19

Apenas unos días después del fallecimiento de Emérita, Millás visitará al cura Camilo, a quien hallará, tras diversas pesquisas, muy cerca de la parroquia en la que ejerce, en una casa baja de una calle de tierra, sin aceras, y castigada por un sol inclemente. Le abrirá la puerta el mismo cura, que le invitará a entrar en una suerte de salón arquetípico de clase baja con aspiraciones inconscientes a clase media, un salón en el que no faltará el televisor con paño de punto y escultura étnica, en este caso africana. No faltará el sofá de tapizado aproximadamente cubista ni el sillón de escay herido ni la mesita baja de café, ni la mesa camilla, rodeada de sillas. Todo estará desparejado, pues cada mueble provendrá de un mundo, de un estilo, de un contenedor de basura diferente. Presidiendo el salón, encima del sofá, habrá un tapiz viejísimo, seguramente con piojos, de la Última Cena. El suelo, aunque roto, estará limpio y en la atmósfera habrá un olor casi insoportable a marihuana.

Millás se disculpará por presentarse sin haber avisado antes.

—He ido a la iglesia —añadirá luego— y allí me han dado esta dirección.

—Aquí vivo —dirá Camilo—. Vivimos —añadirá al atravesar el salón, en dirección a otra dependencia, un par de jóvenes negros.

Millás entenderá el «vivimos» no solo referido a los chicos que acaba de ver, sino a una comunidad invisible y variable, de diferentes procedencias. El cura Camilo tendrá las pupilas dilatadas y los párpados caídos, como si se acabara de colocar, aunque fuera de esos síntomas evidentes Millás no apreciará en su estado de ánimo ni en su manera de actuar ningún otro síntoma característico. Como si la droga no le hiciera efecto alguno o se lo hiciera en una parte de sí mismo inaccesible a los demás.

El cura y Millás se sentarán en el sofá y el cura le preguntará si ha vuelto a la casa de Serafín y Emérita.

—No —dirá Millás—, he tenido mucho lío de trabajo. Además, pensé que sería mejor esperar unos días, por respeto a Serafín. Quizá me acerque mañana o pasado.

—No vayas —dirá el cura Camilo—, ya no están, se han ido.

—¿Se han ido dónde? —preguntará Millás con alarma.

—No lo sé, no querían que lo supiera nadie, se han ido.

Entre palabra y palabra, frase y frase, silencio y silencio, Millás procesará a velocidades cósmicas lo que escucha, combinándolo con lo que sabe. Y resultará que sabe más de lo que creía saber.

—¿Quieres decir que se han ido los dos juntos? —preguntará entonces.

—Sí, los dos juntos.

—¿Como pareja?

—Claro, como pareja.

—¿Tú lo sabías, Camilo?

—¿Tú no? —preguntará el cura.

Millás se sentirá un imbécil. ¿Qué manera de mirar era esa? No había sido capaz de ver lo que sucedía delante de sus narices.

—¿Y Emérita lo sabía? —preguntará ahora Millás.

—¿Emérita? Claro —responderá el cura con una sonrisa de incredulidad—. ¿Cómo no iba a saberlo?

Millás estará a punto de preguntar si la suicida, en parte, se ha quitado de en medio por amor, pero se reprimirá para no parecer aún más idiota.

—Es casi un incesto —dirá recordando que Julia se ponía a veces la ropa de la hija australiana de Serafín. Incluso la noche del suicidio llevaba una falda y una blusa de ella.

—Bueno, no sé —dirá el cura como por decir algo, con gesto de no entender la alarma de Millás.

—¿Y la casa? —preguntará el escritor.

—La han puesto a la venta, en una agencia que está dos calles más abajo.

