8

Snow Patrøl

Eran las tres de la tarde cuando Harry se despertó. Abrió la bolsa, se puso ropa limpia, encontró un abrigo de lana en el armario y salió. La llovizna lo despabiló lo suficiente como para que tuviera un aspecto más o menos sobrio cuando entró en el local parduzco impregnado de humo del restaurante Schrøder. Su mesa de siempre estaba ocupada, así que se sentó en la del fondo, debajo de la tele.

Miró a su alrededor. Detrás de los vasos de cerveza divisó unas cuantas caras que no había visto con anterioridad; por lo demás, allí se había detenido el tiempo. Nina se le acercó y le puso delante una jarra blanca y una cafetera de acero llena de café.

—Harry —dijo la camarera, no a modo de saludo, sino más bien para confirmar que de verdad era él.

Harry asintió.

—Hola, Nina. ¿Los periódicos atrasados?

Nina se metió en la trastienda y volvió con un montón de periódicos amarillentos. Harry nunca se explicó por qué en el Schrøder guardaban los periódicos viejos, pero a él le había venido bien en más de una ocasión.

Long time —dijo Nina antes de marcharse.

Y Harry recordó lo que le gustaba del Schrøder, aparte de que era el restaurante con licencia para servir alcohol más próximo a su casa. Las frases cortas. Y el respeto por la vida privada de cada cual. Constataban que habías vuelto, y no exigían ninguna explicación del tiempo transcurrido entre tanto.

Harry se sirvió dos tazas de aquel café sorprendentemente malo mientras hojeaba los periódicos con algo así como una técnica de rebobinado, para hacerse una idea general de lo que había sucedido en el reino aquellos últimos meses. Como de costumbre, no era gran cosa. Y eso era lo que más le gustaba de Noruega.

Alguien había ganado el concurso del programa de televisión Idol, a un famoso lo habían descalificado de un concurso de baile, un futbolista de tercera división había consumido cocaína, y Lene Galtung, la hija del armador Anders Galtung, había heredado anticipadamente algunos de sus millones y se había prometido con Tony, un inversor muy guapo, pero seguramente no tan rico. El redactor de Liberal, Arve Støp, decía que para una nación que deseaba que la considerasen un modelo socialdemócrata, empezaba a ser un poco vergonzoso seguir siendo una monarquía. Todo seguía igual.

Harry no vio ninguna noticia relacionada con algún asesinato hasta los periódicos de diciembre. Reconoció por la descripción de Kaja el lugar de los hechos, el sótano de un complejo de oficinas que estaban construyendo en Nydalen. La causa de la muerte no estaba clara, pero la policía no descartaba el asesinato.

Harry siguió hojeando y se detuvo a leer sobre un político que se jactaba de haber renunciado al cargo de diputado para estar más con la familia.

El archivo periodístico del Schrøder no estaba completo ni mucho menos, pero el segundo asesinato apareció en un ejemplar de dos semanas más tarde.

Habían encontrado a la mujer en un Datsun viejo que habían abandonado en el lindero del bosque junto al lago Dausjøen, en Maridalen. La policía no descartaba que se tratara de un «acto delictivo», pero tampoco en este caso revelaban ningún detalle sobre la causa de la muerte.

Harry ojeó todo el artículo y concluyó que el silencio de la policía se debía a lo de siempre: no tenían ninguna pista, nada, el radar peinaba un mar desierto.

Solo dos homicidios. Aun así, Hagen parecía muy seguro al afirmar que se trataba de un asesino en serie. De modo que ¿cuál era la conexión? ¿Qué era lo que no decían los periódicos? Harry notó que su cerebro recorría los circuitos de siempre que tan bien conocía, maldijo el hecho de no poder dejar de pensar en aquello y siguió hojeando.

Cuando no quedaba café en la cafetera, dejó en la mesa un billete arrugado y salió a la calle. Se cerró mejor el abrigo y miró al cielo gris entornando los ojos.

