18

Es el sábado del suicidio de Emérita. El sábado del suicidio de Emérita, se repite Millás, perplejo de nombrarlo así, como cuando se dice el sábado de la primera comunión de Fulano o de las bodas de oro de Zutano. Se ha despertado tarde, pues no ha cogido el sueño hasta el amanecer, y su humor oscila entre la concentración extrema y la dispersión mental absoluta. No le ha contado a nadie, excepto a su terapeuta, Micaela, lo que va a ocurrir esa noche en el mismo piso del barrio de la Concepción en el que él, de joven, estrenó la independencia sobre la que se fundaría su fragilidad. A su mujer le ha dicho que la editorial ha organizado en Barcelona un encuentro de escritores que le obligará a hacer noche allí.

—Regresaré el domingo, en el primer puente aéreo de la mañana.

De modo que cuando a media tarde de ese sábado del suicidio de Emérita pide un taxi y abandona el hogar con el maletín que utiliza para estos viajes cortos, estos paréntesis que se parecen tanto a las pequeñas muertes de las que está hecha la vida, casi le pide al taxista que le conduzca al aeropuerto en vez de a donde Emérita. En cierto modo, dice, habría sido mejor largarse a Barcelona, cenar allí con alguien, embotarse de alcohol y de pastillas para el sueño y vivir el suicidio de su semejante a larga distancia, no ya la de los quilómetros que separan una ciudad de otra, sino la de los años que separan su experiencia de juventud en aquel piso y su experiencia de madurez en la misma vivienda, y no solo en la misma vivienda, también en presencia de una loca como Julia que tanto le recuerda a María, la del brote, la del brote psicótico, que se reía de sus poemas, de los poemas de entonces de Millás.

Ahora, en el taxi, le viene a la memoria María, Santa María del Brote Psicótico, le dan ganas de llamarla, para hacer un homenaje a las Marías y a las Julias que le hicieron sospechar del lenguaje, del lenguaje, que parecía su salvación, aunque la paz ansiosa hallada en la escritura, ahora lo comprendía, había sido una forma de conflagración no declarada.

Mientras el taxi avanza por las calles de la ciudad como un borracho por el pasillo de una vivienda laberíntica, sorteando obstáculos, frenando, acelerando, deteniéndose frente a semáforos del alma, Millás piensa que su psicoanalista forma parte, lo sepa o no, de esa conspiración, de la conspiración que le obliga a ver la lengua, su propia lengua, la materna, no como algo a conquistar, qué va, sino como la invasora que ha colonizado su cerebro. El escritor sería, en fin, un tipo que se dedica a manosear a la madre, por eso hay tanto loco entre los poetas, tanto borracho, tanto cocainómano, tanto maldito, tanto pobre hombre. No se puede manosear a la madre con la conciencia entera, resultaría insoportable, de ahí que el escritor se tenga que colocar antes con alguna sustancia, desde las más inocentes (ibuprofenos, paracetamoles, jarabes para la tos con codeína…), hasta las más duras (alcohol, anfetaminas, barbitúricos, coca…). Con ellas se arma de valor para escribir, como si escribir se pareciera a atracar un banco, incluso para leer, como si leer se pareciera a atracar un estanco. Con ellas va del sujeto al complemento directo y del directo al circunstancial, y desde las oraciones principales a las subordinadas, recorriendo así el cuerpo entero de la escritura, descubriéndole los hombros, bajándole las bragas, hurgando en su coño depilado, en su culo oscuro, mordiendo sus pezones, construyendo versos con lengua y párrafos que dejan un olor insoportable a semen en la página. De ahí la seriedad, piensa entonces Millás, del filólogo, un tipo tan vicioso de lo suyo que necesita coartadas, necesita corbata, chaquetas con coderas de profesor, argumentos también, necesita academias, títulos, diplomas, condecoraciones, pues no hace otra cosa en su vida que manosear a la madre, a la lengua madre, mucho más aún que los escritores, pobres, que lo hacen todo a ciegas, que escriben con el empeño con el que el bebé golpea el pezón de la progenitora convencido de que ese pezón forma parte de él. Todo esto es lo que dice la lengua y la lengua vuelve locos a los que lo descubren. Volvió locos a Verlaine, a Rimbaud, a Poe y vuelve locos a quienes, sin escribir, revelan sus secretos. Alcanzado ese estatus, el de loco, sus palabras pierden el valor que se le supone a la información. El loco, según la creencia general, no informa, deforma.

—¿Por qué no me cuenta algo de la novela que tiene en la cabeza y que sin embargo no logra llevar al papel? —le preguntó un día su psicoanalista.

