—Mañana se suicida Emérita —dice Millás después de tumbarse en el diván, con la mirada clavada en sus zapatos. Los ha limpiado por la mañana, los limpia el día que tiene terapia, como para convertir la limpieza, y la suciedad por tanto, en materia de análisis. Las punteras del calzado brillan como los ojos de un demente en la noche.
Si en la anterior sesión tuvo que contenerse para no hablar de la pistola, en esta ha de hacer esfuerzos para no aludir al crimen cometido por Emérita. Ha dado en internet con un homicidio, cometido en 1979, que encaja como un guante con el descrito por la enferma. Como la terapeuta no hace comentario alguno a la información que acaba de darle sobre el suicidio de Emérita, continúa él:
—Vamos a acompañarla todos, Serafín, el cura Camilo, Carlos Lobón, el de DMD, Julia y yo mismo.
—¿Cree sinceramente que está preparado para asistir a un acto de esa naturaleza? —escucha detrás de él.
—Sí. Bueno, sí y no.
—¿En qué sentido una cosa y otra?
Millás piensa unos instantes.
—Me da miedo y me excita. Me da miedo por lo que tiene de real y me excita por lo que tiene de irreal. Me gustaría que cuando digo que mañana voy a asistir al suicidio de Emérita sonara igual que si dijera que mañana voy a leer el capítulo de Madame Bovary en el que Emma se suicida.
—Pero Madame Bovary es el personaje de una novela. Emérita existe.
—Ya —admite Millás—, hay suicidios reales de los que nadie habla y el de Emma Bovary, siendo imaginario, lleva ocupando miles de páginas desde que sucediera. La ficción, a la larga, aguanta más que la realidad. En el corto plazo, en cambio, se impone la realidad.
—Y usted se encuentra en el corto plazo.
—Sí, mañana.
—Y en la realidad.
—También.
—De todos modos, con la alusión a Madame Bovary, parece que volvemos al asunto de la realidad y su copia.
—Bueno, no podemos negar que el suicidio de la Bovary, que es una copia literaria de los de verdad, ha tenido mayor influencia que los miles o millones de suicidios reales sucedidos desde la publicación de la novela.
—Creo que ya hemos hablado de esto. ¿La ficción, siendo la metadona de la realidad, acaba resultando mejor que la heroína?
Hay un silencio prolongado, de carácter reflexivo, que finalmente interrumpe Millás:
—¿Conoce usted esa opción de los procesadores de texto que se llama «copiar y pegar»?
—Sí.
—Pues eso es el mundo, un copia y pega permanente. Usted y yo somos el resultado de eso, de un copia y pega. El casco histórico de Quito, un copia y pega de la España de entonces. Este viernes, un copia y pega del viernes anterior. El mundo se reproduce a sí mismo continuamente por el procedimiento del copia y pega. Usted pretende ahora que yo copie y pegue en el Millás de allá la distinción que hace el Millás de acá entre la ficción y la realidad.
—No pretendía eso.
—«No pretendía eso» es también un copia y pega. Aparece en miles o millones de diálogos, «no pretendía eso».
—Lo cierto —arguye la psicoanalista— es que empezamos siendo seres unicelulares y ya ve usted adónde hemos llegado a base de copiar y pegar. Quiero decir que en cada «copia y pega» sucede algo, bien porque el material sufre en el proceso de traslado alguna modificación, bien porque al cambiar de contexto la copia adquiere un significado del que carecía el original.
Millás y la psicoanalista regresan al silencio. Millás calcula el precio de ese silencio. Tiene que dividir el precio de la sesión entre los cincuenta minutos que dura. A la vez, debe contar mentalmente el tiempo que calla. Se hace un lío.
—Volviendo a Madame Bovary —dice ahora—, ¿por qué no siento el mismo pánico cuando leo una novela ajena que cuando escribo una propia?
—Quizá porque el crimen lo ha cometido otro.
—¿Qué crimen, de qué habla?
—Del crimen de escribir una novela.
—¿Por qué lo asocia con un crimen?
—Es usted quien asocia continuamente la idea de escribir con un crimen. Está claro que necesita una coartada para escribir. Se ha buscado la del trabajo periodístico y eso le funciona. Pero siente nostalgia de la novela que nadie le obliga a escribir, de la escritura que solo se puede practicar por gusto. El problema es que se trata, al parecer, de un gusto ilícito.
—Puede haber otra cosa —dice Millás intentando romper el círculo vicioso.
—Qué otra.
—Que el pánico a escribir provenga del conocimiento de que la lengua es el enemigo.
—¿De dónde entonces vendría el gusto?
—Del hecho de repetir un automatismo. Copiar y pegar.
—Ya —cierra la psicoanalista.
Dice Millás que la sesión funciona a trompicones, como un coche conducido por manos inexpertas. Dice también que no le gusta el rumbo que está tomando el diálogo. Y dice que apenas ha comenzado a reunir el valor preciso para levantarse del diván y abandonar la consulta antes de la hora, cuando interviene la psicoanalista:
—¿Ha pensado alguna vez por qué se llama lengua materna a la original?
—Quizá —responde Millás— porque las primeras palabras que escuchamos proceden de los labios de la madre como la primera leche procede de sus pechos.
—La madre. ¿Manosear la lengua sería, en cierto modo, como manosear a la madre? ¿Como volver a mamar?
—No puedo creer que sea usted tan bruta —explota Millás.
—¿Perdón?
—Tan bruta, sí. Me parece una salvajada lo que ha dicho. En el mejor de los casos, es como si se hubiera comido usted veinte sesiones.
—Usted lo llamaría economía narrativa.
De nuevo el silencio. Cada uno de los silencios de esta sesión, dice Millás, es más productivo que el anterior en el sentido de que señalan el camino de la trampa.
—Lo de la lengua materna —dice al fin Millás— me ha traído a la memoria que mi padre era esperantista. Hace tiempo, después de leer una biografía de Zamenhof, el inventor del esperanto, escribí un artículo sobre ese idioma.
—¿Qué decía usted?
—Lo relacionaba con la nostalgia del idioma único existente antes de la torre de Babel.
—¿El esperanto —dice la psicoanalista— vendría a reparar la herida que se produjo en la torre de Babel, cuando Dios confundió las lenguas de los hombres?
—Quizá sí, aunque con una prótesis imposible, pues se trata de una lengua profundamente antimaterna.
—¿Y?
—Que quizá no prosperó por eso, porque no llevaba incorporada la posibilidad del incesto.
—No sé si es la conclusión adecuada —dice la psicoanalista—, pero lo tenemos que dejar por hoy.