3

Hong Kong

La lluvia no se rindió a la primera. Ni tampoco a la segunda. Sencillamente, no se rindió. Hacía un tiempo húmedo y templado, semana tras semana. La tierra estaba empapada de agua, las autopistas europeas se hundían, las aves migratorias dejaron de emigrar y advirtieron de la existencia de insectos de los que no se había tenido noticia hasta ahora tan al norte. El almanaque decía que era invierno, pero las colinas de Oslo aparecían no solo sin nieve, sino que ni siquiera estaban de color pardo. Estaban verdes y acogedoras, como la pista de césped artificial de Sogn, donde los deportistas, abatidos, se dedicaban a hacer jogging con sus leotardos tipo Dæhlie, mientras esperaban en vano poder esquiar alrededor del lago Sognsvann. La noche de fin de año, la bruma era tan densa que el sonido de los cohetes llegaba perfectamente desde el centro de Oslo hasta Asker, pero ni siquiera quienes los lanzaban desde su jardín veían ni rastro de ellos. De todos modos, los noruegos quemaron esa noche fuegos artificiales por valor de seiscientas coronas por familia, según un estudio de consumo que también demostró que la cantidad de noruegos que hacía realidad el sueño de unas navidades blancas en las blancas playas de Tailandia se había duplicado en tan solo tres años. Pero también en el Sudeste Asiático parecía que el tiempo estuviese consumiendo ácido: las amenazantes espirales en forma de arroba, que normalmente solo se veían en el mapa del tiempo en la estación de los tifones, aparecían ahora en hilera una tras otra adentrándose en el mar de China. En Hong Kong, donde febrero es por lo general uno de los meses de más sequía del año, llovía torrencialmente aquella mañana, y la falta de visibilidad obligó al vuelo 731 de Cathay Pacific Airways procedente de Londres a dar una vuelta de más antes de poder aterrizar en Chek Lap Kok.

—Da gracias a que no tenemos que aterrizar en el antiguo aeropuerto —dijo el pasajero de facciones orientales que iba al lado de Kaja Solness, cuyos puños se aferraban con desesperación a los brazos del asiento—. Estaba en medio de la ciudad y nos habríamos estrellado contra alguno de los rascacielos.

Eran las primeras palabras que el hombre había pronunciado desde que despegaron hacía doce horas. Kaja aprovechó de mil amores la oportunidad de concentrarse en otra cosa que no fuera el hecho de que se encontraba en el aire, por el momento, además, lleno de turbulencias.

—Gracias, sir, es muy tranquilizador. ¿Es usted inglés? —El hombre dio un respingo, como si le hubiera dado una bofetada, y ella se dio cuenta de que lo había insultado gravemente al sugerir que perteneciera a los señores coloniales de antaño—: O… ¿chino, quizá?

El hombre negó con un gesto vehemente.

—Chino de Hong Kong. ¿Y usted, señorita?

Kaja Solness dudó un instante si responder que era noruega de Hokksund, pero se limitó a decir «noruega», lo que puso a cavilar un rato al chino de Hong Kong, el cual, con un «Ajá» de triunfo, lo corrigió y lo convirtió en «¡Escandinava!», y le preguntó acto seguido cuál era el motivo de su visita a Hong Kong.

—Encontrar a un hombre —dijo ella mirando las nubes de color plomizo, con la esperanza de poder ver pronto tierra firme.

—Ajá —repitió el chino de Hong Kong—. Usted es muy guapa, señorita. Y no crea ni remotamente eso que dicen de que los chinos solo se casan con chinos.

Ella sonrió.

—Se refiere a los chinos de Hong Kong, ¿no?

—Sobre todo, los chinos de Hong Kong —asintió él muy animado, y le mostró una mano que no llevaba anillo—. Yo me dedico a los microchips, mi familia tiene fábricas en China y en Corea del Sur. ¿Qué va a hacer esta noche?