Llamó a un taxi libre que paró junto al borde de la acera. El taxista se inclinó en diagonal hacia atrás y abrió la puerta trasera. Un truco que rara vez se veía en la actualidad y que Harry decidió premiar con una propina. No solo porque eso le permitía entrar en el taxi directamente, sino porque en la ventanilla de la puerta acababa de reflejarse una cara tras el volante del coche que había aparcado detrás de Harry.

—Al Rikshospitalet —dijo Harry, y se deslizó hacia la mitad del asiento trasero.

—Ahora mismo —dijo el taxista.

Harry se fijó en el espejo retrovisor mientras se alejaban de la acera.

—Mejor vamos primero al 5 de la calle Sofie.

En la calle Sofie, el taxi se quedó esperando con la risa bronca del motor diésel en marcha mientras Harry subía las escaleras a zancadas largas y rápidas y sopesaba mentalmente las alternativas.

¿La Tríada? ¿Herman Kluit? ¿O la paranoia de toda la vida? Sus bártulos seguían donde los había dejado antes de irse, en la caja de herramientas de la despensa. La identificación caducada. Dos pares de esposas de la marca Hiatts, con el cierre de muelles para el speed-cuffing. Y el arma reglamentaria, un Smith & Wesson del calibre 38.

Cuando Harry volvió a la calle entró directamente en el taxi, sin mirar a la derecha ni a la izquierda.

—¿Al Rikshospitalet? —preguntó el taxista.

—Bueno, tú ve en esa dirección —respondió Harry, mirando por el retrovisor cuando giraban hacia la calle Stensberggata antes de subir por Ullevålsveien.

No vio nada. Lo que podía significar una de dos: que era la paranoia de toda la vida o que el tío era bueno.

Harry dudó, pero al final dijo:

—Al Rikshospitalet.

No le quitó ojo al espejo mientras pasaban por la iglesia de Vestre Aker y por el hospital de Ullevål. Debía evitar por todos los medios conducirlos allí donde era más vulnerable; allí donde siempre intentarían llegar: a su familia.

El hospital más grande del país se hallaba en un lugar elevado, por encima del resto de la ciudad.

Harry pagó al taxista, que le dio las gracias por la propina y repitió el truco al cerrar la puerta de atrás.

Las fachadas de los edificios se alzaban ante Harry y el cielo bajo parecía rozar los tejados.

Respiró hondo.

Olav Hole le sonrió con tanta dulzura y sin fuerzas con aquel camisón del hospital que Harry tuvo que tragar saliva.

—Estaba en Hong Kong —dijo Harry—. Tenía que pensar.

—¿Y lo has hecho?

Harry se encogió de hombros.

—¿Qué dicen los médicos?

—Lo menos posible. Seguramente no es buena señal, pero me he dado cuenta de que lo prefiero así. Enfrentarse a las realidades de la vida no ha sido nunca el lado fuerte de nuestra familia, como tú sabes.

Harry se preguntaba si terminarían hablando de su madre. Esperaba que no.

—¿Tienes trabajo?

Harry meneó la cabeza. Su padre tenía el pelo tan fino y tan blanco sobre la frente que pensó que no era suyo, que se lo habían dado en el hospital junto con el pijama y las zapatillas.

—¿Nada? —dijo el padre.

—Me han ofrecido la posibilidad de dar clase en la Escuela Superior de Policía.

Era casi verdad. Hagen se lo había propuesto después del caso del Muñeco de Nieve, como una especie de baja.

—¿Profesor? —El padre rió bajito y con precaución, como si reír más fuerte pudiera acabar con él—. Yo creía que uno de tus principios era no hacer nunca nada que hubiera hecho yo.

—Eso no es así.

—Bien, tú siempre has hecho las cosas a tu manera. Esos asuntos policiales… En fin, supongo que debo estar agradecido de que no hayas hecho como yo. No soy ningún ejemplo. Ya sabes que después de la muerte de tu madre…

Harry llevaba veinte minutos en aquella habitación blanca de hospital y ya tenía ganas de salir corriendo.

