16

Recuperada de la crisis respiratoria, Emérita decide acelerar su suicidio, que ha programado para el sábado siguiente por la noche (así, dice en un presunto golpe de humor, se ahorra un domingo por la tarde). Hoy es jueves y Millás ha logrado quedarse a solas con ella (Serafín ha salido a comprar, Julia está en su habitación leyendo un libro de japonés para extranjeros en el que aparecen frases como «me han atracado a punta de cuchillo» (osoware mashita naifu de odosaremashita), y ni Carlos Lobón ni el cura Camilo han aparecido esta tarde).

—¿Qué has hecho con el revólver? —pregunta Emérita, que en apenas cuarenta y ocho horas, debido al broncoespasmo, ha sufrido un deterioro visible.

—Lo he escondido.

La palabra «revólver» evoca en Millás el peso del arma así como el tacto frío y duro de la culata. También recuerda la intimidad que se estableció enseguida entre el arma y su mano, como si aquella hubiera sido diseñada para esta.

La evocación es tan aguda que las terminaciones nerviosas de sus dedos reproducen las sensaciones de entonces. Por un momento, tiene la impresión de que alguien hubiera colocado sobre su mano un revólver invisible en torno al cual cierra instintivamente los dedos.

—No olvides que es la herencia de alguien que, por casualidad, hizo algo raro en la vida, algo que no haría un turista.

—¿Vas a contarme qué fue?

—A ver si tengo fuerzas. Levántame un poco más la cama, que tumbada respiro peor.

Millás le sube la cama, Emérita toma un par de bocanadas de oxígeno de la mascarilla que cuelga a su lado y comienza a hablar:

—Sitúate en una noche de invierno de hace treinta o cuarenta años, hasta hace poco llevaba la fecha exacta grabada aquí, en la frente, como la marca de una ganadería, pero todo se va borrando, Millás, las fechas, los recuerdos, los nombres, los números de teléfono, las calles, los portales de las calles… Tengo el tiempo completamente roto, todo lo que sucedió hace más de una semana parece que sucedió hace un siglo, y al revés. Sitúate en una noche de invierno. Llueve desde hace tres o cuatro días, ya estamos hechos a la lluvia como a los gemidos de un enfermo en la habitación de al lado. Frío y agua, mucho frío y mucha agua, ¿te haces una idea?

—Me la hago —confirma Millás.

—Yo soy esa mujer que camina bajo un paraguas negro, desde la plaza de España, Gran Vía arriba, hacia Callao. Fíjate bien en esa mujer porquesí que acaba de acostarse, en la habitación de un hotel de mala muerte, un hotel de putas, con el encargado de la ferretería de la que ella es propietaria. El encargado es un tipo porquesí también, una mala persona, que se aprovecha de los flancos débiles de la propietaria. Han discutido, han cortado, ella le ha despedido a él en la cama, imagínate, un despido laboral en una cama, porque él no se decide a abandonar a su mujer para montar un imperio ferretero con Emérita, yo, que estoy en ese momento difícil en el que he de tomar la decisión de abrir otra tienda o resignarme a no crecer. Con mi marido no puedo contar porque es un tipo porquenó que trabaja en una agencia de viajes en la que es feliz buscando la ruta más barata para dar la vuelta al mundo parando en hoteles de tres estrellas. Y no hay otra persona en la que confíe más que en mi amante, con quien un día o dos por semana, al cerrar el negocio, me encuentro en un hotel del centro en cuya recepción no te piden el carné de identidad ni el libro de familia. A lo largo de la discusión que acabamos de tener, él me ha llamado boba, boba, boba, es un insulto que soporto mal porque era lo peor que le podía llamar a nadie mi padre. Ese es bobo, decía, con un desprecio enorme, dejando caer así la comisura de los labios. Ah, qué boba, me ha dicho varias veces, te imaginabas que por ser la dueña de la ferretería eras la dueña de mi vida. ¡Boba!