—Bueno —dijo Millás—, hay entre los escritores una superstición muy arraigada según la cual, si cuentas algo, lo gafas.

—¿Qué significa superstición?

—Superstición significa superstición.

—¿Cree que con eso agota el asunto?

Millás sostiene un silencio rencoroso. Micaela le lleva con frecuencia a estas situaciones de reto intelectual. Si no quiere quedar como un idiota, ha de ir un poco más allá.

—Está bien —reconoce—, la superstición es una forma de paranoia.

—¿Conoce usted la estructura del paranoico?

—No, solo sé que cree que le persiguen y que por lo general tiene razón.

—Verá —dice a sus espaldas Micaela—, el paranoico proyecta: cree que le van a robar algo porque a él le gustaría hacerlo.

—¿Y qué es lo que le gustaría robar al paranoico?

—Dígamelo usted.

—Quizá —aventura Millás para satisfacer a la terapeuta— le gustaría robarle la mujer a su padre.

—¿Por quién sería perseguido entonces?

—Por su padre, claro.

—¿…?

—Entonces es mi padre quien me impide escribir.

—Todo lo dice usted.

—No lo digo yo —concluye Millás recordando a Julia—, lo dicen las palabras.

En casa de Emérita reina la atmósfera que precede a las vigilias: esa noche no se va a dormir porque esa noche alguien va a morir. Cuando alguien muere, en la tradición de Millás, los demás permanecen despiertos. La vigilia por excelencia, en su infancia, era la de Viernes Santo. Después de que Cristo expirara, y tras una cena frugal, se acudía a la iglesia de la parroquia y se permanecía allí, despierto, haciendo compañía a la madre del fallecido. Dice Millás que sus padres no adoraban a Dios, adoraban el hecho de ser dueños de una religión. Les habría bastado una cualquiera, pero esta, se decía medio en broma, medio en serio, tenía la ventaja de ser la de verdad. ¿Cuántas religiones de verdad había, cuántas imitaciones imposibles de distinguir de las auténticas?

Millás no ha tenido valor aún para entrar en la habitación de Emérita. Ha visto salir de ella a Carlos Lobón y entrar en ella a Serafín y luego al cura Camilo. Millás dice que ha ido de acá para allá tropezando con Julia en la periferia de los hechos, como si la chica y él fueran las dos únicas personas prescindibles, o las más improductivas. Finalmente, para sentirse útil, decide retirar a Julia de la circulación llevándosela a su cuarto, donde, sentada ella en el borde de la cama y él en la silla de las alucinaciones verbales, la chica habla:

—¿Te has dado cuenta de que la frase «Emérita se va a suicidar» es minusválida?

Millás observa a Julia con el gesto de aprensión con el que nos asomamos al vacío, intentando resistirnos a su atractivo.

—¿Por qué va a ser minusválida? —dice.

—Porque no se expresa bien. ¿Tú crees que cuando dices «Emérita se va a suicidar» estás diciendo que Emérita se va a suicidar?

Millás medita unos instantes.

—No —confiesa—. «Emérita se va a suicidar» es una cáscara, una carcasa.

—Lo sé porque esta mañana ha venido a verme.

—Quién ha venido a verte.

—La frase Emérita se va a suicidar. A simple vista, le he dicho, estás bien, completa, no te falta nada ni desde el punto de vista del análisis morfológico ni desde el sintáctico. Se trata de una minusvalía interna, me ha dicho ella con pena, una minusvalía que no se ve.

—Ya —dice Millás—, vuelves a ver frases.

En esto se abre la puerta y asoma la cabeza Serafín:

—Millás, Emérita quiere verte.

Millás se dirige a la habitación de la suicida colocando un pie detrás de otro. La idea es la correcta, y de hecho progresa, pero progresa a trompicones como si sus piernas conocieran la teoría, pero no la práctica. Les falta coordinación, armonía, quizá un poco de fraternidad o de solidaridad, aquello capaz de hacer que la una trabaje para la otra y no en su contra. En el pasillo tropieza consigo mismo un par de veces, sin llegar a caerse, pero al fin alcanza su objetivo, la habitación de la enferma, en la que entra y cierra la puerta tras de sí. Emérita tiene mejor cara que nunca, tanto que Millás está a punto de decirle que su aspecto es inmejorable. No parece una premuerta, en fin, quizá no va a matarse, piensa Millás, sometido a tensiones internas de distinto signo.

Se sienta en el borde de la cama, cerca de ella, para tomarle o dejarse tomar las manos, como hacen a veces al hablar. Emérita está incorporada.

—Bueno, ya está —dice—. Han subido a peinarme de la peluquería. Serafín y Carlos me han hecho un lavado de cuerpo especial y me han puesto este camisón.