—Después de la muerte de tu madre no he sido capaz de conseguir que las cosas funcionen. Me encerré en mí mismo, no me gustaba la compañía de los demás. Me parecía que en soledad estaba más cerca de ella. Pero estaba equivocado, Harry. —El padre sonrió con dulzura—. Sé que ha sido duro perder a Rakel, pero no debes hacer como yo. No debes olvidarte de ti mismo, Harry. No debes cerrar la puerta y tirar la llave.

Harry se miró las manos, asintió y notó un hormigueo por todo el cuerpo. Tenía que meterse algo, una cosa u otra.

Entró un enfermero, dijo que se llamaba Altman, les mostró una jeringa y, ceceando un poco, anunció que iba a ponerle a «Olav» algo que le permitiera dormir mejor. Harry estuvo a punto de preguntarle si no podía ponerle algo a él también.

Su padre se tumbó de lado. La piel de la cara le colgaba un poco y parecía mayor que cuando estaba boca arriba. Miró a Harry con pesadumbre y con los ojos brillantes.

Harry se levantó tan rápido que las patas de la silla arañaron el suelo ruidosamente.

—¿Adónde vas?

—A fumarme un cigarro —dijo Harry—. No tardo.

Harry se subió a un muro bajo desde el que divisaba el aparcamiento y encendió un Camel. Al otro lado de la autopista veía el barrio de Blindern y los edificios de la universidad donde había estudiado su padre. Había quienes decían que los hijos siempre se convertían en variantes más o menos disimuladas de sus padres, que la sensación de haber roto con el modelo no era más que una ilusión, que uno volvía al origen, que la fuerza gravitatoria de la sangre no solo era más fuerte que la voluntad, sino que era la voluntad misma. Harry siempre pensó que él era la prueba viviente de lo contrario. En ese caso, ¿por qué ver el rostro arrugado y desprotegido del padre en el almohadón fue como verse a sí mismo en el espejo? Y oírlo hablar era como oírse a sí mismo. Oír sus pensamientos, sus palabras, como el taladro de un dentista que, con seguridad incuestionable, encontrara directamente los nervios de Harry. Pues porque él era una copia. ¡Mierda! Harry se percató de un Corolla blanco que había en el aparcamiento.

Siempre el blanco, es el color más anónimo que existe. El color del Corolla que había delante del Schrøder, en el que vio la cara detrás del volante, la misma cara que no hacía ni veinticuatro horas lo miraba con aquellos ojos achinados.

Harry apagó el cigarro y se apresuró a entrar de nuevo. Ralentizó el paso al llegar al pasillo que conducía a la habitación de su padre. Giró y llegó a una sala de espera abierta donde fingió que buscaba entre el montón de revistas que había en la mesa mientras inspeccionaba con el rabillo del ojo a las personas que había allí sentadas.

El hombre se ocultaba detrás de un ejemplar de Liberal. Harry cogió uno de la revista Se og Hør, con fotos de Lene Galtung y su prometido, y se fue.

Olav Hole tenía los ojos cerrados. Harry le acercó el oído a la boca. La respiración era tan silenciosa que apenas se oía, pero notó la ráfaga del aliento en la mejilla.

Harry se quedó un rato sentado en la silla que había junto a la cama mirando a su padre, mientras la memoria reproducía recuerdos de la infancia mal editados, en un orden cronológico erróneo y sin otro hilo conductor que el hecho de ser cosas que, por lo menos, recordaba.

Luego colocó la silla junto a la puerta, que dejó entreabierta, y se sentó a esperar.