Durante unos instantes, Millás imaginará que la compra, que compra la casa, y que la mantiene secreta para sí, para pasar en ella un día a la semana. Encerrarse en ella los jueves por la tarde, por ejemplo, y tumbarse en una de las camas —tendría que decidir en cuál— con la cabeza apoyada en las manos, entrelazadas a su vez debajo de la nuca, y los ojos clavados en el techo, dejando transcurrir las horas, a ver si sucedía algo, una revelación, por ejemplo, una catarsis, una muerte simbólica o real, la suya, una muerte que alumbrara a un Millás nuevo o que acabara definitivamente con él. En una novela, el personaje representado por Millás haría esto, comprar la casa y utilizarla para recogerse mientras llegaban las instrucciones de una instancia superior. Pero en una novela alguien, quizá él, se habría suicidado ya con el revólver que lleva en el bolsillo y que le ha traído hasta aquí, pues ha decidido entregárselo a Camilo.

—Verás —empezará a decir poniendo el arma sobre la mesa—, esto era de Emérita. Me lo dio a mí, pero creo que debes conservarlo tú. Me puede dar un infarto cualquier día, qué sé yo, o atropellarme un coche, y no me gustaría dejar este enigma, este falso enigma, a mi familia.

Millás le contará entonces la historia del revólver teniendo la impresión de que al contarla se deshace de ella, como se deshace del arma al dársela a Camilo. Es una historia que no quiere para sí porque hay en ella un exceso de realidad, quizá un exceso de ficción, que la hace inhábil tanto para un reportaje como para una novela, incluso para una novela falsa o un reportaje aparente. No le dice esto al cura, claro, el cura vive con los dos pies en la realidad y quizá estas especulaciones le parecieran dignas de una persona poco concienciada.

—Me dijo Emérita —añadirá Millás— que la habías confesado, de modo que tal vez no te he contado nada que no supieras.

Como el cura no responderá ni que sí ni que no, Millás preguntará ahora:

—¿Tú lees novelas?

—No —responderá el cura.

—Es lo que imaginaba, por eso también es bueno que te quedes con la pistola. Las pistolas, sin pretender ofender, son para personas sin imaginación. Si decides buscar a los herederos del muerto para contarles la verdadera historia sobre la muerte de su padre, dímelo y te daré los datos, creo que los tengo localizados.

El cura se inclinará sobre la mesa y tomará el revólver de forma desmañada, como si solo le interesara calcular su peso. Entonces atravesará el salón, de camino a otra estancia, una especie de yonqui arquetípico, en camiseta y con pantalones de chándal, que al ver el arma se acercará.

—Qué guapa —dirá tomándola de las manos del cura—, un 38. ¿Está limpia?

—Parece que sí —dirá el cura.

—¡Guay! —dirá el yonqui arquetípico devolviéndole la pistola y continuando su camino.

El cura la dejará sobre la mesa baja de café, como el que abandona en la peluquería una revista que acaba de hojear sin ganas. La realidad, se dirá Millás a sí mismo, la realidad, qué mierda, tratan un revólver como si fuera un cenicero. Pero el que le daría el trato adecuado, que soy yo, no se atreve a tenerlo.

—Tú —preguntará el cura—, ¿por qué ibas a casa de Emérita?

—Empecé a ir por ella, por Emérita. Carlos Lobón insistió en que tenía un buen reportaje, aunque yo ya había escrito una cosa sobre la eutanasia y no era cuestión de insistir. Bueno, empecé a ir por Emérita y porque en esa misma casa viví de joven, casualidades de la vida. Cada visita a la casa de Emérita tenía algo de viaje al pasado, en parte por la casa misma, pero en parte también porque Julia me recordaba a una chica de entonces, de mi juventud, que terminó mal, con un brote psicótico debido al consumo de un estupefaciente.

—Ya —dirá el cura.