Nos estamos comportando como un par de porquenoes, entonces no disponía aún de esta palabra, ni siquiera de una palabra alternativa. Y es que no hay porquesíes puros ni porquenoes perfectos. Resulta que en todo porquesí hay un porquenó y al revés, y en esos instantes nos ha salido a los dos el porquenó que llevamos dentro, el porquenó de asalariado mezquino a él y la porquenó de jefa de mierda a mí. El caso es que no nos entendemos. Él ha quemado sin querer la sábana revuelta, la sábana sucia, mojada, mojada porque suelta unas cantidades de semen increíbles, la ha quemado, digo, con la colilla de un cigarrillo. Y yo le digo que estoy hasta los cojones de pagarle un sueldo y de pagarle el hotel y de pagarle ahora la sábana que acaba de quemar. Y él me dice que le da igual, que la pague y que me la lleve y que la guarde para que me la pongan de sudario cuando me muera.

—Un sudario sucio, como el que te mereces, boba, boba, boba, un sudario lleno de quemaduras, como el borde del mostrador de la ferretería, donde la gente apoya sus cigarrillos mientras cuenta las tuercas con unos dedos callosos de uñas ennegrecidas.

Y es verdad, tenemos las uñas negras, uñas de luto, decimos nosotros de broma, es la marca de nuestro trabajo, nos parece normal hasta que este hombre que te digo me hace caer en ello, de modo que cierro las manos para esconder las uñas y escucho como si estuviera buceando en una piscina y me hablaran desde afuera que soy una boba, una boba, fíjate, dónde escucharía ese insulto por primera vez para que me duela de esa forma.

Emérita descansa y toma aire de la mascarilla. Millás aprovecha para comprobar que la grabadora del iPhone sigue en marcha.

—Ahora voy —dice entre bocanada y bocanada, como si estuviera tomando carrerilla ante un Millás perplejo por este giro que está dando la historia de Emérita, que seguramente es el giro que da la vida de cualquiera, incluso la historia universal, cuando acercas la lupa y te pierdes en los detalles.

—Ahora —repite— yo soy esa mujer que camina bajo el paraguas, esa mujer a la que todavía le duelen las ingles debido a las penetraciones salvajes de que ha sido objeto esa tarde por parte del empleado al que acaba de despedir. Yo soy esa mujer, fíjate bien en ella, asómbrate porque no tienes ni idea de lo que va diciéndose a sí misma, ¿verdad que no?

—Verdad —afirma Millás.

—Pues bien, lo que se dice con una furia rara en una porquesí es que va a escribir una novela, se entiende que una novela policiaca, que son las únicas que lee, va a escribir una novela policiaca como el que dispara en defensa propia, como el que, fuera de sí, y con la eximente de la ira acumulada, mata a alguien que lleva años acosándolo, chantajeándolo, abusando de su superioridad. Excitada como se encuentra por la novela policiaca que va a escribir, ambientada en la trastienda de una ferretería, y pese a que la lluvia arrecia, decide pasar de largo primero por la boca del metro de Callao, que es donde suele tomar el metro tras sus encuentros adúlteros, y luego por la de Gran Vía. Ha decidido caminar cinco o seis manzanas más para liberar la tensión mental y física de la que es víctima, no quiere llegar a casa en ese estado. Todavía se repite en su cabeza la imagen de él, del hombre con el que venía acostándose, la imagen de él en calzoncillos y camiseta de tirantes, de pie, en medio de la habitación, con el cigarrillo entre los dedos, moviendo los labios en la articulación de las dos sílabas que forman la palabra «boba». Tomaré el metro en Chueca, o en Alonso Martínez, se dice acelerando el paso, como si de ese modo esquivara la lluvia, o como si se apresurara a una cita a la que llega tarde, aunque a lo único que puede llegar tarde es a la novela policiaca que debería haber empezado antes de que las cosas alcanzaran este punto. La manía de retrasar las cosas, dice. Pero entonces, a esa mujer que soy yo, Emérita, le faltaban la rabia, el odio, la cólera que cree necesarias para escribir novelas policiacas. Hasta ahora solo ha dispuesto del rencor suficiente para leerlas y las ha leído a cientos porque hay en el crimen algo que calma su ansiedad crónica, su desazón diaria, que le compensa de la mediocridad de su matrimonio, de la ansiedad y la desazón que constituyen a esa porquesí desde que tiene memoria. Aunque apenas son las nueve, es noche cerrada porque nos encontramos en el corazón del invierno, apenas han pasado las fiestas navideñas, de las que todavía quedan restos en el alumbrado municipal y en las ventanas artificialmente escarchadas de algunos edificios. Era enero, claro, enero y noche cerrada y llueve y hace frío en el corazón de esta mujer, Millás, que en vez de seguir el camino directo que la conduciría al metro de Chueca o de Alonso Martínez, se desvía por los callejones de la vieja ciudad que salen a su encuentro, y por esos callejones que parecen grietas siente que está regresando a su vida, una vida que abandonó en un tiempo remoto atraída por las luces de las avenidas principales. He vuelto a mi vida, me digo, de la que no debí salir, he vuelto a la novela policiaca que me impuse escribir, que le den por el culo a la ferretería, a los empleados, a todos y cada uno de los clientes… Y a medida que Emérita, yo, avanza en medio de la lluvia y el frío, en medio de la noche, le invade una euforia corporal inaudita, quimérica, es una máquina de acero, una mujer indestructible, un organismo de una perfección extraordinaria. Es la autora de una novela policiaca.