Media hora después vio al hombre acercarse por el pasillo desde la sala de espera. Harry constató que aquel hombre compacto y de baja estatura era más zambo de lo normal, parecía que llevara una pelota de playa entre las rodillas. Antes de entrar por una puerta señalizada con un signo internacionalmente conocido como el de los servicios de caballeros, se tiró hacia arriba del cinturón, como si llevara colgando algún objeto pesado.

Harry se levantó y lo siguió.

Se paró delante de los servicios y contuvo la respiración. Hacía tanto tiempo… Luego empujó la puerta y se coló dentro.

Los servicios eran como el Rikshospitalet: limpios, elegantes, nuevos y sobredimensionados. A lo largo de una de las paredes había seis puertas, en ninguna de cuyas cerraduras se veía la pestaña roja. En otra pared, más corta, había cuatro lavabos, y en la otra pared, cuatro urinarios de porcelana a media altura. El hombre estaba delante de uno de ellos, de espaldas a Harry. Una tubería recorría la parte baja de la pared que tenía enfrente. Parecía sólida. Lo bastante sólida. Harry sacó el revólver y las esposas. La etiqueta internacional en los servicios de caballeros dictaba que se evitase mirar a los demás. El contacto visual, incluso fortuito, era motivo de asesinato. De ahí que el hombre no se volviera a mirar a Harry. Ni cuando Harry, con un cuidado infinito, giró el pestillo de la puerta de entrada de los servicios, ni cuando se le acercó con paso silencioso, ni tampoco cuando le puso la boca del revólver en el pliegue grasiento de la transición entre la nuca y la cabeza y le susurró lo que un colega solía decir que todos los policías debían poder pronunciar al menos una vez a lo largo de su carrera:

Freeze.

El hombre hizo exactamente lo que le decía. Harry vio que se le erizaba la piel rasurada del pliegue de la nuca al tiempo que el hombre se ponía rígido.

Hands up.

El hombre levantó por encima de la cabeza un par de brazos cortos y vigorosos. Harry se inclinó. Y en ese mismo momento, comprendió que había metido la pata. El hombre actuó con una rapidez asombrosa. De sus horas de entrenamiento en técnicas de lucha cuerpo a cuerpo contra la droga, Harry sabía que se trataba de saber dar una paliza pero también de saber recibirla. Que el arte consiste en relajar los músculos, en comprender que el castigo no puede evitarse, solo minimizarse. Así que cuando el hombre se giró, casi como una bailarina con la rodilla en alto, Harry reaccionó siguiendo el movimiento. Logró desplazar el cuerpo en la misma dirección del golpe. De todos modos, el pie lo alcanzó justo encima de la cadera. Perdió el equilibrio, cayó y se deslizó de espaldas por las losetas del suelo hasta que quedó fuera del alcance del otro. Allí se quedó tumbado, soltó un suspiro y miró al techo mientras sacaba el paquete de tabaco. Y se llevó un cigarro a la boca.

Speed-cuffing —dijo Harry—. Lo aprendí el año que estuve en Chicago haciendo un curso del FBI. Cabrini Green, una mierda de habitación realquilada. Para un hombre blanco no había nada que hacer allí por las noches, a menos que quisieras salir a la calle a que te atracaran. Así que me dediqué a dos cosas: a cargar y vaciar en la oscuridad el arma reglamentaria en el menor tiempo posible y a practicar el speed-cuffing con la pata de una mesa.

Harry se incorporó apoyándose en los codos.

El hombre seguía con aquellos brazos tan cortos estirados sobre la cabeza. Tenía las manos esposadas a la tubería. Miraba a Harry inexpresivo.

Mister Kluit sent you? —preguntó Harry.

El otro le sostenía la mirada sin pestañear.

The Triade? I’ve paid my debts, haven’t you heard? —Harry estudiaba la cara impasible del hombre. La mímica, o la falta de mímica, quizá fuera asiática, pero ni la forma de la cara ni el color eran los de un chino. ¿Mogol, quizá?—. So what do you want from me?

