eso, y verte aquí ahora, entre rejas.

—¿Por qué estás tan resentido, Beavis? —preguntó Harry en voz baja, y cerró los ojos.

Sentía oleadas en el cuerpo, como si acabara de bajar a tierra después de una larga travesía en barco.

—No estoy resentido. Pero los chulos que disparan los buenos policías me cabrean.

—Tres fallos en la misma frase —dijo Harry, y se tumbó en el catre—. Para empezar, se dice «a los buenos policías»; para continuar, el comisario Waaler no era un buen policía; y para terminar, no le disparé, le arranqué el brazo. Por aquí, por el hombro —dijo Harry señalándole el lugar.

Beavis abrió la boca, y la cerró sin que por ella saliera nada.

Harry volvió a cerrar los ojos.