Vuelta a casa
Un Volvo Amazon, el último que había salido de la fábrica en 1970, se detuvo ante el paso de cebra de la terminal de llegadas de Gardermoen, el aeropuerto de Oslo.
Una hilera de niños de guardería con impermeable desfilaba delante. Alguno de ellos miró con curiosidad aquel coche viejo y raro con las franjas de los vehículos de carreras a lo largo de la carrocería, y a los dos hombres que había sentados detrás de los limpiaparabrisas, que barrían la lluvia matutina.
El hombre que iba en el asiento del copiloto, el comisario Gunnar Hagen, sabía que ver una hilera de niños caminando por parejas de la mano debería arrancarle una sonrisa y hacerle pensar en unidad, generosidad, consideración, en cuidar unos de otros. Pero la primera asociación de Hagen fue la imagen de un grupo de gente dando una batida en busca de una persona a la que dan por sentado que encontrarán asesinada. Eso era lo que el trabajo en Delitos Violentos hacía con uno. O, como algún listillo había escrito en la puerta del despacho de Hole: «I see dead people».
—¿Y qué coño hace una guardería en un aeropuerto? —preguntó el hombre que iba al volante.
Se llamaba Bjørn Holm, y el Amazon era su posesión más preciada. El solo olor del aparato de calefacción, estruendoso pero increíblemente eficaz, los asientos de escay, con el sudor de años incrustado, y aquella bandeja para sombreros tan polvorienta le infundían paz en el alma. En particular cuando a todo eso se añadía el ruido del motor a las revoluciones adecuadas, es decir, a unos ochenta kilómetros por hora en llano, y con Hank Williams en el reproductor de casetes. Bjørn Holm, de la Científica de Bryn, era un paleto pijo de Skreia, con botas de vaquero en piel de serpiente y la cara redonda como una luna con los ojos algo saltones, que le otorgaban una expresión de asombro permanente. Esa cara había inducido a error a más de un jefe de investigación: la verdad era que con Bjørn Holm tenían en la Científica al técnico de mayor talento desde los días de gloria de Weber. Holm llevaba una cazadora de ante con flecos y un gorro rastafari de lana del que sobresalían las chuletas más rojas que Hagen había visto a ese lado del mar del Norte, y que le cubrían las mejillas casi por completo.
Holm metió el Amazon en el aparcamiento de corta estancia, donde el coche se detuvo con un jadeo, antes de que los dos hombres se bajaran. Hagen se subió el cuello del abrigo, lo que, naturalmente, no impidió que la lluvia le bombardeara la calva reluciente que, por lo demás, estaba rodeada de un cabello negro tan espeso y fuerte que había quien pensaba que Gunnar Hagen tenía un pelo espléndido, pero un peluquero algo excéntrico.
—Oye, ¿estás seguro de que esa cazadora aguanta la lluvia? —preguntó Hagen mientras se dirigían a buen paso hacia la entrada.
—No —dijo Holm.
Kaja Solness los había llamado cuando iban en el coche para informarlos de que el avión de SAS procedente de Londres había aterrizado con diez minutos de antelación con respecto a la hora prevista. Y que había perdido a Harry Hole.
Gunnar Hagen miró a su alrededor tras pasar por las puertas giratorias, vio a Kaja sentada en la maleta junto al mostrador de los taxis, le hizo una seña y se encaminó a la puerta del vestíbulo de llegadas. Él y Holm aprovecharon para entrar cuando se abrió dando paso a los pasajeros que salían. Un vigilante fue a detenerlos, pero asintió con la cabeza o, en fin, casi hizo una reverencia, cuando Hagen le enseñó la identificación y bufó un conciso: «Policía».
Hagen giró a la derecha y pasó por delante de los funcionarios de aduanas y de sus perros, por delante de los mostradores de metal reluciente que le recordaban a las camillas que tenían en medicina legal, hasta llegar al cubículo de la parte trasera, que estaba cerrado.
Una vez allí, se detuvo tan bruscamente que Holm chocó con él por detrás. Frente a él, una voz conocida susurró entre dientes:
—Hola, jefe. Siento no poder ponerme derecho.
Bjørn Holm miró desde detrás del jefe de grupo.
Vio un espectáculo que tardaría mucho en olvidar.
Inclinado sobre el respaldo de una silla se encontraba aquel hombre que no solo era una leyenda viva en la Comisaría General de Oslo, sino que todos los policías de Noruega habían oído contar alguna que otra historia inverosímil sobre él, para bien o para mal. Un hombre con el que Holm había trabajado muy íntimamente, aunque no tanto como el agente de aduanas que se hallaba detrás de la leyenda, y cuya mano enfundada en un guante de látex estaba parcialmente atrapada entre las nalgas blancuzcas de aquel héroe.
—Es mío —dijo Hagen al de aduanas, y le enseñó la identificación—. Déjalo ir.