De súbito, en uno de los callejones oscuros por los que se ha extraviado, se materializa frente a ella un individuo mayor, un viejo, con un revólver en la mano. Instintivamente, Emérita coloca en alto la mano izquierda, que es la que tiene libre, porque con la otra sujeta el paraguas, lo que provoca la ira del viejo.

—Baja la mano, gilipollas, esto no es un atraco —dice arrastrándola hasta el fondo de un solar formado por la desaparición de una casa antigua, cuya fachada sin embargo permanece apuntalada para construir detrás de ella el nuevo edificio de viviendas.

—¿Qué es entonces? —pregunta Emérita tratando de hacer tiempo.

—Un crimen —responde el viejo ofreciéndole la pistola—, toma, mátame.

La mujer que iba a escribir una novela de crímenes retira la mano hacia la que el otro le tiende el arma. Pese a ser de noche y encontrarse en el interior de un solar protegido por la fachada del edificio desaparecido, distingue en la cara del viejo los signos de desesperación, quizá de desvarío mental, pues los ha visto mil veces no sabe dónde, quizá en la suya. Unos segundos antes, ella misma era víctima de una agitación sombría, iba hablando y gesticulando sola, bajo el aguacero, inmersa en el frío como un pez en el agua. El viejo loco lleva una gabardina completamente empapada, cuyos bordes mantiene unidos con la mano izquierda, como si careciera de botones. El agua de la lluvia brilla sobre su mata de pelo, que parece un borrón, antes de descender por su rostro en dirección al cuello.

—¡Vamos, coño —insiste tendiendo a Emérita la pistola—, que se hace tarde y mira la que está cayendo!

—¿Pero cómo que le mate? —articula Emérita mirando a uno y otro lado, calculando las posibilidades que tiene de salir corriendo.

—A ver, cómo te llamas —dice el viejo en tono conciliador, como dispuesto a negociar.

—Emérita —dice ella.

—Vale, Emérita, te estoy pidiendo un favor de ser humano a ser humano. Hazte cargo, no puedo esperar un día más, un minuto más. Toma el revólver y dispara de una vez.

Emérita escucha el ruido de la lluvia sobre su paraguas, como si alguien pateara en el piso de arriba.

—¿Pretendes que te mate porque llueve? —acierta a decir.

—Porque llueve no, boba, porque tengo problemas que solo soluciona la muerte.

—No insultes —dice Emérita, que ha registrado ese «boba» despreciativo salido de la boca del viejo.