En efecto, hoy no está desnuda debajo de las sábanas. El camisón tiene algo de camisón de novia moderada, como si unirse a la muerte tuviera algo de celebración matrimonial, pero también algo de sexo, pues gracias a los arreglos de que ha sido objeto, Emérita muestra un lado algo procaz, oculto o desaparecido hasta el momento. También la habitación, especialmente limpia, desocupada y perfumada, descubre aspectos que la acumulación anterior no permitía apreciar. Ha desaparecido el gran televisor, con su carro, la pipa de fumar, la silla de ruedas, la trona… Alguien ha barrido de la mesilla de noche las medicinas y las cucharas, habitualmente sucias, de los jarabes, se han llevado los pañuelos de papel arrugados… No parece que alguien se vaya a ir, sino que alguien va a venir.

—¿Qué es eso? —pregunta Millás señalando el único frasco que ha quedado en la mesilla, un bote de plástico algo más grande que el envase de un yogur.

—El cóctel. Cuando llegue el momento me tenéis que traer un arroz con leche para que lo mezcle y me entre mejor.

—Ya.

Millás dice que se ha insensibilizado. Le ocurre siempre en las situaciones límite, sin que él tenga que hacer nada por provocar ese letargo. Se trata de un modo de defensa adquirido en la niñez. Sus síntomas físicos pasan por cierta rigidez muscular, cierta descoordinación motora y una ausencia absoluta de sentimientos. Ahora mismo es un corcho.

—¿Te has confesado? —pregunta señalando con la barbilla hacia la puerta, para aludir al cura Camilo.

—Sí —dice Emérita con una sonrisa—, por si acaso. Le he dicho que, llegado el momento, me dé también la extremaunción.

—Bien.

—Dice Camilo que no piense en el Dios de siempre, que, según la teología moderna, divinidad y poder no son términos equivalentes.

—¿Dios no es todopoderoso entonces?

—Por lo visto no. No ha podido hacer nada por mí, no podrá hacer nada por ti.

La idea de un Dios menesteroso induce, en Millás, a la piedad, a la compasión por ese Dios y por sí mismo. Un padre frágil, repleto de carencias también, un padre poco perseguidor, un padre que tolera el incesto.

—¿Por qué sonríes? —pregunta Emérita.

—Me viene a la memoria un personaje de Ernesto Sabato, en Sobre héroes y tumbas. Decía, cito de memoria, que Dios es un pobre diablo con un problema excesivo para sus fuerzas. A veces logra ser Brahms, pero la mayoría del tiempo es un desastre.

Emérita sonríe también.

—Eso significa que Dios somos nosotros. Hablando de nosotros, ¿qué vas a hacer con la pistola?

—No tengo ni idea, Emérita. Chéjov decía que cuando aparece una pistola al principio de una novela, alguien se tiene que suicidar con ella al final.

—Pero esto no es una novela.

—Es lo que estaba pensando yo, que esto no es una novela, de modo que no sé.

—Tú verás, pero júrame que no vas a utilizar esta historia. Olvídate del reportaje, no quiero irme del mundo como una militante de la eutanasia. ¿Vale?

—No, no vale —dice Millás—. ¿Ni siquiera cambiando los nombres y modificando las situaciones, para que no se reconozca?

—Ni siquiera así, júramelo.

—No.

—Júramelo.

—No.

—Júramelo.

—No.

—Menos mal —dice Emérita echándose a llorar y tomándole las manos—. Bueno, estas cuatro lágrimas son de gratitud, por todo este tiempo. Ahora déjame la cara como estaba.

Millás saca del bolsillo un pañuelo de papel y le limpia el rostro tratando de no estropear, o de restaurar cuando la estropea, la finísima capa de maquillaje que le han aplicado.

La hora prevista para el suicidio son las doce de la noche en Madrid, las ocho de la mañana en Sídney, donde vive la hija de la suicida. Emérita ha decidido empezar a morir a la misma hora en la que su hija empezará a despertarse. Rituales de la continuidad, piensa Millás, la necesidad de sentido, de finalidad, de dirección. Le viene a la memoria el caso de una amiga que parió al tiempo que moría la abuela de la recién nacida, a la que pusieron su nombre. Emérita ha disuelto ya el cóctel en el arroz con leche de fabricación industrial elegido para hacer la mezcla. El arroz con leche ha cambiado, en efecto, de color, tornándose azulado. En la cama se encuentran sentados Serafín y el cura Camilo, el primero junto a la cabeza de la enferma, el segundo junto a los pies. Carlos Lobón permanece cerca de la ventana. Finge estar ahí tan solo en calidad de médico, para actuar si sucediera algo imprevisto: que la suicida vomitara, por ejemplo. Julia ha buscado un rincón vacío en el que permanece sentada sobre un taburete. Millás ocupa una silla, la silla en la que se sentaban los médicos y las visitas de poca confianza. Solo está encendida la luz tenue de una lámpara colocada sobre la mesilla de noche y que deben de haber traído de otra habitación. Dice Millás que la contabilidad de los detalles periféricos le ayuda mucho en los reportajes, de un lado para combatir la angustia, cuando el asunto a cubrir es desasosegante; de otro, porque el sentido de las cosas suele encontrarse ahí, en la periferia. Emérita se ha tomado ya tres cucharadas y él ha mencionado para sí mismo en dos ocasiones la palabra «sentido».

