Millás llevará dos sesiones sin acudir a terapia. Lo ha evitado porque no tiene las ideas claras. Se supone que el análisis sirve en parte para aclararlas, pero Millás pertenece a esa clase de gilipollas que intenta analizar a su analista, venderle el pescado a su pescadero, editar a su editor, ponerle una multa a su guardia de tráfico… Siempre quiere estar en el lugar del otro. A veces, se desdobla para ponerse en el lugar de sí mismo. Detesta su lugar, los suyos, pues ha estado en muchos lugares a lo largo de la vida sin hallarse en ninguno.
—¿Sigue tu psicoanalista enferma? —le preguntará su mujer al verlo ir, inquieto, de un lado a otro de la casa.
—Sí —mentirá él.
El caso es que ese mismo día, al caer la tarde, y como si lo de la enfermedad falsa hubiera sido una premonición, recibirá la llamada de alguien que le comunicará que Micaela, su terapeuta, ha fallecido. Otro autobús del que acaba de ser expulsado.
Millás estará ahora sentado en su silla de trabajo, con los pies encima de la mesa, muy cerca del ordenador. Habrá caído en una de esas ensoñaciones a las que es tan dado. Se encuentra en la consulta de su psicoanalista, tumbado en el diván, observando el mapa de ningún sitio del techo. Detrás de él notará la presencia silenciosa de Micaela. La terapeuta estará muerta, como en la vida real. Millás le preguntará:
—¿Le hablé de los autobuses que no van a ningún sitio?
—¿Es eso lo que piensa de la vida, que no va a ningún sitio?
—Claro, por eso nos vuelve locos el sentido, porque es precisamente de lo que carecemos. Y por eso nos gustan tanto las novelas, porque salen de aquí y van allí.
—¿Todas las novelas salen de un sitio y van a otro?
—Bueno, no todas. Hay novelistas que detestan el argumento. Pero sí todas las que tienen lectores ingenuos. Las que tienen éxito.
—¿Y usted no es capaz de escribir ya una novela de esas?
—No, ni siquiera una en la que te subieras en cualquier capítulo y te bajaras en cualquier otro.
—¿Es lo que le sucedió a Emérita, que se subió a la vida en cualquier sitio y se bajó en cualquier otro?
—Quizá no —dirá Millás pensativo—, quizá llegó a un sitio.
—¿A qué sitio?
—Me da vergüenza decírselo…
—¿…?
—Bueno, parece que llegó al amor.
—¿Al amor? —preguntará entonces la psicoanalista muerta.
—Es un modo de decirlo. Yo sentí que ella se fue de la vida amando, intentándolo al menos, comprendiendo el espectáculo del amor. Intentar amar ya es una forma de amar.
—¿Y ese es un buen fin de trayecto?
—No es malo. ¿Sabe por qué la elegí, en parte al menos, a usted como terapeuta?
—¿Por qué?
—Porque tenía casi ochenta años.
—¿Y?
—Bueno, desde el punto de vista estadístico tenía más posibilidades de morirse durante la terapia que una de cuarenta.
—¿Fantaseó usted que me moriría durante la terapia?
—Muchas veces.
—¿Y eso?
—Creo que quería tener la experiencia de una orfandad verdadera.
—Pero yo no soy su madre.
—Por eso mismo, una orfandad verdadera solo puede ser falsa.
—¿Entendiendo por falsa una orfandad legal, al modo en que una novela falsa es una novela legal, también al modo en que la metadona es la versión legal de la heroína?
—Lo ha entendido perfectamente.
—¿Y qué tal le va con la orfandad falsa?
—Muy bien, me ha servido para liberar lágrimas verdaderas.
—¿Conoce el peligro de las fantasías cumplidas, de las plegarias atendidas?
—Creo que hacen más daño las no atendidas.
La terapeuta muerta y Millás caen en uno de esos silencios durante los que el paciente hace cálculos mezquinos sobre el dinero que le cuesta cada minuto. Al final, interviene de nuevo Millás.
—Dígame una cosa, ¿usted me quiso?
—¿Cree que un paciente como usted, que sabe más o menos en qué consiste el psicoanálisis, le puede preguntar eso a una psicoanalista ortodoxa como yo?
—Si está muerta, sí, qué más le da ya todo. ¿Usted me quiso?
—Sí —confesará la terapeuta fallecida—. ¿Y usted a mí?
—A usted no, a lo que representaba.
—Tenemos que dejarlo por hoy —concluirá la terapeuta muerta.