—Dormir, espero —dijo Kaja bostezando.

—¿Y mañana por la noche?

—Para entonces espero haberlo encontrado y estar de vuelta a casa.

El hombre frunció el ceño.

—¿Tanta prisa tiene, señorita?

Kaja rechazó la oferta del hombre, que quería llevarla, y cogió el autobús, uno de dos pisos, para ir al centro. Una hora después, se encontraba sola en un pasillo del hotel Empire Kowloon, y respiró hondo.

Había metido la llave electrónica en la puerta de la habitación que le habían asignado y solo tenía que abrirla. Obligó a la mano a presionar el picaporte. Abrió de un tirón y se quedó mirando al interior de la habitación.

No había nadie.

Naturalmente que no.

Entró, dejó la maleta en el suelo al lado de la cama, se acercó a la ventana y miró a la calle. Primero, el hormiguero humano que había fuera, diecisiete plantas por debajo de donde se encontraba; luego, los rascacielos que, desde luego, no se parecían a los hermanos gráciles o, al menos, más pomposos de Manhattan, de Kuala Lumpur o de Tokio. Estos parecían termiteros, tan aterradores como impresionantes, como un testimonio grotesco de hasta qué punto es capaz de adaptarse la especie humana cuando siete millones de personas tienen que caber en poco más de cien kilómetros cuadrados. Kaja sentía que el cansancio se apoderaba de ella, se quitó los zapatos y se desplomó en la cama. Aunque era una habitación doble, y el hotel, de cuatro estrellas, la cama de un metro y veinte centímetros de ancho ocupaba toda la superficie del suelo. Y pensó que en aquellos termiteros tenía que encontrar a una persona determinada, a un hombre que, según todas las indicaciones, no tenía particular interés en que lo encontraran.

Durante unos instantes, sopesó las alternativas: cerrar los ojos o ponerse manos a la obra. Se serenó un poco y se levantó. Se quitó la ropa y se metió en la ducha. Luego se plantó delante del espejo y constató sin autocomplacencia que el chino de Hong Kong estaba en lo cierto: era guapa. No era una opinión suya, era algo tan parecido a un hecho como pudiera serlo la belleza. La cara, con los pómulos salientes; las cejas, negras como cuervos pero marcadas y con una forma bonita sobre unos ojos grandes, casi infantiles, con un iris verde que brillaba con la intensidad de una mujer adulta y joven. El pelo, color miel; los labios carnosos, que apenas se rozaban en una boca un tanto ancha. El cuello largo y delgado; el cuerpo, no menos delgado, con unos pechos pequeños, apenas una elevación, ondulaciones en una superficie marina de piel perfecta, aunque con la palidez del invierno. La suave redondez de las caderas. Aquellas piernas largas por las que dos agencias de modelos de Oslo hicieron el viaje a Hokksund mientras ella iba al instituto y que, aunque muy contrariadas, aceptaron su negativa. Y lo que más satisfacción le causó fue cuando uno de los agentes le dijo al despedirse: «Pues muy bien, pero recuerda una cosa, querida: no eres una belleza perfecta. Tienes los dientes pequeños y puntiagudos. No deberías sonreír tanto».

A partir de ese momento empezó a sonreír más a menudo todavía.

Kaja se puso un par de pantalones caqui, un chubasquero fino y se deslizó ligera y silenciosamente en el ascensor hasta la recepción.

—¿Chungking Mansion? —preguntó el recepcionista, y casi consiguió no enarcar las cejas—. Kimberley Road hasta Nathan Road y luego a la izquierda.

