Reclamación
Eran las tres de la madrugada cuando Harry abandonó el «proyecto sueño» y se levantó.
Abrió el grifo de la cocina y puso debajo un vaso, que mantuvo bajo el chorro hasta que el agua se desbordó y le cayó fría en la muñeca. Le dolía la mandíbula. Clavó la vista en dos fotografías que tenía pegadas en la pared de la encimera.
Una tenía un par de dobleces que la afeaban, la de Rakel con una falda de verano de color azul claro. Aunque no era verano: las hojas que se veían detrás lucían los colores otoñales. El pelo negro le caía por los hombros desnudos. La mirada parecía buscar algo detrás de la cámara, quizá al fotógrafo. ¿Fue él quien hizo aquella foto? Extraño que no se acordara.
La otra era una foto de Oleg. Hecha con el móvil de Harry en Valle Hovin, durante el entrenamiento de patinaje sobre hielo, el invierno del año anterior. Todavía era un chico escuálido, pero si había seguido entrenando, no tardaría en rellenar el jersey rojo de la foto. ¿Qué haría ahora? ¿Dónde estaría? ¿Habría conseguido Rakel hacer un hogar del lugar en el que ahora se encontraban? ¿Un hogar más seguro que el que tenían en Oslo? ¿Habrían entrado en sus vidas otras personas? Cuando Oleg estaba cansado o perdía la concentración, ¿seguiría llamando papá a Harry?
Harry cerró el grifo. Notaba en las rodillas la puerta del armario de debajo del fregadero. Jim Beam susurraba su nombre desde el interior.
Se puso un pantalón y una camiseta, fue al salón y puso Kind of Blues, de Miles Davis. Era el original, en el que no habían compensado el que la grabadora del estudio fuera un pelín lenta y todo el disco resultara en una dislocación imperceptible de la realidad.
Estuvo escuchando un rato antes de subir el volumen para acallar los susurros de la cocina. Cerró los ojos.
Kripos. Bellman.
No había oído antes aquel nombre. Naturalmente, podría haber llamado a Hagen para preguntarle, pero no tuvo fuerzas. Porque tenía una idea remota de lo que podía tratarse. Mejor dejarlo.
Había llegado a la última canción, «Flamenco Sketches», cuando se rindió. Se levantó y cruzó el salón en dirección a la cocina. En el pasillo, giró a la izquierda, se puso las botas Dr. Martens y salió a la calle.
Lo encontró en una bolsa de plástico que tenía un agujero. Algo que parecía sopa de guisantes reseca cubría toda la portada de la carpeta.
Se sentó en el sillón de orejas color verde y empezó a leer temblando.
La primera mujer se llamaba Borgny Stem-Myhre, de treinta y tres años, natural de Levanger. Soltera, sin hijos, con domicilio en Sagene, Oslo. Era estilista, tenía un amplio círculo de amistades, sobre todo peluqueros, fotógrafos y periodistas de publicaciones de moda. Frecuentaba varios de los establecimientos de ocio de la ciudad, y no solo los más en boga. Además, disfrutaba al aire libre y le gustaba ir de cabaña en cabaña, tanto a pie como esquiando.
«Nunca consiguió del todo dejar de ser la muchacha de Levanger que era», se leía en un informe general de los interrogatorios a los compañeros de la mujer. Harry supuso que eran declaraciones de personas que creían haber logrado erradicar de su ser el rastro de la provincia de la que procedían.
«Todos la queríamos, era una de las pocas personas auténticas en este sector.»
«Es incomprensible, no nos explicamos quién querría quitarle la vida.»
«Era demasiado buena. Y, tarde o temprano, todos los hombres de los que se enamoraba se aprovechaban. Se convertía para ellos en un juguete. Sencillamente, apuntaba demasiado alto.»
Harry miró una foto de la mujer. La única en toda la carpeta donde se la veía viva. Rubia, quizá no natural. Mona, no era una belleza indiscutible, pero llevaba la consabida cazadora militar y un gorro de rastafari. Elegante y, de buena, tonta: ¿serían características inseparables?
Había estado en el bar Mono, en la fiesta mensual de lanzamiento y lectura en primicia de la revista Sheness. Estuvo allí de siete a ocho, y Borgny le dijo a una colega también amiga que quería irse a casa a preparar una sesión fotográfica para el día siguiente, para la que el fotógrafo había expresado que sus preferencias de indumentaria eran «una mezcla de selva y punk al estilo de los ochenta».