—Es que pareces una boba ahí, parada, con el paraguas, mientras yo me empapo. ¿Quieres que coja una pulmonía? En el tiempo que llevamos hablando me podías haber matado siete veces. Nadie lo sabrá nunca, no tenemos ninguna relación, no nos conocemos de nada. Me matas, me dejas aquí tirado y santas pascuas. Quizá pases un poco de miedo durante los primeros tres o cuatro días, es normal, pero a medida que transcurra el tiempo y compruebes que no sucede nada te invadirá una sensación increíble de poder. La idea de haber sido capaz de matar a alguien, de cometer un crimen perfecto, te hará fuerte. Nadie nunca te parecerá superior a ti. Acabarás disfrutándolo, créeme, boba.

—Te he dicho que no insultes.

—Seguiré llamándote boba hasta que me pegues un tiro, boba. Venga, el disparo hace el mismo ruido que un petardo, lo apagará el tole tole del agua en los tejados y la lluvia, de aquí a mañana, borrará cualquier otro rastro que pudieras dejar. Además, este solar lo pisan cien obreros cada día. Ahora no hay nadie. No descubrirán mi cadáver hasta que amanezca. Te estoy ofreciendo una oportunidad única para no pasar por la vida como una turista. Tendrás, si me matas, un secreto realmente importante. Muchos pagarían por matar a alguien en estas condiciones, boba, boba, boba.

Dice Emérita que sin que el miedo hubiera abandonado su cuerpo, se manifestó junto a él, quizá gracias a los insultos, una ráfaga de insolencia.

—¿Por qué no te pegas tú mismo un tiro en la cabeza, viejo cabrón?

—No importa por qué no me lo hago yo, boba. Estamos hablando de ti, de la sensación de poder que este disparo te va a proporcionar, del modo en que te va a cambiar la vida. Solo a una boba rematada habría que explicárselo mil veces.

Entonces Emérita toma el revólver y amenaza al viejo apuntándole al pecho.

—Vuelve a llamarme boba y verás.

—Boba, imbécil, gilipollas, subnormal, simple, zopenca, berzotas, mentecata, alcornoque —recita el viejo abriéndose la gabardina y señalando con el índice el lugar al que debe apuntar, que coincide justo con el lugar del corazón.

La escena, dice Emérita, había comenzado a discurrir a cámara lenta. Cada segundo duraba una eternidad. Mejor aún: cada segundo, en vez de constituir una unidad de tiempo, se había convertido en una unidad de espacio. Emérita podía entrar en los segundos como en una habitación y pasearse por ellos tomando notas de todos sus detalles. Sus sentidos se habían agudizado tanto que eran capaces de percibir, junto a los elementos centrales de la escena, los detalles más insignificantes de su periferia. Así, vio, más allá de la fachada apuntalada, una ventana alta y pequeña, quizá de un cuarto de baño, con la luz encendida. Vio, en la pared que había dejado al descubierto la casa derribada, y cuyo solar ocupaban, las figuras monstruosas formadas por las manchas de humedad de la lluvia. Vio lo que quizá era una rata, tal vez un gato pequeño, salir de un montón de escombros y diluirse en la oscuridad como un trozo de hielo en el agua hirviendo. Vio con una precisión asombrosa la cortina de agua que caía en ese instante de su paraguas y que se interponía entre ella y el viejo empapado. Pero sobre todo sintió el peso, el volumen y la temperatura del revólver, como si sus dedos, más que palparlo, lo leyeran. En el interior de aquellos segundos habitables pensó que nunca había tenido en sus manos nada con tanto significado como el arma. Al mismo tiempo, supo que iba a apretar el gatillo, supo que se trataba de un hecho consumado, supo que el disparo se había producido ya en alguna dimensión del tiempo o del espacio en la que le era dado verse. Y dice Emérita que le gustaba. Estaba, en fin, en el orden de las cosas que matara a aquel viejo loco como lo estaba en el orden de las cosas que el martes precediera al miércoles y el cinco al seis. De modo que se dirigió al viejo y le pidió que la llamara boba.