Todos los albergues y hoteles de los países miembros de la Interpol tienen obligación de registrar a los huéspedes extranjeros, pero cuando Kaja llamó al secretario de la embajada de Noruega para comprobar cuál era el último lugar en el que se había alojado el hombre al que buscaba, el secretario la informó de que Chungking Mansion no era ni un hotel ni tampoco una mansion, en el sentido de casa señorial. Era un conjunto de comercios, quioscos de comida, restaurantes y, probablemente, más de cien albergues con y sin certificación, con una variedad de dos a veinte habitaciones, distribuidas en cuatro edificios bastante altos. Las habitaciones que allí se alquilaban eran desde sencillas, limpias y agradables, hasta ratoneras o celdas carcelarias de una estrella. Y lo más importante: en Chungking Mansion, un hombre que no tuviera grandes exigencias en la vida podía dormir, comer, vivir, trabajar y reproducirse sin tener que abandonar nunca su morada.

En Nathan Road, una calle comercial muy concurrida con muchos artículos de marca, fachadas relucientes y amplios escaparates, encontró Kaja el acceso a Chungking. Y por allí entró.

A un panorama de olor a fritanga de los establecimientos de comida rápida, el martilleo de los zapateros, los rezos musulmanes de los aparatos de radio y la mirada cansina de los dependientes de las tiendas de ropa usada. Le sonrió fugazmente a un turista un tanto desorientado, que llevaba mochila, una Lonely Planet en la mano y unas piernas blancas y heladas que asomaban por unos pantalones de camuflaje de un corto demasiado optimista.

Un vigilante uniformado vio la nota que Kaja le mostraba, dijo «Lift C» y señaló al pasillo.

La cola que había delante del ascensor era tan larga que no entró hasta la tercera tanda, se apretujaron en una caja metálica que crujía y temblaba sin parar y que recordó a Kaja a los cíngaros, que enterraban a sus muertos en vertical.

El albergue tenía un propietario musulmán con turbante que, enseguida y con gran entusiasmo, le enseñó un habitáculo que se suponía era una habitación y donde, milagrosamente, habían logrado encajar un televisor en la pared encima de los pies de la cama y un aparato ronco de aire acondicionado sobre el cabecero. El entusiasmo del propietario remitió cuando ella interrumpió la campaña de marketing para mostrarle la foto de un sujeto y su nombre, tal y como debería figurar en el pasaporte, y le preguntó que dónde estaba en aquellos momentos.

Al ver la reacción, Kaja se apresuró a aclararle que ella era su mujer. El secretario de la embajada le había advertido que blandir un documento de identidad de un organismo oficial en el Chungking sería «contraproducente». Y cuando Kaja, por si acaso, añadió que el hombre de la foto y ella tenían cinco hijos, el propietario del albergue cambió radicalmente de actitud. Un joven pagano occidental que ya había dado al mundo tantos hijos merecía su respeto. Exhaló un suspiro y, meneando la cabeza con expresión lastimera, dijo en un inglés staccato:

—Una pena, una pena, señora. Vinieron y le quitaron el pasaporte.

—¿Quién?

—¿Quién? La Tríada, señora. Siempre la Tríada.

—¿La Tríada? —preguntó Kaja extrañada.

Naturalmente, conocía aquella organización, pero en realidad tenía la idea de que la mafia china pertenecía fundamentalmente al mundo de los tebeos y las películas de kárate.

—Siéntese, señora. —Trajo inmediatamente una silla, en la que ella se dejó caer sin más—. Vinieron a buscarlo, él no estaba, se llevaron el pasaporte.

—¿El pasaporte? Pero ¿por qué?

El hombre vaciló.

—Por favor, tengo que saberlo.

—Su marido apostó a los caballos, me temo.

—¿Caballos?

—Happy Valley. La pista de carreras. Es una abominación.

—¿Tiene deudas de juego? ¿Con la Tríada?

El hombre movió la cabeza de arriba abajo y de derecha a izquierda varias veces y alternativamente, para indicar que confirmaba el hecho y que lo lamentaba.

—¿Y se han llevado el pasaporte?

—Tendrá que pagar la deuda para recuperarlo si quiere salir de Hong Kong.

—Ya, pero en el consulado noruego pueden hacerle uno nuevo.