El otro no respondía. Lo cual eran malas noticias, porque lo más probable era que no hubieran enviado a aquel hombre para que le exigiera nada, sino para que hiciera algo.

Harry se levantó y rodeó al hombre describiendo un semicírculo para entrarle desde el lado. Sin dejar de apuntarle con el revólver en la sien, introdujo la mano izquierda por el interior de su chaqueta y la deslizó sobre el frío acero de un arma antes de encontrar y sacar la cartera.

Harry retrocedió tres pasos.

Let’s see… mister Jussi Kolkka. —Harry sostenía a la luz una tarjeta de crédito American Express—. Finnish? ¿Finlandés? Entonces puede que entiendas el noruego, ¿no?

El otro no respondió.

—Has sido policía, ¿verdad? Cuando te vi en el aeropuerto de Gardermoen creí que eras de los estupas. ¿Cómo supiste que llegaría precisamente en ese vuelo, Jussi? Me parece lo más natural usar el nombre de pila para dirigirme a un tío que está delante de mí con el pito colgando al aire.

Se oyó un leve carraspeo y el salivazo atravesó el aire girando sobre su propio eje antes de aterrizar en el pecho de Harry.

Harry se miró la camiseta. El escupitajo, negro por el rapé, había caído encima de la «o», de modo que ahora se leía Snow Patrøl.

—O sea que sabes noruego —dijo Harry—. Dime, ¿para quién trabajas, Jussi? ¿Y qué quieres?

En la cara de Jussi no se movió ni un músculo. Alguien tiró del picaporte al otro lado de la puerta, soltó un taco y se largó.

Harry suspiró. Luego, levantó el revólver hasta la frente del finlandés y tiró del martillo hacia atrás.

—Jussi, puede que creas que yo soy una persona normal y cuerda. Bueno, pues verás lo cuerdo que estoy: mi padre se encuentra imposibilitado en una cama de este hospital, tú lo has averiguado y por eso yo tengo un problema. Eso solo puede solucionarse de una manera. Por suerte, estás armado, así que nada impide que le diga a la policía que fue en defensa propia.

Harry tiró un poco más del martillo. Y notó las náuseas que tan bien conocía.

—Kripos.

Harry soltó el martillo.

Repeat?

—Soy de Kripos —respondió en sueco con ese acento finlandés con el que tantos chistes hacían los noruegos en los banquetes de boda.

Harry se quedó mirando al hombre. Ni por un momento se le ocurrió dudar de que dijera la verdad. Aun así, era del todo incomprensible.

—Mi cartera —masculló el finlandés, aunque la rabia que le resonaba en la voz no se reflejaba en la mirada.

Harry abrió la cartera y repasó el contenido. Sacó una tarjeta de identificación plastificada. La información era escasa pero suficiente. El hombre que Harry tenía delante era empleado de la policía judicial noruega, Kripos, la unidad central de Oslo que apoyaba —y por lo general dirigía— la investigación de casos de asesinato en todo el país.

—¿Y qué coño quiere Kripos de mí?

—Pregúntale a Bellman.

—¿Quién es Bellman?

El finlandés dejó escapar un ruidito breve, difícil decir si fue una tos o una risita.

—El comisario jefe Bellman, desgraciado. Mi jefe. Pero suéltame ya, cute boy.

—Mierda —dijo Harry mirando la identificación—. Mierda, mierda.

Dejó caer la cartera en el suelo y se volvió hacia la puerta.

—¡Oye, oye!

Los gritos del finlandés se extinguieron detrás de Harry cuando la puerta se cerró tras él, que siguió el pasillo hacia la salida. El enfermero que había atendido a su padre apareció caminando en sentido contrario y lo saludó sonriente cuando se le acercó. Harry lanzó al aire la llave de las esposas.

—Altman, en el váter hay un exhibicionista.

El enfermero atrapó la llave entre las manos con un acto reflejo. Harry se alejó sintiendo en la espalda la mirada de asombro hasta que cruzó la puerta.