Daban por hecho que se había dirigido a la parada de taxis más próxima, pero ninguno de los taxistas que trabajaban por allí a la hora en cuestión (se adjuntaban listas de datos de las compañías Norgestaxi y Oslo Taxi) reconoció en la foto a Borgny Stem-Myhre ni hizo ninguna carrera a Sagene. En pocas palabras, nadie la había visto desde que salió de Mono. Hasta que dos albañiles polacos llegaron al trabajo, vieron que habían cortado el candado de la puerta metálica del refugio y entraron. Borgny estaba tendida en el suelo, en una postura distorsionada y totalmente vestida.
Harry observó la foto. La misma cazadora militar. La cara parecía maquillada de blanco. El halógeno arrojaba sombras afiladas sobre la pared del sótano. Sesión fotográfica. Indumentaria no convencional.
El forense había constatado que Borgny Stem-Myhre murió en algún momento entre las veintidós y las veintitrés horas. Hallaron en la sangre rastros de ketamina, un anestésico potente que actúa rápido incluso cuando se inyecta por vía intramuscular. Pero la causa directa de la muerte había sido el ahogamiento causado por la sangre de las heridas que tenía en la boca. Y ahí empezaba lo más preocupante. El forense había encontrado veinticuatro pinchazos en la boca, simétricamente distribuidos y —salvo los que atravesaban la cara— todos exactamente igual de profundos, siete centímetros. Pero los investigadores no tenían ni idea de qué tipo de arma o instrumento se trataba. Lisa y llanamente, nunca habían visto nada igual. En cuanto a pistas, nada de nada: ni huellas dactilares ni ADN ni siquiera una huella de un zapato o de una bota, dado que el día anterior habían limpiado el suelo de cemento para instalar el cableado de la calefacción antes de poner el suelo. En el informe de Kim Erik Lokker, un técnico criminalista al que habrían contratado después de la época de Harry, había una foto de dos piedrecillas de color gris oscuro que encontraron en el suelo y que no procedían de la grava de los alrededores. Lokker señalaba que en las botas de suela con mucho dibujo solían quedar atascadas piedrecillas, que se soltaban cuando uno caminaba por un suelo más firme, como era el caso de aquel suelo de cemento. Y que aquellas dos piedras eran tan poco corrientes que, si aparecían más tarde en la investigación, por ejemplo, en un sendero de grava, podrían localizarse. El informe tenía un añadido posterior a la fecha en que se escribió: habían encontrado pequeños rastros de hierro y de coltán en el interior de dos de las muelas.
Harry ya se imaginaba la continuación. Siguió hojeando.
La otra chica se llamaba Charlotte Lolles. Padre francés, madre noruega. Con domicilio en Lambertseter, Oslo. Tenía veintinueve años. Había estudiado derecho. Vivía sola pero tenía novio, un tal Erik Fokkestad, cuya coartada habían comprobado hacía mucho: se encontraba en un congreso de geología en el parque natural de Yellowstone, en Wyoming, Estados Unidos. Charlotte iba a ir con él, pero le dio prioridad a un juicio importante por una propiedad en el que estaba trabajando.
La última vez que la vieron sus compañeros fue en la oficina, la tarde del martes, en torno a las nueve. Lo más probable es que nunca llegara a su casa, habían encontrado el maletín con la documentación del juicio junto al cadáver, detrás del coche abandonado en el lindero del bosque de Maridalen. Por lo demás, los investigadores del caso también habían interrogado a las dos partes implicadas en el juicio. Según el informe de la autopsia, había fragmentos de pintura de coche y restos de óxido bajo las uñas de Charlotte Lolles, lo que coincidía con el informe del lugar del hallazgo del cadáver, que describía marcas de arañazos alrededor de la cerradura del maletero, como si hubiera tratado de abrirlo. Un examen más minucioso de la cerradura demostró además que la habían forzado con una ganzúa por lo menos una vez. Pero desde luego, no Charlotte Lolles. Harry se imaginaba que, seguramente, estaría encadenada a algo que hubiera en el maletero, y que por eso había intentado abrirlo. Algo que el asesino se había llevado después. Pero ¿qué? ¿Cómo? ¿Y por qué?
Informes de los interrogatorios con citas de una compañera del despacho de abogados: «Charlotte era una joven ambiciosa, siempre se quedaba trabajando hasta tarde. Aunque no sé lo eficaz que sería. Siempre era amable, pero no tan extrovertida como pudieran dar a entender su sonrisa y su aspecto sureño. Un poco reservada, ni más ni menos. Por ejemplo, rara vez mencionaba nada sobre el tío ese que era su pareja. Pero sí, los jefes la apreciaban».