El turbante se meció de un lado a otro.

—Sí, claro. Y puedes conseguir uno falso por ochenta dólares americanos aquí mismo, en Chungking. Pero el problema no es el pasaporte. El problema es que Hong Kong es una isla, señora. ¿Usted cómo llegó aquí?

—En avión.

—¿Y cómo piensa salir de aquí?

—En avión.

—Un único aeropuerto. Billetes de avión. Todos los nombres en los ordenadores. Muchos puntos de control. Muchos en el aeropuerto a quienes la Tríada paga algo de dinero a cambio de que reconozcan una cara. ¿Comprende?

Ella asintió despacio.

—Es difícil escapar.

El propietario le sonrió.

—No, señora, escapar es imposible. Pero sí puedes esconderte en Hong Kong. Siete millones. Fácil desaparecer.

Kaja empezaba a notar la falta de sueño y cerró los ojos. Seguramente, el propietario la malinterpretó, porque le puso una mano en el hombro para consolarla y le dijo:

—Vamos, vamos.

Vaciló un instante, luego se le acercó y le susurró:

—Señora, yo creo que sigue aquí.

—Ya, claro, eso parece.

—No, quiero decir aquí, en Chungking. Lo he visto.

Ella lo miró.

—Dos veces —dijo el propietario—. En Li Yuan. Comiendo. Arroz barato. No le diga a nadie que se lo he dicho. Su marido es un buen hombre. Pero problemas. —Alzó la vista al cielo, tanto que casi se le perdieron los ojos en el turbante—. Muchos problemas.

Li Yuan era un mostrador, cuatro mesas de plástico y un chino que le sonrió alentador cuando Kaja, después de seis horas, dos raciones de arroz frito, tres cafés y dos litros de agua, se despertó sobresaltada y levantó la cabeza de la superficie aceitosa de la mesa y lo miró a la cara.

Tired? —le dijo el chino sonriente, mostrando una hilera de dientes incompleta.

Kaja bostezó, pidió el cuarto café y continuó esperando. Dos chinos entraron y se sentaron en la barra sin hablar y sin pedir nada. No se dignaron dirigirle ni una mirada, cosa que ella agradeció. Tenía el cuerpo tan rígido de las veinticuatro horas que llevaba sentada que el dolor la atravesaba entera, fuera cual fuera la postura. Giró la cabeza a ambos lados por ver si conseguía poner en marcha la circulación sanguínea. Luego, hacia atrás. Le crujió el cuello. Se quedó mirando los fluorescentes blanquiazules del techo, antes de bajar la cabeza otra vez. Y se encontró con una cara distorsionada y pálida. El hombre se había parado delante de una de las persianas de acero del pasillo y escrutaba el pequeño local de Li Yuan. Detuvo la mirada en los dos chinos de la barra. Y luego siguió su camino a toda prisa.

Kaja se levantó, pero se le había dormido la pierna, que se dobló bajo su peso. Cogió el bolso y fue cojeando tan rápido como pudo detrás del hombre.

Welcome back —oyó que le decía Li Yuan.

Estaba tan delgado… En las fotos parecía corpulento y altísimo, y en el programa de televisión, la silla en la que estaba sentado parecía hecha para pigmeos. Pero no le cabía duda de que era él: la cabeza abollada con el pelo cortado a cepillo, la nariz rotunda, los ojos con aquella telaraña de vasos sanguíneos y el iris azul luminoso aguado por el alcohol. La barbilla firme y la boca sorprendentemente dulce, casi bonita.