—¡Llámame boba!

—¡Boba!

Su dedo apretó entonces el gatillo sorprendiéndose de la resistencia ofrecida por él, como si el revólver no estuviera de acuerdo con la idea de ser disparado. El cuerpo de Emérita registró el impacto provocado por el retroceso, todo ello sin dejar de escuchar el repiqueteo del agua sobre la tela del paraguas. La bala debió de romper el pecho del viejo, que cayó hacia atrás con los brazos abiertos.

Dice Emérita que huyó de la escena del crimen a toda prisa, sosteniendo el paraguas en la mano izquierda y el revólver en la derecha. La idea era arrojarlo por una alcantarilla, pero no lo arrojó a ninguna porque se encontraba, dice, como en el interior de un sueño que sabes que es un sueño, pero en el que te guardas algo en el bolsillo para comprobar al despertar si continúa allí. El revólver, cuando llegó a casa, continuaba allí. Allí continuaba también Serafín, preparando la cena para la niña. Al verla entrar preguntó, alarmado, qué ocurría. Nada, respondió Emérita, y era un nada definitivo, un nada para siempre, para toda la vida, y de este modo lo entendió Serafín, que jamás intentó averiguar qué fue lo que produjo en su mujer un cambio de carácter que, sin alejarla de él, pues nunca había estado demasiado cerca, la convirtió para siempre en una extraña.

—Una extraña para él y para mí misma —añade Emérita—, y, en esa medida, una persona deseable, para él desde luego, pero también para mí. El crimen, de entonces acá, se ha banalizado mucho, pero créeme que el hecho de acabar con la vida de alguien te convierte en una extranjera. Aquel disparo, ¡pom!, ya no dejaría de sonar durante el resto de mi vida, todavía suena, a veces me sorprende que los demás no lo oigan. Cada mañana y cada tarde, cada hora de cada día, llueva o no, haga frío o no, se repite dentro de mi cabeza, pom, pom, pom. Y veo la cortina de agua pasar delante de mis ojos desde el borde del paraguas, y el viejo cae hacia atrás con el pecho roto, supongo, porque no le dio tiempo a nada que no fuera caer. Debí de darle aquí justo, en el centro, donde él me señalaba. Y Serafín jamás se refirió a aquella noche, nunca, nunca, nunca, y ahí, en ese no hablar del asunto fue donde descubrí la existencia del amor. ¿No ves, Millás?, eso es amar a alguien, aceptarle por lo que no es capaz de darte, quererle por eso mismo, porque no es capaz de dártelo y tú lo sabes, sabes que jamás te lo dará. Serafín, ¿no te aparece asombroso?, me ha querido por lo que no le he dado. ¿Puedes creértelo?

—Sí —dice Millás, el Millás de acá en realidad, pues el de allá no deja de hacer cálculos mezquinos sobre el interés narrativo de la historia que acaba de escuchar. ¿Dónde encajaría mejor, en un reportaje, en un cuento, en una novela corta? ¿Debería sacarla del contexto y tratarla al modo de una pieza separada, como se hace en algunos sumarios judiciales?

No se trata de una disociación real, no tiene el sabor de los desdoblamientos auténticos, sino el de los metodológicos. Mientras un Millás especula fríamente sobre el valor del material que acaba de caerle en las manos, el otro intenta comprender los hechos en toda su magnitud.

—¿Supiste quién era la víctima?

—Claro, salió en todos los periódicos. Era un abogado bastante conocido porque en su despacho se llevaban cosas de drogas. Dijeron que había sido un ajuste de cuentas y hasta hoy. A todos los que me han cuidado les he hecho un regalo. El tuyo es el revólver y la historia del revólver. Puedes buscar a los hijos del muerto, a sus nietos, no sé, y revelarles cómo fue en realidad todo. Es una novela, te estoy regalando una novela. Mira, no puedo más, ponme tú mismo el oxígeno.