Harry se imaginaba perfectamente a la colega de Charlotte contándole una intimidad tras otra sobre su novio, sin recibir nunca a cambio más que una sonrisa. Y su cerebro de investigador empezó a funcionar como si llevara el piloto automático: pudiera ser que Charlotte hubiese rechazado la adhesión a una hermandad húmeda y destructiva. ¿Y si tenía algo que esconder? ¿Y si…?
Harry contempló las fotos. Facciones algo duras, pero bonitas. Ojos oscuros, parecidos a los de… ¡mierda! Cerró los ojos. Los abrió otra vez. Siguió hojeando el informe del forense. Fue leyendo hasta el final del folio.
Tuvo que volver a mirar el nombre de Charlotte en el encabezado, para cerciorarse de que no estaba leyendo otra vez el informe de Borgny. El anestésico. Las veinticuatro heridas de la boca. El ahogamiento. Ningún otro signo de violencia física, ningún indicio de abuso sexual. La única diferencia era la hora de la muerte, entre las veintitrés y la medianoche. En este caso, además, habían encontrado rastros de hierro y coltán en uno de los dientes de la víctima. Seguramente porque la Científica supuso que podría ser relevante, dado que habían hallado los mismos restos en las dos víctimas. Coltán. ¿No era con eso con lo que habían construido al Terminator de Schwarzenegger?
Harry se dio cuenta de que ya estaba totalmente despierto, de que estaba sentado en el borde de la silla. Notaba el temblor, la tensión. Y las náuseas. Como cuando tomó el primer trago, el que le revolvió el estómago, el que su cuerpo rechazaba desesperadamente. Y del que luego no tardaba en suplicar que le dieran más. Y más, y más. Hasta que lo aniquilara a él y a todos los que tuviera a su alrededor. Como esto. Harry se levantó tan rápido que se mareó. Cogió la carpeta. Sabía que era demasiado gruesa, pero se las arregló de todos modos para partirla en dos.
Recogió las dos mitades y las llevó otra vez al contenedor. Las metió dentro pegadas al borde y apartó las bolsas para que los documentos de la investigación se deslizaran por la pared hasta el fondo. El camión de la basura debería pasar al día siguiente o al otro.
Harry volvió y se sentó en la silla.
Cuando la noche se tiñó de las primeras pinceladas grises al otro lado de la ventana, oyó los sonidos tempranos de una ciudad que se despertaba. Pero por encima del rumor de la incipiente aceleración matinal en la calle Pilestredet, también oía la sirena débil y lejana de un coche de policía que iba aumentando la frecuencia. Podía ser cualquier cosa. Oyó otra sirena que empezaba a sonar. Cualquier cosa. Y otra. No, no era cualquier cosa.
Sonó el teléfono fijo.
Harry contestó.
—Soy Hagen. Acabamos de recibir un mens…
Harry colgó.
Empezó a sonar otra vez. Miró por la ventana. No había llamado a Søs. ¿Por qué no? ¿Porque no quería que lo viera su hermana pequeña, su admiradora más entusiasta, más incondicional? La que tenía lo que ella llamaba «un toque de síndrome de Down» pero que, de todos modos, se las arreglaba en la vida muchísimo mejor que él. Ella era la única persona a la que no podía permitirse decepcionar.
El teléfono dejó de sonar. Y empezó otra vez.
Harry descolgó el auricular.
—No, jefe. La respuesta es no, no quiero trabajar.
Durante unos segundos, se hizo el silencio al otro lado. Hasta que oyó una voz desconocida:
—Llamo de Oslo Energi. ¿El señor Hole?
Harry soltó un taco para sus adentros.
—Sí, ¿qué quiere?
—No ha pagado usted las facturas que le hemos enviado, y tampoco ha respondido a los avisos de interrupción del suministro. Llamaba para anunciarle que vamos a cortar la luz de su piso de la calle Sofie número 5, a partir de las doce de hoy.
Harry no respondió.
—Se podrá restablecer cuando hayamos recibido en nuestra cuenta la cantidad pendiente.
—Y la cantidad es…
—Con los intereses, las gestiones de reclamación y las de corte del suministro son catorce mil cuatrocientas sesenta y tres coronas.
Pausa.
—¿Hola?
—Sí, sigo aquí. En estos momentos no tengo ese dinero.
—La cantidad adeudada se pasará a cobro ejecutivo. Entre tanto, esperemos que la temperatura no baje de cero, ¿verdad?
—Verdad —afirmó Harry antes de colgar.
El sonido de las sirenas subía y bajaba allá fuera.
Harry se fue a la cama. Estuvo un cuarto de hora tumbado con los ojos cerrados, hasta que se levantó, se puso la ropa otra vez y dejó el apartamento para coger el tranvía al Rikshospitalet.