Kaja salió como pudo a Nathan Road. Al resplandor del neón divisó la espalda de una cazadora de piel que destacaba entre la multitud. No parecía que caminara deprisa y, aun así, se vio obligada a ir medio corriendo para poder seguirlo. El hombre abandonó la concurrida calle comercial y Kaja aumentó la distancia cuando entraron en callejas más estrechas, menos transitadas. Memorizó el nombre de la calle que se leía en la placa, Melden Row. La tentaba la idea de acercarse a él, presentarse y zanjar el asunto. Pero había decidido atenerse al plan: averiguar dónde vivía. Había dejado de llover y, de repente, las nubes se replegaron a un lado y detrás apareció un cielo alto y negro como de terciopelo, cuajado de estrellas como alfileres titilantes.

Al cabo de veinte minutos dejó de caminar, se detuvo súbitamente en una esquina, y Kaja temió que la hubiera descubierto. Pero él no se volvió, sino que sacó algo del bolsillo de la cazadora. Ella se quedó atónita. ¿Un biberón?

Dobló la esquina.

Kaja lo siguió y llegó a una plaza grande, amplia, llena de gente, la mayoría joven. Al final de la plaza, encima de unas puertas anchas de cristal, brillaba un letrero con un texto en inglés y en chino. Kaja reconoció los títulos de algunas de las nuevas películas que ella nunca tendría tiempo de ir a ver. Localizó la cazadora de piel y logró ver que el hombre dejaba el biberón en el pedestal no muy alto de una escultura de bronce que representaba una horca con el lazo vacío. Dejó atrás dos bancos que estaban llenos, se sentó en el tercero y sacó un periódico. Unos veinte segundos después se levantó, volvió a la escultura, cogió el biberón al pasar, se lo guardó de nuevo en el bolsillo de la cazadora y echó a andar por donde había venido.

Había empezado a llover otra vez cuando lo vio entrar en Chungking Mansion. Kaja empezó a prepararse su discurso. Ya no había cola para los ascensores, pero él siguió a pie por la escalera, giró a la derecha y se perdió por una puerta de vaivén. Ella se apresuró a seguirle los pasos y, de pronto, se encontró en un rellano decadente y desierto, con un olor penetrante a pis de gato y a cemento húmedo. Contuvo la respiración, pero solo se oía un goteo. Acababa de decidir que seguiría subiendo cuando oyó una puerta que se cerraba más abajo. Bajó corriendo la escalera y vio la única que podía haber producido aquel ruido, una puerta de metal llena de abolladuras. Puso la mano en el picaporte, sintió que empezaba a temblar, cerró los ojos y soltó una maldición para sus adentros. Luego abrió la puerta y se vio en la oscuridad. Es decir: fuera.

Algo le corría por los pies, pero no gritó, ni tampoco se movió.

Al principio creyó que estaba en el hueco de un ascensor. Pero cuando miró hacia arriba, vio las paredes de ladrillo renegridas cubiertas de una maraña de tuberías, cables, fragmentos de metal retorcido y de andamios de hierro desplomados y oxidados. No era un patio, solo un espacio de unos cuantos metros cuadrados entre los edificios. La única luz procedía de allá arriba, de una cuadrícula diminuta y estrellada.

A pesar de que no había nubes en el cielo, la lluvia mojaba el asfalto y le caía en la cara, y se dio cuenta de que era el agua de condensación de los aparatos de aire acondicionado oxidados que sobresalían de las fachadas. Retrocedió, apoyó la espalda en la puerta de hierro.

Esperó.

Y al final, se oyó en la oscuridad:

What do you want?

Kaja nunca había oído su voz. Bueno, sí, lo había oído en aquel programa de televisión donde habló sobre asesinos en serie, pero oírlo en realidad era muy distinto. Detectó ahora cierta ronquera que lo hacía parecer mayor de los menos de cuarenta años que ella sabía que tenía. Pero, al mismo tiempo, una serenidad fruto de la seguridad en sí mismo que no encajaba con la expresión desesperada que había visto por la ventana del Li Yuan. Profunda, cálida.

—Soy noruega —dijo ella.

No hubo respuesta. Kaja tragó saliva. Sabía que las primeras palabras serían decisivas.