Mientras la enferma continúa ingiriendo la pócima con decisión, aunque sin prisas, a Millás se le ocurre que no hay ningún autobús del que no se sepa adónde va. ¿Metaforiza algo esa necesidad de sentido? ¿Por qué no existen líneas que vayan a cualquier parte para viajeros a los que les dé lo mismo ir a un sitio que a otro? Porque no hay, se responde, viajeros de esa clase. Todo el mundo quiere ir a algún sitio, necesidad universal reveladora de que no vamos a ninguno. Pongamos, se dice, sin dejar de prestar atención a cuanto sucede fuera, que el cuerpo es una suerte de autobús, un autobús del que está a punto de apearse Emérita. ¿En dónde, en qué parada? En cualquiera, porque el cuerpo es ese medio de transporte que carece de dirección. Si bien es cierto que de ninguna vida se podría afirmar, en sentido estricto, que es o ha sido falsa, porque todas, incluidas las falsas, han tenido una existencia cierta, a la lengua le gusta emplear esa distinción para transmitir por debajo la idea de dirección. Tendría que inventarse una forma menos drástica que la elegida por Emérita para bajarse del cuerpo. Tendríamos que bajarnos del cuerpo, que apearnos de la vida, como el que se baja de un autobús al que se ha subido por error. En cierto modo, el Millás de allá es un tipo que se ha bajado del Millás de acá.

Emérita, que ha terminado el cóctel, deposita, no sin esfuerzo, ya que la cama está un poco levantada, el envase y la cuchara en la mesilla de noche. Serafín no le ayuda porque no debe dejar huellas dactilares. La ficción, si la justicia investigara el caso, es que todo lo ha hecho por sí misma.

—¿Quieres que pongamos algo de música? —pregunta Serafín.

—No —dice Emérita—, la música me aturde.

Tras unos segundos de silencio, la enferma vuelve a hablar. Cuenta algo de un perro, un perro que hubo en su casa, cuando era pequeña, un perro prestado, dice, que les dejaron unos vecinos obligados a ausentarse unos días por el fallecimiento de un familiar. Luego resultó que quien tenía que fallecer no falleció, alguien se había apresurado en el diagnóstico; en cambio, el perro, que no tenía que morir, murió entre que los dueños iban y volvían.

—Fue mi primer muerto —dice Emérita—. Me acusaron de haberle dado algo, detergente o lejía, porque lo abrieron y tenía quemaduras por dentro.

Millás mira a Emérita y Emérita mira a Millás. Acaba de suceder entre los dos algo de lo que los demás no se han dado cuenta. Millás mueve ligeramente la cabeza, haciendo un gesto de negación, como para decirle a Emérita que no siga por ahí. Ella sonríe, cierra los ojos y entra enseguida en un sueño acompañado de una respiración ronca, estertórea. ¿Mató Emérita a aquel perro?

El cura Camilo sale entonces de la habitación, a la que regresa enseguida con el óleo sagrado con el que unge a la moribunda en la frente, en los párpados, en las orejas, también en las manos y en los pies. Al tiempo de dibujar la señal de la cruz en cada una de estas partes, murmura en latín la fórmula que se supone libera del desasosiego a la agonizante preparándola para el encuentro con el más allá. Actúa con una discreción extrema, como si temiera ofender a los presentes. Lejos de eso, el rito, en la medida en la que rompe el silencio y los distrae de la espera, también los reconforta.

Finalizada la ceremonia, Serafín se levanta de la cama y sale de la habitación seguido por Julia. Van a hacer café para todos. La suicida expira antes de tiempo, dentro del sueño, mientras su marido y Julia permanecen en la cocina. Emérita, piensa Millás, ha devenido en Desemérita. De ese modo habría que nombrar a los muertos: al que en vida se llamara Ignacio, Designacio; al que Carlos, Descarlos; a la que María, Desmaría…