El aduanero se quedó mirando a Hagen con cara de no querer renunciar, pero al ver la señal que, con los ojos cerrados, le hacía un aduanero de más edad con divisas doradas en las hombreras, le dio una última vuelta a la mano antes de sacarla. La víctima se quejó un poco.
—Ponte los pantalones, Harry —dijo Hagen, y se dio media vuelta.
Harry se vistió y se volvió hacia el aduanero, que estaba quitándose el guante de látex.
—¿A ti también te ha gustado?
Kaja Solness se levantó de la maleta cuando vio salir por la puerta a sus tres colegas. Bjørn Holm fue por el coche mientras Gunnar Hagen iba al quiosco a comprar algo de beber.
—¿Suelen controlarte en la aduana? —preguntó Kaja.
—Todas las veces —dijo Harry.
—Yo creo que a mí no me han parado nunca en un control de aduanas.
—Lo sé.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque van buscando miles de señales, y tú no presentas ninguna de ellas. Mientras que yo tengo la mitad, por lo menos.
—¿Quieres decir que en la aduana tienen prejuicios?
—Bueno. ¿Tú has traído algo de contrabando alguna vez?
—No. —Kaja sonrió—. Vale. Pero si fueran buenos, también deberían haberse dado cuenta de que eras policía. Y haberte dejado pasar.
—Se habrán dado cuenta, seguro.
—Venga ya. Solo en las películas se dan cuenta de quién es policía.
—Claro. Un policía venido a menos.
—¿No me digas?
Harry buscó en el bolsillo el paquete de tabaco.
—Pasea la vista por el mostrador de los taxis. Hay un tío con los ojos pequeños y achinados. ¿Lo ves?
Ella asintió.
—Se ha tirado del cinturón dos veces desde que hemos salido. Como si llevara colgado algo de mucho peso. Un par de esposas o una porra. Es un gesto automático cuando has trabajado patrullando o en los calabozos varios años.
—Pues yo he trabajado en la patrulla y nunca…
—Ahora trabaja en estupefacientes, y vigila a la gente que parece más aliviada de la cuenta después de pasar la aduana. O que se va directamente a los servicios porque ya no soporta más llevar la mercancía en el ano. O las maletas que pasan a las manos de un pasajero ingenuo y solícito a las del traficante que ha convencido al idiota de que pase la aduana con esa maleta de nada llena de drogas.
Kaja ladeó la cabeza y miró a Harry con una sonrisita en los labios.
—O también puede que sea un tío normal con los pantalones caídos que está esperando a su madre. Y que tú estés equivocado.
—Claro —dijo Harry, miró su reloj y luego el que había en la pared—. Eso pasa continuamente. ¿De verdad que es mediodía?
El Volvo Amazon salió a la autovía cuando se encendían las farolas.
Holm y Kaja conversaban animadamente en los asientos delanteros mientras Townes van Zandt lloriqueaba con mesura en el reproductor de casetes. En el asiento trasero, Gunnar Hagen pasaba la mano por la piel brillante del maletín que llevaba en el regazo.
—Me gustaría poder decir que tienes buen aspecto —dijo en voz baja.
—El jetlag, jefe —dijo Harry, más tumbado que sentado.
—¿Qué te ha pasado en la mandíbula?
—Es una historia larga y aburrida.
—Da igual, bienvenido a casa. Lamento las circunstancias.
—Yo creía que había presentado la dimisión.
—Sí, pero ya lo habías hecho otras veces.
—Ya, entonces ¿cuántas tengo que presentar?
Gunnar Hagen miró al que fuera su comisario y bajó las cejas y la voz un poco más:
—Como te decía, lamento las circunstancias. Y sé que el último caso te afectó mucho. Que tú y la gente que te importa os visteis involucrados de un modo que…, bueno, que es normal que uno quiera llevar otro tipo de vida. Pero este es tu trabajo, Harry, es lo que sabes hacer.
Harry moqueaba como si tuviera el típico resfriado que se coge al volver a casa.
—Dos asesinatos, Harry. Ni siquiera estamos seguros de cómo los han perpetrado, solo de que son idénticos. Pero, dada la experiencia de la última vez, que tan cara nos costó, sabemos lo que es.
Hagen guardó silencio.
—No es peligroso pronunciar esa palabra, jefe.
—No sé qué decirte.
Harry contempló los campos ondulantes, de color ocre y sin nieve.
—Han dicho varias veces «que viene el lobo», pero resulta que el asesino en serie es una especie rara.
—Lo sé —dijo Hagen—. El Muñeco de Nieve es el único que hemos visto en nuestro país en toda mi carrera. Pero esta vez estamos bastante seguros. No existe ninguna relación entre las víctimas, y el anestésico que hemos encontrado en la sangre de ambas es idéntico.
—Pues ya tenéis algo. Suerte.
—Harry…
—Jefe, búscate a alguien apropiado para el trabajo.
—Tú eres el apropiado.
—Yo estoy hecho pedazos.