—Me llamo Kaja Solness. Me han encargado la misión de encontrarte. Me lo ha encargado Gunnar Hagen.

Ninguna reacción al nombre de su jefe de Delitos Violentos. ¿Se habría ido?

—Trabajo para Hagen como investigadora de asesinatos —dijo al aire en la oscuridad.

—Enhorabuena.

—No hay por qué darla. Como sabrás si has leído la prensa noruega estos últimos meses.

Debería haberse mordido la lengua. ¿Estaba tratando de hacerse la lista? Debía de ser la falta de sueño. O los nervios.

—Te daba la enhorabuena por haber ejecutado bien la misión. Me has encontrado. Ya te puedes ir.

—¡Espera! —gritó Kaja—. ¿No quieres saber a qué he venido?

—Mejor no.

Pero las palabras que había escrito y practicado le salieron solas:

—Han asesinado a dos mujeres. El forense halló indicios de que se trata del mismo asesino. Aparte de eso, no tenemos ninguna pista. Aunque apenas hemos facilitado detalles a la prensa, llevan ya un tiempo aireando la noticia de que otro asesino en serie anda suelto. En algún periódico han dicho que este asesino puede haberse inspirado en el Muñeco de Nieve. Hemos recurrido a expertos de la Interpol, pero sin resultado. La presión de los medios y las instituciones…

—No significa no —dijo la voz.

Y se oyó una puerta al cerrarse.

—¡Eh! ¿Oye? ¿Estás ahí?

Avanzó tanteando y encontró una puerta. La abrió antes de que el miedo se apoderase de ella y se vio en otro rellano, también a oscuras. Atisbó una luz más arriba y fue subiendo los peldaños de tres en tres. La luz entraba por el cristal de una de las puertas de vaivén, y Kaja la abrió. Entró en un pasillo recto y vacío en cuyo enlucido descascarillado habían desistido de pintarrajear y de cuyas paredes emanaba una humedad que viciaba el aire. Apoyados en aquella humedad vio a dos hombres con los cigarrillos sobresaliendo de la comisura de los labios, y le llegaron vaharadas de un humo dulzón. Los hombres la miraron con indolencia. Con demasiada indolencia, esperaba. El más bajito era negro, de origen africano, supuso. El más alto era blanco y tenía en la frente una cicatriz en forma de pirámide, como una señal triangular de advertencia. Kaja había leído en, Politiet, la revista corporativa que Hong Kong tenía casi treinta mil agentes en las calles y se consideraba la ciudad superpoblada más segura del mundo. Pero, claro, sería en las calles.

Looking for hashish, lady?

Ella negó con la cabeza, trató de sonreír con soltura, trató de hacer lo que les recomendaba a las niñas cuando se dedicaba a dar charlas por las escuelas: dar la impresión de que sabía adónde iba, no de que le había perdido la pista a la manada. No de ser una presa.

Ellos le devolvieron la sonrisa. La otra puerta que había en el pasillo estaba cegada con cemento. Los hombres sacaron las manos de los bolsillos y el cigarrillo de la boca.

Looking for fun, then?

Wrong door, that’s all —respondió Kaja, y se dio media vuelta para salir otra vez.

Una mano le aferró la muñeca. Sentía el miedo en la boca como papel de aluminio. Ella dominaba aquello en teoría. Lo había practicado en una colchoneta de goma, en un gimnasio iluminado con un instructor y rodeada de colegas.

Right door, lady. Right door. Fun is the way.

El aliento la apestó con un olor a pescado, cebolla y marihuana. En el gimnasio solo había un contrincante.

No, thanks —dijo tratando de hablar con voz firme.

El negro apareció al otro lado, le cogió la mano que tenía libre y dijo con una voz chillona y ondulante:

We will show you.

Only there’s not much to see, is there?

Los tres se volvieron hacia la puerta de vaivén.