—Yo llevaba una temporada —continuará Millás en tono de confesión, como aprovechándose de la condición de Camilo— muy larga sin escribir nada, fuera de los trabajos para la prensa, en donde, ya sabes, si tienes que entregar el jueves, tienes que entregar el jueves. Nadie, en cambio, te manda escribir una novela. El caso es que Julia, como digo, aparte de recordarme mucho a María, tenía unas alucinaciones, o eso aseguraba ella, muy curiosas. Se le aparecían frases y palabras que le hablaban de sí mismas.

—A otros se les aparece la Virgen —dirá el cura Camilo con una sonrisa condescendiente.

—Solo que las alucinaciones de María eran muy novelescas y luego empezaron a resultar muy críticas con la lengua, como si la lengua fuera un virus capaz de meterse en nosotros, en cada uno de nosotros como individuos y en todos como sociedad, para construir caracteres y psicologías y determinar acciones y diseñar vidas en función de unos intereses que no eran los nuestros, sino los de ella, los de la Lengua.

—¿La lengua tiene intereses propios? —preguntará el cura.

—Bueno, no sé, parece que sí.

—¿…?

—Todo esto —añadirá Millás—, era una locura, desde luego, aunque una locura muy novelesca, muy bien armada. Una locura que tenía gracia. Llegué a pensar que quizá con los materiales de sus alucinaciones pudiera construir una especie de gramática alternativa, una gramática que fuera a la vez una antigramática, una especie de suicidio de la gramática. Me pasaba disparates gramaticales como tú pasas maría y de repente me he quedado sin camello, sin historia. Me subí a un autobús que no iba a ninguna parte y me han echado de él en cualquier sitio.

—Lo más probable es que se le hubieran acabado los disparates gramaticales.

—Quizá.

—Serafín y Julia eran dos ángeles en un mundo de gente mezquina, de gente que se pasa la vida haciendo cálculos contables.

Millás pasará por alto este último comentario y continuará hablando de Julia.

—Luego tenía estas historias con los chinos. ¿Sabías que su madre está casada con un chino que, según Julia, le perseguía durante su infancia?

—Se lo contaba a cualquiera que quisiera escucharlo.

—¿Y sabías que por su cabeza pasaba de vez en cuando un cartero analfabeto que le pedía ayuda para leer las direcciones de las cartas?

—Claro.

—¿Y sabías que en cierta ocasión una de esas cartas iba dirigida a la misma Julia?

—Sí —dirá el cura—, lo bueno es que unos días después la recibió, recibió esa carta.

—¿Qué dices? —dirá Millás como si el cura hubiera soltado un despropósito.

—Que recibió la carta.

—¡Venga ya! ¿Y de quién era?

—No sé, tratándose como se trataba de un ángel, podría ser del mismo Dios.

Millás advertirá que Camilo se estaba expresando de forma literal. Cuando decía «ángel», quería decir ángel. Y cuando decía «Dios» quería decir Dios. Por un momento, atravesará su cabeza la idea de que la carta fue enviada, en un gesto de caridad, por el mismo Camilo. Entonces sufrirá uno de sus desdoblamientos reales y del Millás de acá se desprenderá el Millás de allá, que le dirá: Fíjate, este hombre es perfecto para Dios; está donde menos se le busca, no tiene insignias ni uniforme, no le consumen los deseos que nos consumen a ti y a mí. Esta habitación, Millás, podría ser perfectamente la cabina de mandos del Universo. ¡Esto sí que es una exclusiva, tío! Imagínate, un reportaje sobre Dios. Olvídate de Julia, de Serafín, de Emérita, el personaje es Dios, encarnado en Camilo, lo has tenido todo este tiempo delante de las narices y no lo has visto.

—¿Le dijiste a Emérita —preguntará Millás— que Dios no era todopoderoso?

—Sí, le tranquilizaba mucho esa idea.

—¿Se lo decías porque le tranquilizaba?

—Por eso y porque es verdad. Dios no lo puede todo. No puede, por ejemplo, invadirnos.

—¿Qué es lo que le distingue de nosotros?

—El amor —dirá el cura—. Nosotros no amamos de verdad. Él sí.