Hagen tomó aire.
—Pues te recomponemos.
—Beyond repair —dijo Harry.
—Tú eres el único en el país con competencia y experiencia en asesinos en serie.
—Tráete a un americano.
—Tú sabes que no funciona así.
—Pues lo siento.
—¿Lo sientes? Ya van dos muertas, por ahora, Harry. Mujeres jóvenes…
Harry levantó la mano al ver que Hagen abría el maletín y sacaba un sobre marrón.
—Lo digo en serio, jefe. Gracias por pagar mi pasaporte y todo eso, pero para mí se han acabado las fotos sangrientas y los informes de matadero.
Hagen miró a Harry un tanto dolido, pero dejó el sobre en el regazo.
—Échale un vistazo, es todo lo que te pido. Y que cierres el pico y no digas que estamos trabajando en este caso.
—Vaya, ¿y por qué?
—Es complicado. Tú no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo?
La conversación en la parte delantera había terminado y Harry se concentró en la nuca de Kaja. Dado que el Amazon de Bjørn Holm se fabricó antes de que alguien inventara la expresión «síndrome del latigazo», no tenía reposacabezas, por eso Harry podía ver la delicada nuca de Kaja, con el pelo recogido, el finísimo vello blanco sobre la piel, y pensó en lo vulnerable que era todo, en lo rápido que cambiaban las cosas, y en cuántas cosas podían destruirse en cuestión de segundos. En que eso era la vida: un proceso de destrucción, una descomposición de algo que, en el punto de partida, es perfecto. Lo único que le otorgaba un poco de tensión era si la destrucción sería repentina o lenta. Era una idea triste. Pero él la tenía por cierta. Hasta que entraron en el túnel de Ibsen, una parte gris y anónima del mecanismo de tráfico de la ciudad que podría haberse encontrado en cualquier otra ciudad del mundo. De todos modos, allí fue donde se dio cuenta. La alegría irrefrenable e incondicional de estar allí. En Oslo. En casa. Fue un sentimiento tan dominante que, por unos segundos, se le olvidó por completo por qué había vuelto.
Harry se quedó mirando el número 5 de la calle Sofie mientras el Amazon desaparecía a su espalda. Había en las fachadas más grafiti que cuando se fue, pero el color azul de debajo era el mismo.
Y en fin, había dicho que no aceptaba el caso. Que tenía a su padre en el hospital, que esa era la única razón de su presencia allí. Lo que no les había dicho era que, si hubiera podido elegir entre enterarse o no de la enfermedad de su padre, habría preferido no enterarse. Porque no estaba allí por cariño. Estaba allí por vergüenza.
Harry levantó la vista hacia las dos ventanas negras de la tercera planta que correspondían a su apartamento.
Abrió el portal y entró en el patio. El contenedor de basura estaba donde siempre. Harry levantó la tapa. Le había prometido a Hagen que echaría un vistazo a la documentación del caso. Pero solo para que el jefe no quedara mal: después de todo, el pasaporte le había costado a la sección unas cuantas coronas. Harry deslizó la carpeta por debajo de la tapadera y la dejó caer entre bolsas de plástico a rebosar de posos de café, pañales, fruta podrida y mondas de patata. Aspiró el olor y pensó en lo sorprendentemente internacional que era el olor a basura.
Todo estaba intacto en el apartamento de dos habitaciones y, aun así, algo era distinto. Un brillo de polvo grisáceo, como si alguien acabara de irse de allí, pero la escarcha del aliento aún flotara en el aire. Fue al dormitorio, dejó la bolsa de viaje y cogió el cartón de tabaco sin empezar. Allí dentro todo seguía igual: gris como la piel de un cadáver de dos días. Se tumbó boca arriba en la cama. Cerró los ojos. Saludó a aquellos sonidos tan familiares. Como el goteo del agujero del canalón en el alféizar de la ventana. No era el gotear lento y tranquilizador del techo de Hong Kong, sino un tamborileo febril, un punto intermedio entre goteo y lluvia, como un recordatorio de que el tiempo pasaba, los segundos corrían, el final de la línea numerada se acercaba. A él solía recordarle a La Línea, la figura de animación italiana que, al cabo de cuatro minutos, siempre terminaba por caer, por desaparecer allí donde la línea del dibujante, del creador, desaparecía bajo sus pies.
Harry sabía que había una botella de Jim Beam medio llena en el mueble del fregadero. Sabía que podría empezar donde lo había dejado cuando se fue del apartamento. Joder, si ya estaba borracho cuando se sentó en el taxi que lo llevaría al aeropuerto aquel día, seis meses atrás. Normal que no hubiera conseguido llegar a Manila.
También podía ir a la cocina y vaciar el contenido de la botella en el fregadero.
Harry soltó un lamento.
Era ridículo que se preguntara a quién se parecía ella. Él sabía muy bien a quién se parecía. Se parecía a Rakel. Todas se parecían a Rakel.