Kaja sabía que, según el pasaporte, medía un metro noventa y cuatro centímetros, pero en el umbral de una puerta construida conforme a las medidas de Hong Kong, parecía medir por lo menos dos metros diez. Y el doble de ancho que hacía tan solo una hora. Tenía los brazos caídos, un poco separados del cuerpo, pero no se movía, no los taladraba con la vista, no gruñía, simplemente miró tranquilamente al blanco y repitió:

Is there, jau-je?

Kaja notó que el hombre blanco apretaba y aflojaba los dedos alrededor de la muñeca, y que el negro se apoyaba nervioso ya en un pie, ya en el otro.

Ng-goy —dijo el hombre que estaba en el umbral.

Ella notó que, aunque vacilantes, la iban soltando.

—Ven —le dijo el hombre de la puerta, cogiéndola suavemente del brazo.

Kaja sintió el calor en las mejillas cuando salieron. Un calor producto de la tensión y la vergüenza. La vergüenza de lo aliviada que se sentía, de lo mal que le había funcionado el cerebro en aquella situación, de cómo había dejado que él zanjara el asunto con dos pobres traficantes de hachís que solo querían asustarla un poco.

La llevó dos pisos más arriba y cruzaron una puerta de vaivén; allí la colocó delante de una puerta de ascensor, pulsó el botón con la flecha hacia abajo, se plantó a su lado y se quedó mirando el número once que brillaba encima de la puerta.

—Trabajadores extranjeros —dijo—. Están solos y se aburren, eso es todo.

—Lo sé —dijo ella irritada.

—Pulsa G para groundfloor, gira a la derecha y camina hasta que llegues a Nathan Road.

—Por favor, escúchame. En Delitos Violentos, tú eres el único que cuenta con competencia especializada en asesinos en serie. Y tú atrapaste al Muñeco de Nieve.

—Eso es —dijo. Ella percibió un movimiento en su mirada y él se frotó con el dedo la mandíbula, debajo de la oreja derecha—. Y luego me despedí.

—¿Te despediste? Te tomaste unas vacaciones, ¿no?

—Me despedí para siempre.

En ese momento, Kaja se dio cuenta de que la mandíbula derecha le sobresalía de un modo extraño.

—Gunnar Hagen dice que cuando saliste de Oslo hace seis meses, él te dio permiso hasta nueva orden.

El hombre sonrió, y ella se dio cuenta de que le cambiaba la cara por completo.

—Es que a Hagen no se le mete en la cabeza que…

Se detuvo, y la sonrisa se esfumó. Dirigió la vista al número de la pantalla del ascensor, que ya era el cinco.

—Da igual, ya no trabajo para la policía.

—Nosotros te necesitamos a ti… —Kaja soltó un suspiro. Sabía que se estaba moviendo por una capa de hielo demasiado delgado, pero tenía que actuar antes de que se le escapara otra vez—. Y tú nos necesitas a nosotros.

Él la miró.

—¿De dónde te has sacado esa idea?

—Le debes dinero a la Tríada. Compras droga en la calle, en un biberón. Vives… aquí —dijo con una mueca de desagrado—. Y no tienes pasaporte.

—Aquí estoy a gusto, ¿para qué quiero el pasaporte?

Sonó una campanilla, la puerta del ascensor se abrió con un chasquido y dejó salir un aire apestoso y tibio de los cuerpos que transportaba.

—¡No pienso cogerlo! —dijo Kaja, más alto de lo que pretendía, tomando nota de las caras que la miraban con una mezcla de impaciencia y curiosidad manifiesta.

—Sí, claro que vas a cogerlo —dijo él.

Le puso la mano en la espalda y empujó hacia dentro, con cuidado pero con decisión. Inmediatamente, se vio rodeada de un montón de personas que la inmovilizaban y le impedían dar un paso o darse la vuelta. Giró la cabeza a tiempo de ver cerrarse la puerta del ascensor.

—¡Harry! —gritó.

Pero él ya se había esfumado.